Entre Salamanca y Ávila, en la meseta de Castilla la Vieja, plantada acá y allá de oscuros álamos, un poblado se mira en la laguna azul: Fortiveros.
En la más pobre de las casas paredes encaladas, techo bajo de ennegrecidas vigas, Catalina de Yepes echa al mundo, el día de San Juan, al que ha de ser un día San Juan de la Cruz.
Al poco tiempo, Catalina enviuda. En busca de mejores medios de vida, se traslada con sus tres hijos, de corta edad, a Arévalo primero, a Medina del Campo después. Medina es por entonces una poderosa ciudad feudal y mercantil.
En torno a la plaza mayor se mueve todo un mundo: mercaderes, usureros, artesanos, mendigos y hasta bandoleros. Cuando llegan las grandes ferias, las principales ciudades de Europa mandan al mercado de Medina sus productos más raros y preciosos: sedas, porcelanas, piedras preciosas. Mercado de Las mil y una noches, primera visión del mundo.
Juan aprende a leer y a escribir en el colegio de la Doctrina. Después de vagabundear por las callejuelas malolientes y de jugar con los zagalillos de su edad en los fosos del castillo de la Mota, ahora va a conocer la triste miseria física. Al mismo tiempo asiste al colegio de los jesuitas.
A los veintiún años profesa en el Carmelo, en el convento de Santa Ana de Medina del Campo. A los cuatro años de haber tomado el hábito, sus superiores le mandan a la Universidad de Salamanca a estudiar teología.
Allí, en tres años, se elaboran su oficio de escritor, su estética, su actitud intelectual y filosófica. Nuevas lecturas, las lecciones de sus maestros ¿recibiría lecciones de Fray Luis de León?, el contacto con los estudiantes y las conversaciones familiares que sostiene con ellos contribuyen a formar el genio del futuro San Juan de la Cruz.
Esta brillante cabeza hubiera podido aspirar a un gran porvenir universitario. Pero no le interesa. Apunta, ya, más alto. Renuncia al anillo de oro y al birrete de doctor en teología y deja Salamanca, la dorada y fastuosa ciudad de los cien palacios blasonados, para volver a Medina del Campo. Ordenado sacerdote, no desea más que una cosa: la celda, el sayal y la cogulla blanca de los cartujos.
Pero conoce a Teresa de Jesús. Desde este momento decisivo, Juan de la Cruz se consagra por entero a la reforma del Carmelo. Ya era hora de aplicar el hierro a la llaga. Un siglo antes, la peste negra, venida de Asia, había diezmado a Europa. ¿Sería esta espantosa prueba una de las causas de la disipación y del abatimiento que sucedieron al terrible azote y que contaminaron hasta a los conventos del Carmelo?
En los claustros moría la piedad. En vez de la oración, acres disputas. Al mismo tiempo, el gran cisma de Occidente había roto la unidad de la Iglesia. El antagonismo de los dos papas rivales se reflejaba en las órdenes religiosas, cuyos generales invocaban, unos al papa de Roma y otros al de Aviñón. Esta situación intolerable determinó al papa Eugenio IV, más de un siglo antes de nacer Juan de la Cruz, a promulgar la bula de mitigación, que suavizaba mucho la regla del Carmelo.
El Santo Padre pensaba, sabiamente, que había que adaptarse o morir. De todos modos, se produjo la decadencia de la Orden de San Alberto, y, a pesar de algunas aisladas tentativas de reforma, arrastraba cada día más hacia el fondo el viejo navío carmelita.
En esto piensa, de seguro, Juan de la Cruz, camino de Duruelo, pequeña aldea situada a orillas del río Almar, a unos cincuenta kilómetros de Ávila. Allí se viste el nuevo hábito del Carmen descalzo, cortado y cosido por las propias manos de Teresa de Jesús: una sotana de basto sayal, un escapulario, una capa blanca, todo ello ceñido con un cinturón de tres dedos de ancho.
