Prescindamos por un momento del hilo de la cronología. Y, entre esos fantasmas errantes por los calveros neustrianos, elijamos uno de los mejores. ¡Que nos aparte por algún tiempo de las querellas visigóticas! Pero ¿se puede llamar fantasma a la triste Gelesvinta?
Cuando Atanagildo, rey de España después de derrotar a Argila, traslada su capital de Barcelona a Toledo, ya está pensando en entenderse con los merovingios. La muerte de Clotario, hijo de Clodoveo, le proporciona la ocasión. El rey franco tenía cuatro hijos: Ghilperico, Sigeberto, Hariberto y Gontran. Ghilperico heredó la parte de su padre, o sea el reino de Soissons, o Neustria, limitado al Norte por el Escalda y al Sur por el Loira.
El reino de Oriente o Austrasia, que comprendía Auvernia, el nordeste de Galia y Germania hasta las fronteras de los sajones y de los eslavos, correspondió a Sigeberto, mientras que Hariberto y Gontran quedaron dueños, respectivamente, del reino de París y del reino de Orleáns.
Atanagildo tuvo dos hijas: Brunequilda y Gelesvinta. A la primera la pidió en matrimonio Sigeberto, celebrándose las bodas, con gran pompa, en Metz. Después, Atanagildo puso los ojos en Ghilperico, vecino suyo, puesto que reinaba en los Altos Pirineos. El monarca español no paró hasta tener de aliado al vecino y de yerno al aliado.
Ghilperico aporta en dote «don de la mañana» las ciudades limítrofes de la frontera y Atanagildo cede, con su hija, carros enteros de objetos de oro y plata. Pero no ha pensado en consultar a Gelesvinta.
Cuando los embajadores francos se presentan ante la prometida de Ghilperico, se encuentran con una doncella deshecha en lágrimas, estrechamente abrazada a su madre. ¿Por qué ha de abandonar Toledo, a su familia, su palacio, por aquella ciudad de Ruán, donde llueve mucho y el cielo es gris? De nada sirve asegurarle que su hermana es feliz con Sigeberto.
La felicidad de Gelesvinta se encierra entre las murallas toledanas y no se atreve a decirlo muy alto el príncipe que le destinan no la impresiona nada. No es tan inocente como para no entender lo que, en torno a ella, cuchichean las criadas. Ghilperico es un calavera. Bebe hasta perder el juicio y cambia de mujer según su capricho. ¿Será más fiel a Gelesvinta?
De todos modos, hay que partir: lo exige el rey. Y un largo séquito de jinetes y de carros se dirige hacia el Norte. Atraviesa el Tajo y toma el camino del reino franco. Atanagildo, después de acompañar por algún tiempo al cortejo, se vuelve a Toledo. La reina no ha tenido valor para volverse. No quiere dejar todavía sola a su hija. Sigue con los demás. Pero llega el momento de la separación. Un último abrazo.
Una última recomendación: «¡Ten cuidado, hija mía!» Antes de subir al carro para volver a Toledo, la reina sigue con la vista al que tan lejos de ella va a llevar a su hija. Se va tornando cada vez más pequeño en el horizonte, hasta que gira bruscamente y se pierde en el polvo.
La comitiva de señores visigodos y embajadores francos se interna en las montañas. Días y noches avanza lentamente por senderos salvajes, bordeando negrísimos abismos. Después salen al llano, oreado por la fresca brisa del mar. Narbona, Carcasona, Poitiers, Tours…
A las puertas de las ciudades, Gelesvinta se apea del grosero carro de los godos para subir a un carruaje de desfile, decorado con placas de plata y alto como una torre. Pueblo y nobleza aclaman a la princesa. Su pena ya no es tan lancinante. ¿Qué mocita de sus años se mostraría insensible a tales homenajes?
Ghilperico arde en deseos de conocer a su prometida, ahora que él es libre, pues ha roto con sus favoritas. Lo más duro ha sido repudiar a Fredegunda, que, sin embargo, recibió el despido sin proferir un solo reproche. La única gracia que solicitó fue seguir como esposa a la manera germánica, viviendo en palacio en simple calidad de criada. ¿Cómo negarle esto?
Gelesvinta rinde viaje en Ruán, que arde en preparativos del festejo. La está esperando Ghilperico, Ese mozo fuerte y bien parecido, aunque un poco basto, no le es antipático. A los pocos días, se celebran las bodas.
Señores y simples soldados de Neustria, formando un semicírculo en torno a la pareja regia y blandiendo las espadas, juran fidelidad. Ghilperico, la mano sobre un relicario, se compromete por su parte a conservar siempre por mujer a Gelesvinta. Y, a la mañana siguiente, ante notario, el rey de Neustria hace donación a su esposa, «por cariño de amor», con el nombre de dote y morganeghiba don de la mañana, de las cinco ciudades prometidas: Burdeos, Cahors, Limoges, Bigorre y Bearne. Y el nieto de Clodoveo, siguiendo la costumbre de los germanos, echa unas briznas de paja sobre las trenzas de la tímida Gelesvinta.
Durante varios meses, los soberanos de Neustria viven días felices. Una felicidad que tiene el color y el gusto de una luna de miel. Es dulce y buena. El mozo es fuerte y sus salvajes arrebatos, aunque un tanto terroríficos, no son como para desagradar a la frágil princesa.
Pero Ghilperico acaba por cansarse de esta mujer demasiado dócil. Se aburre. Su apetito brutal necesita alimentos más salpimentados. Recuerda con añoranza a la hábil Fredegunda. Se cruza con ella cada día en los pasillos, sumisa y con los ojos bajos. No necesita fijarlos en los del rey para adivinar que su hora está cercana y que su paciencia y su duplicidad serán recompensadas.
Una noche, Ghilperico no se contiene más. Agarra a Fredegunda por la muñeca, se la lleva a su cuarto, la echa sobre la cama… Al día siguiente, ha vuelto a ser su concubina.
Gelesvinta no dirige ni un reproche a su inconsciente esposo. Ni un insulto a su rival, que, muy oronda por su triunfo, la mira de arriba abajo. Se limita simplemente a pedir a Ghilperico, en términos muy nobles y como quien solicita una merced, que la deje libre. ¡Quédese con sus ciudades y hasta con la preciosa vajilla traída de Toledo!
Ella no desea más que volverse con sus padres. ¿Es remordimiento o miedo al escándalo? El caso es que el príncipe franco se opone con grandes gritos al propósito de Gelesvinta. De rodillas ante la frágil esposa, le suplica que le perdone. Le perdona. Pero, una mañana, el palacio se llena de clamores. La reina Gelesvinta ha muerto estrangulada.
Ghilperico finge desesperación. Llora, se lamenta. Mas, al poco tiempo de enviudar, reintegra a Fredegunda sus prerrogativas de esposa y de reina. A todo esto, el crimen del rey de Neustria ha horrorizado a la corte y al ejército. Creen ver en ciertos presagios el testimonio de la ira divina.
El día de los funerales de Gelesvinta, una lámpara colgada encima de su tumba cayó bruscamente del techo y se hundió, sin apagarse, en la losa de mármol. El lúgubre choque de la lámpara contra el pavimento y su eco bajo las bóvedas resonaron como un presentimiento.
Y sin embargo, Fredegunda proseguirá, sin que sobre ella caiga la venganza del cielo, una carrera brillante y feroz. Prodiga los actos de crueldad, al mismo tiempo que da pruebas de un raro genio político. Y el asesinato de Gelesvinta no pasa a ser uno de los numerosos incidentes con los que la ardorosa Fredegunda engalana de púrpura la sombría historia merovingia.