Los Reyes Católicos tienen por delante un ambicioso programa. Por lo pronto, dar cima a la Reconquista.
Desde hacía dos siglos, les reyes de España, ocupados en sus discordias interiores o acariciando ambiciones europeas, habían descuidado la cruzada. Los moros, por su parte, habían perdido combatividad.
De retroceso en retroceso, se habían ido replegando a Granada, llevando con ellos a todos los enemigos de la España cristiana. Su reino se extendía a lo largo de la costa mediterránea desde Gibraltar hasta Almería, y, por el Norte, llegaba a las fuentes del Guadalquivir.
¡Frágil y maravilloso reino, a la medida de los sultanes que se sucedieron en la Alhambra! Entre ellos hubo uno cuyas hazañas se cuentan todavía. Fue Otomán ben Abi l’Ola, el «cheikh de los Voluntarios de la fe, el corifeo de los príncipes zenatios». Era descendiente directo de Abd al-Akk, fundador de la dinastía merinida de Mogreb.
En pie a la puerta del Paraíso, a la sombra de las espadas, sable de la guerra santa, vencedor de enemigos, león de leones, inquebrantable, santo.» Después de él se distinguieron otros: Abu Hadjaj Yusef, constructor de la Alhambra; Mohamed V, «poderoso en medio del lujo y de los placeres», y en seguida, los abencerrajes.
Pero la existencia de Granada iba siendo cada vez más precaria. «El imperio musulmán, tan dilatado antaño, se fue achicando, y el dragón enemigo fue devorando, una tras otra, ciudades y fortalezas, llevándose cada vez una rama del árbol nacional.»
Los últimos contrafuertes de Sierra Nevada terminan en tres colinas. En ellas se escalona la ciudad de Granada: las Torres Bermejas, la Alhambra y la Alcazaba. Alrededor se extiende la vega granadina. Más allá, Almería y Málaga, donde confluyen los árabes de España y el imperio berberisco. Higos y vino de Málaga, almendras de Santa Fe, naranjas de Almería, profusión de verdes encinas y de carrascas, aromas intensísimos del espliego tostado al sol, murmullo permanente de los ríos: ¿quién que lo ha conocido puede olvidar ese perpetuo encanto de las huertas andaluzas?
Y dominando ese oasis umbrío, con sus quintas y sus molinos de viento, la Alhambra, palacio de los reyes moros. En la sala de Embajadores se halla grabada varias veces la divisa de los príncipes nasridas: «No hay más vencedor que Dios.» A la entrada, recibe al visitante una inscripción bajo un vaso: «La mano del escultor me ha bordado como un tejido de seda. Lanzo rayos flamígeros.
Al que llega sediento le ofrezco, para refrescarse, bebida pura y límpida. Soy como el arco iris rutilante, soy como el sol. Permanezca por siempre la bendición del cielo en las galerías de este palacio, mientras las caravanas de peregrinos se dirijan al santuario de La Meca.» Y aquí el Generalife, «palacio rebosante de esplendor y de belleza», residencia estival de los reyes moros. Boabdil, el último abencerraje.
Diez años llevan en una lucha a muerte las dos familias más poderosas de Granada. Discordia en torno a dos mujeres: la hermosa Zoraya, la «estrella del alba», cristiana convertida al Islam y cortesana del sultán Muley Abul Hasan, y Aixa, la altiva esposa de éste. Los abencerrajes estaban por la favorita, los zegríes eran del partido de la sultana. El sultán instaló a la española en la Alhambra y Aixa se retiró a la colina del Albaicín. Allí esperó su hora.
Fernando y Hasan, amigos durante algún tiempo, rompieron la tregua. Entre cristianos y musulmanes se libraron duros combates. El sultán, vencido en Zahara, se sacó la espina en Loja. Paralelamente, se fue agudizando la crisis política mora. Aixa, la reina repudiada, huye a Guadix y hace coronar rey de Granada al infante Boabdil, «el rey chico». Levanta un ejército contra su marido, le arroja de Granada y entroniza a su hijo en la capital. No puede ser mayor la confusión en el último reino de los moros.
Los Reyes Católicos observan las últimas convulsiones del poder árabe y se disponen a caer sobre esta presa ya agotada. Obtienen de las Cortes los medios necesarios para emprender una campaña fulminante que costará al Tesoro cerca de un millón de ducados de plata. El papa Sixto IV les otorga una bula de cruzada y les envía una cruz de plata. Cien mil soldados españoles irrumpen contra Granada.
Málaga, Almería y Guadix caen en poder de los nuevos cruzados. Pero Granada esa espina clavada en el talón de la España cristiana resiste firme. Abencerrajes y zegríes, dándose cuenta del peligro común, se han reconciliado a última hora. ¡Sus al infiel!, es el grito de guerra de unos y otros.
Granada está cercada. El campamento español de Santa Fe está tan cerca de las murallas de la ciudad, que moros y cristianos pueden cruzar miradas de odio e insultos. A veces, en el llano, se enfrentan en combate singular lanza contra cimitarra un caballero cristiano y un caballero moro. Una noche, Pérez del Pulgar pasa las trincheras árabes y, en la puerta de una mezquita, clava con su puñal un pergamino en el que está escrita el Ave María. En ambas partes resplandecen con fuerza la valentía y la fe.
