Un rey demasiado indeciso: Alfonso XII. un general demasiado resuelto: Primo de Rivera

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Al llegar a la mayoría de edad, es proclamado rey de España Alfonso XIII. Los veinte primeros años de su reinado transcurren bajo un cielo tormentoso. En el exterior, España, apenas curada de sus heridas americanas, sufre una nueva derrota en Marruecos. Mientras las relaciones entre la Triple y la Entente se tornan tirantes, el joven rey cuya persona goza de todas las simpatías se entrevista sucesivamente con Eduardo VII, Loubet y Guillermo II.

Clara demostración del empeño de España en permanecer neutral en el conflicto que todo el mundo cree inevitable. Su casamiento con la princesa Victoria Eugenia de Battenberg, nieta de la reina Victoria de Inglaterra que transmite a su descendencia la terrible enfermedad de la hemofilia, obedece a ese mismo deseo de contentar a todo el mundo. En realidad, no contenta a nadie y ninguno de sus aliados del momento se deja engañar por esos vaivenes: un paso hacia Francia, un paso hacia Alemania, un paso hacia Inglaterra. En el interior no reina la tranquilidad. Los movimientos separatistas van tomando importancia.

El sindicalismo obrero se orienta hacia la anarquía y no vacila en pasar a la acción directa. En Barcelona, la «Semana trágica» acaba en sangre. Los discursos de Alejandro Lerroux son invitaciones a la matanza: «Quemad los registros de la propiedad. Levantad el velo a las novicias y elevadlas a la categoría de madres.» El incidente más grave es la ejecución de Francisco Ferrer, militante anarquista y director de la Escuela Moderna.

A pesar de la campaña emprendida en el mundo entero en favor suyo, es ejecutado. Esto produce una gran conmoción en España y en el extranjero. Los elementos socialistas erigen a Ferrer en mártir de la intolerancia y de la tiranía. La izquierda le deifica.

1914… Sarajevo. El mundo tiene los ojos puestos en el Rin. Ha comenzado la Gran Guerra. España permanecerá neutral, aunque algunos dicen que el rey siente una secreta inclinación hacia Alemania. Pero también ama a Francia, y los franceses le adoran desde aquel día en que, al salir ileso, por un pelo, de un atentado, se puso de pie en su calesa y exclamó impertérrito: «Vive la France!» Y ahora esta otra frase pronunciada en 1914: «A Francia no la queremos más que la canalla y yo.» Oficialmente, Alfonso XIII adopta una política «humanitaria».

Organiza en palacio un servicio de ayuda a los prisioneros y a los heridos para facilitar la recepción de cartas y paquetes, esperando hacerse popular en los dos campos. Propone a los jefes de Estado que acuerden una tregua cada día para atender a los heridos. Pero, al mismo tiempo, el ejército español y sobre todo la marina, muy germanófila, ayuda a Alemania siempre que puede. Los submarinos de la Kriegsmarine encuentran abrigo y avituallamiento en las costas españolas, y Madrid es un centro de espionaje.

En compensación, un cuerpo de voluntarios catalanes sube hacia el frente de Francia. Son de la misma raza que Joffre, que, en las primeras semanas, para en el Marne la invasión alemana. En cuanto a la burguesía española, la guerra la enriquece. Llueven pedidos a las fábricas de tejidos, a las curtidurías, a las fábricas de conservas. Los salarios aumentan en un 50% y los beneficios en un 500%. Desearían que esta productiva guerra durara mucho tiempo.

Mientras tanto, la crisis interior se agrava. La prosperidad económica derivada de la abundancia de pedidos extranjeros, ese olor a pólvora que viene de los Pirineos, esa neutralidad de fachada tras la cual asoman preferencias, son motivos muy propios para excitar el espíritu revolucionario.

La agitación política llega al ejército, en el cual se forman unas juntas que no tardan en ser más fuertes que el gobierno. Cataluña intenta organizarse en provincia autónoma y crea una Mancomunitat. Por primera vez en España hacen causa común republicanos, catalanistas, socialistas e intelectuales. Menudean las huelgas, los obreros se cruzan de brazos, los trenes no salen. Las fuerzas del gobierno disparan contra los huelguistas. Un trueno: la revolución rusa. «¡Viva Lenin!», gritan los campesinos españoles, que reclaman el reparto de tierras.

Otro trueno: la derrota española en Marruecos. El rey, apasionado por la estrategia de gabinete, había dado orden al general Silvestre, gobernador de Melilla, de que se dirigiera a la bahía de Alhucemas atravesando el Rif, sublevado entonces por Abd el Krim. «Llegaré a la base el día de Santiago», telegrafió Silvestre a Alfonso XIII.