Se funda en Pastrana el segundo convento, en una gran cueva abierta en la misma roca, amarilla y ocre, debajo de un palomar. Otro en Alcalá, en mitad de una llanura glacial expuesta a todos los vientos. Después, Teresa le llama a Ávila, a su lado.
Pasan cinco años, durante los cuales se van multiplicando los conventos de la reforma. La austeridad, la perfecta dignidad de vida y el extraordinario fervor de los descalzos atraen a hombres distinguidos y de talento, seducidos por el carácter evangélico y la austera grandeza de la nueva observancia.
Y, además, se observa el contraste entre el heroico esfuerzo de los reformados y las muelles rutinas de los mitigados. Estas comparaciones molestan y acaban por preocupar a los señores de la Orden. ¡Basta ya de escándalo! Cogen a Juan de la Cruz y le conducen, maniatado, a Toledo.
El convento de carmelitas mitigados de Toledo, al este de la ciudad, domina el puente de Alcántara. El rugiente Tajo se ciñe como una serpiente a la fortaleza sarracena. Nubes fuliginosas corren en un cielo de Apocalipsis. Juan de la Cruz recuerda las palabras de Teresa: «En mi vida vi cosa más seca para el gusto que esa tierra de Toledo.»
Ese gusto áspero y amargo tendrá Juan que mascarlo mucho tiempo, durante sus nueve años de cautiverio. Todos los días baja al refectorio para que le azoten. Alternan golpes y sarcasmos con falaces promesas. «Si renuncias al Carmelo reforma do, serás prior.» Los frailes, en ronda, le pegan cada uno un latigazo. «¡Lima sorda!», le gritan. ¡Oh caridad cristiana! Mas ¿qué pueden los intentos de seducción, los tratos infamantes, las flagelaciones, contra la voluntad de hierro y la inflexible dulzura del preso?
No retrocederá, aunque le cueste la vida. Es bien sabido que los mitigados, más que contra la reforma misma, iban contra la persona de Juan de la Cruz y, a través de él, contra Teresa de Jesús esos dos posesos del amor divino. Pero de la tenebrosa cripta se eleva una columna de luz. Juan compone en su calabozo las primeras estrofas de su Cántico espiritual. Al mismo tiempo, no lejos del monasterio, el Greco termina su cuadro El expolio. Doble surtidor de fuego en el negro desierto toledano.
Juan de la Cruz se evade del convento. Al poco tiempo, Felipe II, bien informado por fin sobre el asunto del Carmelo reformado, encarga al nuncio de darle una regla. Los reformados obtienen justicia y pueden practicar libremente su observancia dentro de la provincia que les es asignada. Cuando Juan de la Cruz sale del calabozo de Toledo, es nombrado prior del convento del Calvario en las fuentes del Guadalquivir.
Antes de trasladarse a su nueva residencia, se detiene en Beas del Segura. Y ya tenemos a este mártir de rostro renegrido en la dulce tierra andaluza. Un vientecillo fresco baja de la Sierra de Síncola y de Sincolluela, Florece el almendro. En esta «soledad sonora», Juan concierta su alma con la música de la sierra. Termina el Cántico y da los primeros toques a sus tratados.
Al atardecer se encamina hacia Beas, por un sendero de mulas, para departir con sus hijas espirituales sobre «cosas de este mundo y del otro». Silencio al que acompaña el murmullo de los arroyuelos y que quiebra el galope de un caballo andaluz.
Después de un breve rectorado en Baeza, Juan de la Cruz es nombrado prior de los carmelitas de Granada. Allí termina la Subida al Carmelo y Noche oscura del alma, y allí compone Llama de amor viva.
El convento de los Mártires está situado en un alto. Juan de la Cruz puede ver desde su celda la inmensa vega granadina atravesada por la línea de plata del Genil. A lo lejos, Sierra Nevada. Más cerca, la Alhambra roja y oro, el Mirador del Generalife, los jardines mareantes de aromas.