Isabel está en el campamento, entre sus soldados. Tiene una tienda junto a la de Fernando. Con su sola presencia estimula la acometividad de sus castellanos. Una mañana, sube hasta una alta peña de Sierra Nevada, la Zubia, para contemplar lo mejor posible a la ciudad sitiada. Granada está a sus pies, «resplandeciente como una novia adornada con sus galas de fiesta».
Esas tres colinas fabulosas parecen, en efecto, una granada abierta. Entre ellas corre el Darro y «el río de nieve que llaman al Genil, porque nace en las montañas llamadas Cholaír o montañas de nieve». En la más alta de las tres colinas se eleva, como una antorcha, la roja Alhambra. En los huecos de sombra se adivinan los detalles de la ciudad mora. El Patio de los Leones, con su pórtico de mármol y sus muros cubiertos de azulejos azules y amarillos, encierra doce felinos de piedra de cuyos lomos brotan surtidores.
Después, el Patio de los Arrayanes y su espejo de agua, la sala de Embajadores, la de los Abencerrajes, donde no ha mucho fueron traidoramente decapitados treinta y seis caballeros de los más nobles de Granada; las almenas de la torre de Comares y el mirador del Generalife. Alrededor, un impresionante paisaje oriental. El verde pálido de las campánulas alternando con el más oscuro casi negro de los cipreses. Montañas peladas, un cielo flameante, una claridad dorada que inunda, como un río, esa inmensa copa de plata. Colores y luces que no son ya de España, sino más bien de África.
El maravillado pasmo de la princesa meseteña es casi angustioso. Ella había nacido en Madrigal de las Altas Torres, en las tierras pardas de Castilla la Vieja. Y ahora le dispara en pleno corazón, en pleno rostro, este chorro de aromas y de llamas. ¡Sólo extender la mano piensa, deslumbrada, Isabel, y África es mía!
Pero se precipitan los acontecimientos. El visir de Boabdil entabla negociaciones secretas con los capitanes españoles. Se extiende el acta de capitulación del último rey moro. Las condiciones son benignas. Los moros conservarán sus vidas, su fe, sus mezquitas y sus bienes. Serán juzgados por sus cadíes y con arreglo a sus leyes.
No estarán obligados al servicio militar. Podrán convertirse al catolicismo si así lo desearen. Podrán viajar y comerciar en todo el reino. Serán favorecidos y bien tratados por Sus Altezas y por sus magistrados como buenos vasallos y servidores.
Fernando e Isabel, otorgando al emir condiciones de tal modo aceptables, pretenden oponer ostensiblemente al fanatismo musulmán la tolerancia evangélica. El documento acaba con promesa y juramento, por la fe y la real palabra, de que se cumplirá y hará cumplir, «siempre y siempre», todo cuanto las capitulaciones disponen y especifican.
No hará falta que pase mucho tiempo para que, apenas seca la tinta del tratado, la tolerancia se torne intolerancia y el Patio de los Arrayanes se transforme en lavadero.
Amanece en Granada el 2 de enero de 1492. Los Reyes Católicos salen del campamento de Santa Fe, precedidos por los estandartes de Santiago y de la Virgen. A su lado cabalga el Cardenal Primado de España, González de Mendoza. Les dan rutilante escolta nobles de Aragón y de Castilla, obispos y diáconos.
Boabdil sale al encuentro de sus vencedores, escoltado por cincuenta jinetes. Al llegar a la orilla del Genil donde le espera Fernando el Católico, apéase el moro y le entrega las llaves del Alcázar. Después traspasa el sello de la ciudad al nuevo gobernador, el conde de Tendilla. Mientras Isabel y Fernando intercambian con Boabdil palabras de cortesía, las avanzadas españolas entran en Granada.
El cardenal Mendoza planta en lo alto de la torre de Comares la cruz pontifical y el pendón de Castilla. Desde la torre de la Vela, un heraldo proclama: ¡Granada por los Reyes Católicos!» Pocas horas después entran solemnemente en la Alhambra los soberanos españoles.
«Ven conmigo a Valladolid propone Fernando a Boabdil y recibirás trato de hermano.» Pero el «rey chico» mueve negativamente la cabeza y señala a su familia, que va a partir para el destierro. El debe estar junto a su familia. Y se va hacia la sierra acompañado de su anciana madre, Aixa, de sus mujeres y de sus servidores.
Antes de perderse en la montaña, se vuelve y echa una última mirada a los alminares de Granada. No puede contener las lágrimas. Aixa, secos los ojos, muerde estas palabras: «¡Llora como mujer ese reino que no has sabido defender como hombre!» Y el último rey moro, la furibunda y negra sultana, el gimiente cortejo se internan en la abrupta Alpujarra.
A los pocos días, los Reyes Católicos celebran en la Alhambra la coronación triunfal de la Reconquista. Por fin había acabado la dominación árabe ¡cerca de ocho siglos!. Por fin ya no había España musulmana.
Mientras resuenan las trompetas del Tedéum en el cielo turquesa de Granada, un olor de carroña asciende del Darro, atestado de cadáveres, mezclándose con el triunfal perfume del incienso y el aroma del clavel andaluz.