Dos años antes, José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange, había dirigido al general Franco una larga carta en la que le exponía sus esperanzas y sus temores. Terminaba invitándole a enfrentarse con lo «inevitable».
Lo inevitable ha llegado. Esa guerra atroz que todos los españoles presentían ha comenzado ya. Y nada permite esperar que sea corta.
Desde el principio del conflicto se puede discernir en qué campo se situarán los partidos. El gobierno republicano puede contar con los cuatro partidos burgueses: Izquierda Republicana (Azaña), Unión Republicana (Martínez Barrio), Izquierda Catalana (Companys) y los Nacionalistas Vascos. Contará además con los partidos obreros: Partido Socialista (Largo Caballero y Prieto), Partido Comunista (Díaz), Partido Socialista Unificado de Cataluña, Comunistas trotzkistas (el POUM) y anarquistas (Federación Anarquista Ibérica). Además, las dos grandes organizaciones sindicales: UGT – Unión General de Trabajadores y CNT – Confederación Nacional del Trabajo, socialista la primera y anarquista la segunda.
Detrás de Franco se agrupan, inmediata o progresivamente, la CEDA (Gil Robles), Acción Popular (movimiento católico), los Agrarios (Martínez de Velasco), Renovación Española (Calvo Sotelo), la Falange (José Antonio Primo de Rivera) y los Carlistas. El partido Radical (Lerroux), el Conservador (Maura) y el Liberal Demócrata (Melquiades Álvarez) no tomarán parte en la lucha.
Pero en realidad, la posición de los partidos y de los grupos políticos de España ante la guerra civil no está tan delimitada. Entre ellos hay muchas divergencias. En el campo republicano, los partidos de extrema izquierda no separan la guerra de la revolución, mientras que la Esquerra y los nacionalistas vascos piensan que no se debe reformar el régimen hasta después de haber ganado la guerra. Los comunistas niegan que, al luchar contra Franco, persigan un objetivo político.
Es absolutamente falso aseguran que la lucha tenga por objeto implantar una dictadura del proletariado una vez terminada la guerra, y que ellos, los comunistas, intervengan en la guerra por una razón social, sino, únicamente, por defender a la República. Análogas diferencias se manifiestan en el campo adversario. Entre los generales, los hay que están pura y simplemente por la dictadura; otros los principales: Sanjurjo, Mola, Varela desean la reinstauración de la Monarquía, pero ¿cuál? ¿Alfonso XIII o Alfonso Carles? La Monarquía, por voz de Alfonso XIII, aprueba la acción de Franco, y el hijo de Alfonso XIII, don Juan, le ofrece sus servicios en la Marina.
La Falange vigila. Ahora sabe lo que quiere. Tiene una doctrina. Sus filas aumentan de día en día, engrosadas por los oportunistas y por los refractarios a la Monarquía. Pero necesita un jefe. José Antonio está preso en Alicante por orden del gobierno republicano, que le fusilará ent noviembre. El general Sanjurjo muere el 20 de agosto en un accidente de avión, cuando se dirige de Lisboa a Burgos.
Poco después le ocurre lo mismo a Mola. Queda el puesto libre para Franco, que acaba de entrar en Burgos. La Junta militar le proclama jefe supremo del Estado español. Ya está resuelto el problema de la jefatura, a la vez que se incorpora a la historia de España la palabra «franquista».
La Falange ha llegado a ser la palanca moral del Movimiento, pero su instrumento esencial sigue siendo el ejército. A falta de la superioridad numérica, Franco tiene contra el adversario una importante ventaja: casi todos los cuadros militares están bajo su bandera. Lo mejor del ejército los regimientos marroquíes o «Regulares», la Guardia Civil y, sobre todo, el Tercio, la Legión Extranjera, oficiales entrenados e instruidos, suboficiales disciplinados: esto asegura el arranque de la sublevación. En realidad, el arranque es lento y, al principio, sufre no pocos fracasos.
La Marina y casi toda la Aviación están del lado gubernamental. El ejército republicano, valiente y entusiasta, está concebido con arreglo al modelo opuesto. Sus generales Hernández, Sarabia, Asensio, Miaja, Riquelme no carecen de valía ni de valor. Pero los oficiales subalternos son pocos o improvisados. Azaña dijo a un visitante extranjero, señalando por la ventana de su despacho a los cuarteles tomados a los nacionales: «Todo eso lo hemos tomado con cuatro oficiales de artillería.»
El ejército de Franco está compuesto sobre todo de hombres habituados a la técnica de los combates. Más adelante se sumarán a él voluntarios y movilizados. Pero el frente del Norte lo defienden requetés, o sea campesinos que, igual que en los tiempos de las guerras carlistas, han bajado de las montañas con sus curas, sus cruces, sus escopetas y sus banderas: «Por Dios y por el Rey.» El ejército republicano está formado principalmente por milicianos. ¿Por qué? Porque el gobierno, en nombre de los principios y por respeto al mito anarquista, se resiste a movilizar.
