«Yo el Rey», «Yo la Reina»

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En realidad, la unidad de España estaba determinada, si no en los hechos, al menos en las tendencias, mucho antes de la boda de Fernando e Isabel.

Castilla y Navarra habían acabado por reconocer la horrible inutilidad de toda aquella sangre derramada. Era necesario no sólo hacer las paces, sino unirse. La opinión pública estaba ya, desde hacía tiempo, preparada para esta idea, que tuvo una consagración espectacular en los esponsales de Fernando e Isabel, realizados en 1469.

Ya tenemos en el trono de Castilla a Fernando, hijo de Juan II de Aragón, y a Isabel, hermanastra de Enrique IV de Castilla y elegida por éste para sucederle. Pero habrá que pasar por una guerra civil para confirmar sus derechos. En nombre de la legitimidad, se forma una coalición contra los nuevos soberanos.

El arzobispo de Toledo, rodeado de algunos nobles descontentos, invoca los derechos de la Beltraneja, con alguna apariencia de lógica, pues, aunque desheredada por Enrique IV de Castilla, no deja de ser, oficialmente al menos, su hija. Por otra parte, la impotencia de Enrique el Impotente debía de ser muy relativa, ya que no le impidió casarse dos veces y cohabitar con numerosas amantes.

Y no todos son admiradores de Isabel. Muchos la acusan de haber arrebatado la corona a su sobrina y, además, ahijada. Se murmura también que su boda con Fernando de Aragón no se hubiera podido realizar sin una dispensa pontifical fabricada por Juan II de Aragón. La acusan de intrigante y astuta. Todo esto es, en gran parte, exacto. Pero la verdad es que, cuando Isabel se casa con Fernando, es sobre todo una muchacha de diecinueve años que sabe lo que quiere probablemente más aún el poder que el amor.

El conflicto tiene que resolverse por las armas. Los partidarios de la Beltraneja, apoyados por las tropas de Alfonso V de Portugal, topan con los regimientos de los Reyes Católicos. La lucha, indecisa al principio, acaba a favor de los elegidos de Segovia. La Beltraneja se retira al convento de Santa Clara de Coímbra.

Al mismo tiempo. Fernando, ya rey consorte de Castilla, hereda de su padre, Juan II, el trono de Aragón. Esto no significa la fusión de ambos reinos cada uno de los cuales conserva sus cortes y su administración, sino una especie de asociación conyugal sin ejemplo en la historia de las naciones.

¡Los Reyes Católicos! En efecto, ¿viose jamás en las Cortes de tiempo alguno un tan cumplido ejemplo de colaboración real? Son guapos, son poderosos, no suman, entre los dos, cincuenta años. Ese amor joven que se ha entendido y se ha fundido con esa gloria joven, ¡qué fábula tan maravillosa!

Entremos una tarde en la catedral de Granada. Vamos derechos a la Capilla Real. Por el ventanal gótico rematado en el escudo de los Reyes Católicos flechas y nudo gordiano, un rayo de sol, que cae oblicuamente sobre la abombada frente de Isabel sobre la y gorguera de Fernando, los resucita a ambos. Esas rotundas efigies, talladas en madera por Felipe de Borgoña, parece que se van a incorporar de su reclinatorio y a dirigirse hacia nosotros.

Isabel es una rubia espléndida, de ojos azules, casi verdes vestigio de sus antepasados ingleses. Es de una belleza perfecta, de cuerpo y de rostro. Deportiva y vigorosa, monta los caballos más vivos, caza venados y hasta, una vez, mató con su jabalina un oso más grande que un hombre. Dotada de un espíritu viril y carácter enérgico, trabaja en los asuntos del Estado hasta altas horas de la noche.

Fernando no es tan trabajador, pero sí rápido de inteligencia. Este caballero vivo y apuesto, hábil en todos los. ejercicios físicos y en el manejo de la espada, posee todos los atractivos de un seductor. Y, llegada la ocasión, sabe utilizarlos. Piel bronceada, cabellera brillante y abundosa, ancho de hombros, modales elegantes: tal era el príncipe que convenía a Castilla. En todo caso, el que, en la asociación con Isabel, representa el sentido político. Pues Isabel fue más que la colaboradora de su marido, y cuando le aconsejaba lo hacía más como princesa apasionada que como esposa del gobernante.

En muchas ocasiones, sus consejos fueron nefastos. Su clericalismo exagerado perjudicó, a fin de cuentas, a España. Y su orgullo sin límites no admitió nunca contradicción alguna, ni siquiera de su marido, ni siquiera del cardenal Mendoza.

Una junta de jurisconsultos determinó las condiciones en que Isabel y Fernando habían de ejercer el poder. Se acordó que los dos esposos gobernarían conjuntamente; que, en las ordenanzas y decretos, el nombre del rey precedería al de la reina, pero que ambos tendrían el mismo sello y juntarían sus armas.

Pues había que tener muy en cuenta la susceptibilidad del fogoso aragonés, el cual empezó por pretender para él solo el trono de Castilla. Isabel, con sus zalemas y la prudencia de sus razones, supo convencer a Fernando. La reina, tan enamorada como astuta, explicó al esposo que, entre ellos, no importaba de quién de los dos era en principio el derecho al trono, que él tendría siempre entera autoridad y que ella se sometería en todo caso a la voluntad de su señor. Nos imaginamos a Isabel acariciando zalamera a su regio esposo, hablándole con su voz melosa.

Recordemos aquello que le dijo una vez al general de los franciscanos: de todos los beneficios que debo a Dios, el mejor es haberme dado un excelente marido. Pero el amor no cegaba a Isabel hasta el punto de hacerle olvidar la defensa de sus derechos. Además sabía fingir y engañar a los cándidos. Tenía demasiado apego a la corona de Castilla, destinada en principio a otra y conquistada a fuerza de paciencia y de astucia, para dejarla en manos de su esposo. Y, para conservarla, todas las armas eran buenas. La coquetería, desde luego. Y hasta la mentira, si era necesaria.

«Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando», era la divisa de la regia pareja. Y mientras duró esta estrecha asociación, dos amplias firmas enlazadas sancionaron las ordenanzas castellanas: «Yo el Rey», «Yo la Reina».