En el camino se encontró con los moros, que infligieron al ejército español una derrota sin precedentes: doce mil muertos, entre ellos el propio general, y mil quinientos prisioneros. Cuando el rey se enteró de que el jefe árabe exigía un rescate de cinco millones de pesetas por libertar a los prisioneros, exclamó: «¡Caramba, qué cara está la carne de gallina!»

La catástrofe de Marruecos no afectó mucho a Alfonso XIII. El director del casino de Deauville, que necesitaba una primera figura para atraer a la clientela, le invitó con todo pagado. ¿Por qué no había de ir? Y fue, cuando España estaba en duelo por sus infortunios. Cada día baja un punto la popularidad del rey. Ese niño mimado, con maneras de caballero pero de alma frívola, no gusta ya a la masa. Blasco Ibáñez ha contribuido a «desenmascararle».

Además, la situación interior es difícil. Ya no hay más que dos fuerzas opuestas: el proletariado y el ejército. En cuanto al Parlamento, es impotente, atacado por la actividad de los clanes y la sorda erosión de la anarquía. El rey, después de vacilar mucho tiempo, opta por la solución militar, esperando el triunfo del orden. Da el poder al general Primo de Rivera, hombre bueno en el fondo, excelente orador y con cierto prurito de amante de las letras, carente de sentido político pero no de valor.

Primo de Rivera disuelve el Parlamento y sustituye el gobierno constitucional por un Directorio militar. Lo primero que hace es enfrentarse con el problema marroquí y resolverlo. El mismo desembarca al frente de sus tropas en la bahía de Alhucemas, derrota a los rebeldes rifeños con la ayuda francesa y obliga a Abd el Krim a pedir la paz. La rendición del jefe. marroquí y la pacificación de Marruecos afianzan el prestigio personal de Primo de Rivera, al mismo tiempo que mejoran las relaciones franco-españolas. En efecto, se firma un tratado en virtud del cual las tropas francesas de África, en caso de guerra con Alemania, podrán pasar por España.

En la política interior, Primo de Rivera es menos afortunado. La divisa del lugarteniente de Alfonso XIII se resume en tres palabras: «Patria, religión, monarquía.» Su programa social es generoso hasta la utopía. En su fuero interno, no ignora que es irrealizable. Se acabaron las luchas de clases: unos comités paritarios se encargarán de arreglar los conflictos entre el capital y el trabajo; mejoramiento de la situación de los obreros, reforma agraria. En fin, intenciones excelentes.

Proyecta un vasto plan de fomento de la producción. Pero ¿cómo realizarlo en un país políticamente dividido? Pues esos veinte millones de habitantes instruidos, comprensivos, laboriosos, tolerantes, inspirados en el fuego divino del amor y de la doctrina de Cristo, de que habla Primo de Rivera en un artículo famoso, no existen más que en su imaginación. En realidad, están separados por enconados rencores. A imitación de Mussolini, y aunque él niegue que lo tome por modelo, Primo de Rivera ha creado un partido único: la Unión Patriótica formado en su mayoría por sus partidarios y por los caciques locales, sin haber suprimido el Partido Socialista y la Unión General de Trabajadores, que vegetan.

Los anarquistas son eliminados. En cuanto a los republicanos, emigrados en gran parte, se limitan a una oposición periodística. El más famoso es Blasco Ibáñez, refugiado en Francia, desde donde manda a España escritos que mantienen el rescoldo revolucionario. La disolución de la Mancomunidad y la prohibición de la lengua y de la bandera de los catalanes no hace más que exasperar el separatismo.

El coronel Francisco Maciá, desterrado en Francia y jefe de la organización del «Estat Català», intenta un golpe de mano romántico. Congrega a sus amigos en las cercanías de la frontera franco-española, en Prats de Molló, y se que dispone a entrar en España para incitar a los nuevos reclutas a sublevarse contra la dictadura. Pero se descubre el complot antes de Maciá haya pasado la frontera.

Al mismo tiempo, Unamuno es deportado a la pequeña isla de Fuerteventura, por un artículo que no le ha gustado al dictador, el cual opina que un poco de cultura griega no da derecho a meterse en todo. Poco tiempo después, Unamuno se refugia a su vez en Francia.