Ser miliciano, muy bien, pero no soldado. Giral, el nuevo presidente del Consejo, movilizó doce quintas, pero estas tropas resultaron pronto insuficientes. Las organizaciones obreras pese a su culto por la indisciplina acaban por comprender que en esta guerra se juegan sus libertades. Se organizan en batallones, en columnas aisladas. Sumariamente armados, con una instrucción improvisada, esos guerrilleros acaban por formar un ejército. Las dos partes enfrentadas saben que no se trata de un pronunciamiento más, ni de una simple colisión entre el ejército y el pueblo.
Por otra parte, desde Prim y Pavía, la gente ha cambiado, las palabras también. Hoy el ejército republicano procede del pueblo los marineros y los contramaestres han suprimido a sus oficiales y han asumido sus puestos y el pueblo no es ya una entidad sentimental, sino una agrupación humana a la que los sindicatos y los partidos han enseñado a pensar en político. Nadie tiene ganas de bromas. No se trata de un entreacto de opereta. Es la guerra. Habrá, sí, momentos de tregua y zonas a las que no llegará la guerra.
En algunas partes del territorio español no caerá ni una bomba de avión y, a veces, la guerra de España se parecerá más a las guerrillas contra Napoleón que a una guerra moderna. Los frentes serán discontinuos. Durante la campaña de 1938 no habrá entre Toledo y Sevilla más de mil hombres en línea, en ambas partes. Y no faltan episodios pintorescos, como el de la toma de Sevilla por el general Queipo de Llano republicano que se suma a última hora a Franco.
Gracias a su conocimiento del dialecto andaluz y a su jovialidad, se apodera de la emisora de radio con la única ayuda de un oficial y de dos o tres guardias civiles. Media docena de moros recién desembarcados de Marruecos recorren la calle de las Sierpes agitando sus fusiles y gritando para hacer creer que son la vanguardia de una importante columna.
Gracias a esta estratagema, Queipo domina Sevilla hasta que llegan refuerzos marroquíes, transportados por avión a la costa andaluza en pequeños grupos de una docena de hombres. Pero estos incidentes divertidos son raros. La guerra civil española no será una «drôle de guerre»…
Desde el comienzo de las hostilidades, Franco se encuentra ante un importante problema estratégico, planteado por la disposición geográfica del campo de batalla. Además de Marruecos y de las islas españolas, ocupa en la Península, por una parte, Galicia y Castilla la Vieja; por otra, el litoral andaluz, Algeciras y Huelva.
Estas dos zonas no tienen otra comunicación que a través de Portugal. A Franco le urge, pues, unir el Norte, donde manda el general Mola, con el Sur, en manos del general Queipo de Llano. Y, lo primero de todo, llevar refuerzos de Marruecos a España. Pues, para empezar, los contingentes de que dispone Franco son escasos: cinco divisiones en la metrópoli en Zaragoza, Burgos, Sevilla, Valladolid y Galicia y 34.000 hombres en Marruecos de ellos, 9.000 indígenas.
Lo primero que hace falta para toda operación terrestre es dominar el estrecho de Gibraltar. Ahora bien, la marina, que ha permanecido fiel, casi en su totalidad, al gobierno regular, monta la guardia, y Franco no dispone de una aviación suficiente para transportar sus fuerzas por vía aérea. Compra aviones a Inglaterra, probablemente por medio y gracias a los fondos de Juan March, el rey del tabaco, amigo de la Falange. Una escuadrilla italiana, al mando de Rossi, toma como mando Mallorca.
Por otra parte, las autoridades de Tánger exigen a la escuadra republicana que se aleje del Estrecho. De este modo, Franco puede establecer un puente aéreo entre Marruecos y Algeciras, bajo la protección de los bombarderos italianos. Los ingleses de Gibraltar cierran los ojos. Así gana Franco la batalla del Estrecho.
La libertad de paso por el mismo para las tropas del que llamarán el Caudillo por analogía con el Duce italiano es de capital importancia. Esto le permitirá derramar sobre España el torrente de sus batallones marroquíes. No será, pues, el Norte el que establecerá contacto con el Sur, sino el Sur el que irá en ayuda del Norte. La columna marroquí del general Yagüe irrumpe en Sevilla, firmemente dominada por Queipo de Llano, y entra en Extremadura.
Una parte de la población, enloquecida, huye al cercano Portugal, que la obliga a volver a España. Las tropas de Yagüe se paran algún tiempo ante Badajoz. La ciudad se defiende furiosamente. Pero tiene que rendirse. Las pérdidas republicanas son graves. Mientras Yagüe limpia Badajoz, Queipo de Llano, con el celo de los conversos nuevos, sostiene la moral de los combatientes con su charla radiofónica de cada noche.