Alrededor de la ciudad mora crecen profusamente las chumberas y los mirtos. En este paisaje africano libra Juan de la Cruz su último combate contra sí mismo castiga duramente su cuerpo y por el triunfo de la reforma del Carmelo.
Muere Teresa de Jesús. Es elegido provincial del Carmelo reformado el padre Doria. El nuevo vicario el hombre de Felipe II ha jurado la perdición de Juan de la Cruz. Para ello, todos los medios serán buenos, hasta los traicioneros. Juan de la Cruz, abrumado por su carga, minado por las penitencias, resiste.
Ha pasado de Granada a Segovia, su último priorato y cima de su pensamiento. Pasa las noches en oración, acostado en el suelo, con los brazos en cruz bajo los castaños de Indias. No duerme. Apenas se alimenta. Un gran apetito de muerte exalta ese cuerpo flaquísimo y llagado. Es como un cuerpo rendido, sin alimento, con el corazón transido de gozo. Ha llegado ya a ese universo al que no podemos seguirle.
El grito de las cornejas y el murmullo del río orquestan su gran sueño español de martirio y de sangre.
Un breve del papa Sixto V fija el nuevo estatuto de la reforma. Consagra la independencia de los descalzos, pero con reservas que, a fin de cuentas, destruyen el espíritu teresiano. El Carmelo y los carmelitas quedan subordinados a un consejo de religiosos encargado de vigilar y de disponer la distribución de los frailes en los conventos.
La regla férrea que quería Teresa es sustituida por otra más suave, más administrativa. Del arrobamiento místico se pasa a una organización política. Doria, realista frío encarnizamiento rencoroso o instrucciones del Escorial, quiere, al parecer, destruir hasta el recuerdo de Teresa de Jesús.
Pero Juan de la Cruz hace frente a la tormenta. No ceja en proclamar y recomendar sus principios: piedad en primer término, penitencia, amor de Dios. Esa voluntad de mármol, esa alma que se niega a doblegarse irrita sobremanera a los perseguidores de Juan de la Cruz. ¡Hay que aplastar a ese indomable frailecico que eleva sobre su cabeza, como una hostia, la reforma primitiva!
Pero ¿qué se le puede imputar? ¿De qué delitos se le puede acusar? Pues el enemigo es él, y es a él a quien quieren confundir y condenar. Harán callar a ese insensato que, al frente de sus adeptos ya viejos una Ana de Jesús, un Fray Luis de León cargado de años desafía al gobierno de la Orden. Es necesario. Dios lo quiere.
Un Capítulo reunido en Madrid decide impedir que Juan de la Cruz ejerza influencia alguna. Le despojan de sus cargos y de sus dignidades y le ordenan retirarse al desierto de la Peñuela. El grandioso drama toca a su fin. A los pocos días de llegar a Peñuela, Juan de la Cruz es trasladado, gravemente enfermo, al convento de San Salvador, en Ubeda, la antigua plaza fuerte de los moros, que es ahora una ciudad «pobre y preciosa».
Allí reciben al moribundo con una frialdad hostil. ¿Van a comprometerse? La verdad es que este hombre está predestinado a la persecución. Pasan tres meses. Juan de la Cruz se va a morir. El vendaval del Norte azota fuertemente la puerta del monasterio. Un rayo surca de parte a parte el ahora fúnebre cielo andaluz. ¡Diciembre en Úbeda! Unos gitanos, con sus abigarrados carros, acampan cerca del moribundo y se ponen a cantar para distraerle de sus sufrimientos.
Pero Juan de la Cruz los aparta con la mano, pues no tiene por cosa razonable amenizar con música los dolores que Dios le dio. Mientras una negra lluvia humilla las entecas matas de Sierra Morena, el mártir corona su experiencia. El prior y toda la comunidad, conmovidos al fin, esperan, quietos. El vago resplandor de una humeante candela da un relieve de aguafuerte a ese grupo de frailes españoles de rostros como tallados en boj.