Primo de Rivera permanece siete años en el poder, durante los cuales intenta, con toda buena fe pues su listeza de andaluz no excluye cierto candor, resolver militarmente problemas económicos y sociales de cuya infinita complejidad no entendía nada. Desalentado, sintiendo acaso apuntar una revolución de la que sería él la primera víctima, Primo de Rivera dimitió y murió a las pocas semanas en París, donde se había refugiado también él.

Cuando Primo de Rivera se retira, parece que el régimen está en las últimas. La tentativa pretoriana, a pesar de sus resonantes comienzos, no ha cumplido sus promesas. El rey vacila nuevamente entre el retorno a las libertades constitucionales y la prolongación de la dictadura. La situación de Alfonso XIII ha cambiado mucho desde su gozoso advenimiento, cuando el pueblo le adoraba.

El pueblo se ha olvidado de aquel mozo esbelto y moreno conduciendo sus automóviles a una velocidad suicida o presidiendo, con solemne paso, la procesión del Viernes Santo en Sevilla, jugando al polo o pasando revista a las tropas, presidiendo corridas o haciendo correr sus caballos en el hipódromo. La gente quería a aquel joven vivaz, admiraba sus shakos y sus uniformes innumerables. Ahora, el pueblo, decepcionado, murmura: «¡El rey a la frontera!» Pero todavía no.

El último acto político de Alfonso XIII es encargar del poder al general Berenguer, viejo soldado que se cubrió de gloria en Cuba y en Marruecos. Está lleno de buenas intenciones y hace un llamamiento a todos los partidos políticos. Pero no le responden más que con sarcasmos. Estallan dos graves incidentes. Fermín Galán, capitán destinado a la guarnición aragonesa de Jaca, está asqueado del régimen. Es un militar distinguido. Número uno en la Academia de Toledo, capitán a los veinticinco años, condecorado con la cruz de María Cristina. Este joven discípulo de Saint-Just está dispuesto a la acción, sin saber exactamente a qué acción.

De acuerdo con su compañero García Hernández, encabezan la sublevación de sus tropas. Pero se ponen en marcha antes del día fijado por los conspiradores civiles. Y la marcha triunfal acaba ante el tribunal militar de Huesca. Después, en el polvorín de Hornillos. Galán y García Hernández son condenados a muerte. «No bajéis la cabeza. Mirad bien a vuestro capitán», grita Galán al pelotón. Tres días después, dos aviones despegan del aeródromo de Cuatro Vientos en dirección a la cercana capital de España y dejan caer una lluvia de octavillas sobre las calles y los cuarteles madrileños conminando a los soldados a que se sumen al movimiento republicano, tanto tiempo esperado, que, según la proclama, ha estallado en toda España la noche anterior.

Después, los aviones describen un gran circulo sobre Madrid y desaparecen en el horizonte. Los bien informados conocen los nombres de los aviadores: el comandante Franco, Hidalgo de Cisneros y el general Queipo de Llano. No se sabe más, pues el gobierno ha implantado la censura y la ley marcial. Aquella misma noche son detenidos un centenar de republicanos. Los amigos de Ortega y Gasset y de Alcalá Zamora están preocupados.

Y Berenguer, aunque aparenta una gran calma, está desalentado. Fracasa su último intento de atraer a los partidos. Como su experiencia militar le ha enseñado que no se entra en batalla con un estado mayor sin tropas, dimite. El gobierno que le sustituye decide convocar elecciones municipales, como primera etapa de su plan. En la mayor parte de las grandes ciudades Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, socialistas y republicanos derrotan a los candidatos monárquicos.

Aunque el número de elegidos monárquicos es mucho mayor que el de los electos republicanos 22.150 contra 5.775, se considera que el resultado de las elecciones es un veredicto contra la monarquía. Romanones forma un breve ministerio. Después, el último jefe de la corona, el almirante Aznar, publica un manifiesto del rey anunciando que, sin abdicar, se retira para evitar el derramamiento de sangre.

«En la primavera veremos el triunfo de las lilas», había dicho, un poco ligeramente, una amiga de Alfonso XIII, aludiendo a uno de los colores de la bandera republicana española. Y en efecto, es una hermosa noche de primavera el 14 de abril de 1931 cuando el Borbón de España pasa la verja de palacio, saluda cortésmente a la multitud y sube a un automóvil. En Cartagena le espera un barco para llevarle a Francia. España ha perdido a su «simpático» soberano. Ya desde la víspera ondeaba en la Casa del Pueblo, de Madrid, la bandera roja de los socialistas. La republicana morado, amarillo y rojo ondea en todas las ventanas. En las calles cantan la Marsellesa.