No es todavía la República, pero sí que hay ya dos Españas. A la derecha, la tendencia absolutista: monarquía de derecho divino concepto, en realidad, más galo que católico, tradición, confusión de la razón de Estado con la religión, nostalgia del imperium. A la izquierda, la tendencia revolucionaria que, en etapas sucesivas, va a parar al republicanismo. Una y otra tendencia tienen sus extremos: el carlismo y el socialismo.
A la derecha, la nobleza, el clero, la corte, los jefes locales. A la izquierda, los «hombres nuevos», fuertemente apoyados por la masonería y los «intelectuales». De vez en cuando surgen, a la derecha o a la izquierda, los generales de pronunciamiento. Toman el poder en un proceso que se ha hecho clásico. Sociedades secretas, desterrados o agentes extranjeros interesados favorecen el desembarco en España de la personalidad elegida. El nuevo jefe conmina a las tropas, previamente trabajadas por la propaganda clandestina, a pronunciarse. Detenciones, amenazas, fusilamientos.
El gobierno regular tiene que manifestarse. Si es débil, triunfa el pronunciamiento. Si es fuerte, se lleva a cabo una breve depuración y se restablece el orden. Pero, a veces, la agitación toma la forma de una sublevación espontánea o de un motín urbano. Los organizadores se pierden entre la multitud. ¿Dónde están los jefes? En todo caso, no en el palacio real. Isabel nombra y disuelve los ministerios «a compás de rigodón». «¡Mi general bonito!», le llama a Serrano, su primer amante antes de ser su primer ministro.
Le gustan los hombres guapos y, para conocer sus talentos amorosos, los hace políticos. Los monárquicos, tanto como los republicanos, desprecian esa caricatura de Catalina la Grande, la cual, al menos, no mezclaba el amor con los asuntos del Estado. De esta suerte, el poder real va decayendo por falta de un príncipe digno de asumirlo, los generales de los pronunciamientos surgen y desaparecen como tiranos de opereta, la calle gruñe, el campo murmura, los hidalgos suspiran. Hay una izquierda y una derecha, pero ¿dónde están y quién las representa?
En todo caso, la huida de Isabel II abre para España una nueva era la era en que precisamente comienzan a enfrentarse esa izquierda y esa derecha que la reina deja atrás, o, más bien, los gérmenes de una España «negra» y una España «roja». El mismo año en que Isabel II pasa la frontera francesa, un diputado italiano, Giuseppe Fanelli, discípulo y amigo de Bakunin, llega a Madrid procedente de Parcelona. Va a fundar en España secciones de la Internacional de Trabajadores y hasta células de la Alianza bakuniniana.
En unos meses se hacen bakuninistas cien mil españoles, y España, como la Francia de la Commune, será campo de experimentación de la revolución mundial. Carlos Marx vigila atentamente, desde su chalet suizo, la evolución del movimiento español. Pero todavía es muy precario; y se limita a unos cuantos centros catalanes y andaluces.
Han de pasar veinte años antes de que exista un verdadero partido obrero. Sin embargo, ¡cuánto camino recorrido desde la muerte de Fernando VII!; del despotismo ilustrado al bakuninismo, aunque a la Internacional se haya adherido únicamente una ínfima minoría, que no tarda en ser acosada por el poder. De todos modos, hay que reconocer que la infiltración de la ideología rusa en España, o, más bien, esa inyección, en dosis infinitesimal, de un dogma nuevo, es un fenómeno mucho más importante que los amores de Isabel II con el linfático Puig Moltó.
Desde el regreso del Deseado a Madrid hasta la abdicación de Isabel II han pasado cincuenta años, que se han llevado dinastías, cuatro pronunciamientos, cinco constituciones y varias docenas de ministerios. Ya no hay América española. Se lucha en las fronteras, se lucha en el interior. Como en los tiempos de las taifas, provincias enteras se separan del poder central. La monarquía tiene miedo. Reprime ferozmente el motín o pacta con él. ¿Quién gobierna a España?
Pero esta crisis política indefinidamente prolongada es también una crisis de crecimiento. La voluntad popular, asfixiada por unos, traicionada por otros, quiere manifestarse. ¿Logrará hacerse oír? En realidad, esos rostros crispados por el odio o tensos por la esperanza que se vislumbra al resplandor intermitente de las revoluciones expresan la indecisión de un pueblo que ha sido engañado muchas veces. A la derecha, le hablan de orden y de esperanza eterna. A la izquierda, le prometen un mañana de libertad y de vida mejor. ¿A quién escuchar?