En el momento en que tocan a maitines, Juan de la Cruz, ya liberado de la noche, ve amanecer el amor eterno. El alma, al llegar a la meta de su vuelo místico, se separa, de un violento tirón, del cuerpo crucificado. Dios la recibe y se une con ella.
Juan de la Cruz murió solo. Pero ¿acaso no fue, toda su vida, el príncipe de la soledad? Solo en el seno del Carmelo, solo entre los hombres, solo ante la faz de Dios. Como todos los seres impulsados por imperiosos designios, no puede esperar ayuda de nadie.
Solo avanzará por el camino tenebroso, seguido de lejos por una tropa vacilante y aspeada que se dispersará en la primera encrucijada. Ese porte regio, ese andar soberano, esa mirada triste y grávida que envuelve el mundo, lo conocemos bien. Así iba Jesús, aquel otro solitario, por los caminos de Galilea.
Pero Juan de la Cruz no es simplemente el hombre del silencio. Casi sin que él lo quiera, siente el impulso de la acción. Ha inventado una técnica que permite al alma elevarse hasta la comprensión de Dios. Enseñará esta técnica y la propagará, arrastrará tras él a la humanidad. Juan de la Cruz es el educador de las almas «principiantes». A las almas reacias, perezosas, las fustiga, las sacude, las maltrata. Les impone, a veces con rudeza, su doctrina de hierro.
¿Y cuál es su doctrina? Hacer el vacío dentro de sí mismo y, con un amor inefable como único viático, lanzarse al espacio espiritual. Ya está el alma en camino. Primero se sumerge en la «noche activa», la del entendimiento y los sentidos. Se destruyen los apetitos físicos, se anulan las facultades intelectuales.
El alma pasa entonces de la meditación a la contemplación. Ya se forzó la puerta estrecha, ya pasó el alma el umbral místico. Mas, detenida apenas a celebrar el final de la liza, se encuentra el alma en otra noche, la segunda, mucho más negra aún que la primera. Es la «noche pasiva». En el instante mismo en que Dios la penetra, el alma siente la impresión de ser abandonada. Este marasmo, esta languidez….
Hay que volver a empezar, ¡tan cerca ya de la meta! Los enemigos que el alma creía vencidos se van incorporando uno tras otro. La acometen antiguas tentaciones, y de las más inmundas. Dios está lejos, y el alma sin apoyo. ¡El horror del vacío! Y «naide en la montiña». Nada más que los «mugidos espirituales» de esa alma humillada en el silencio de la noche oscura.
Pero ya modulan su cántico patético los preludios del éxtasis. Repique anunciador de los esponsales místicos. El alma se clava como una saeta en la divina presa. Exige y recibe el amor de Dios. Más aún: absorbe a su Señor y se identifica con él. Participa de la Divinidad. Mientras el cuerpo queda inerte, en una confusa aspiración a la muerte, el alma es aspirada por Dios y Dios por el alma.
Juan de la Cruz no quiere decir nada de esa aspiración abisal que consagra la fusión total de Dios y del alma. «Veo claro que no lo tengo de decir y parecería menos si lo dijese.» El viaje solitario del alma hacia un Dios solo, al mismo tiempo que la andadura dialéctica del pensamiento sanjuanista, acaban en una llamarada y en silencio.
El alma, extenuada de gozo, calla. Y el proscrito de Ubeda, que acaba de rimar su último canto en la gloria putrefaciente del otoño andaluz, deja caer la pluma. Apenas se oye su voz, que está muriendo. Mas la «sombra deslumbrante de Dios», como un rayo postrero del sol poniente, envuelve poco a poco al moribundo vestido de sayal. Juan de la Cruz ha terminado su camino. El alma ha llegado.