Recaredo, Primer Rey Católico

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Al año siguiente murió Leovigildo, minado por la pena y acaso por el remordimiento, dejando el trono a Recaredo, su hijo segundo.

El nuevo rey de España, aleccionado por los últimos acontecimientos, comprendió que la unidad pues ésta era ya, y lo siguió siendo hasta Felipe II, la obsesión de los soberanos españoles no se realizaría jamás en el arrianismo.

Tan pronto como ocupó el trono, llamó a los desterrados por su padre, restituyó los bienes confiscados y, apenas transcurrido un año desde que tomara posesión del poder, abrazó le religión católica. Seguramente no fue ajena a esta audaz determinación la influencia de Leandro, jefe del episcopado español, ni tampoco las últimas recomendaciones del propio Leovigildo.

De todos modos, Recaredo hubo de tener gran valor para desafiar las iras del poderoso clero arriano, que, desde el reinado de Eurico, dirigía a los reyes godos. ¿Ceder a los obispos católicos puestos y prebendas? Jamás! Un vendaval de furia y de rebelión levantó en vilo al episcopado arriano. La reina madre, Gosvinta, se puso al frente de los conjurados.

A esta Jezabel le había llegado el momento de satisfacer su odio a los católicos. Dos obispos herejes, Sunna, de Mérida, y Atholocon, de Narbona, no vacilaron en prometer a los francos la Septimania a cambio de su apoyo. Pero Recaredo no era hombre que se dejara intimidar. Mandó detener a los conspiradores e hizo que comparecieran ante un tribunal. Todos fueron ejecutados, mientras que Gosvinta, la madrastra fatal, sucumbía encarcelada, con la ira en el alma.

Consolidada la paz en el interior una vez aniquilados los herejes, y en el exterior gracias a la victoria obtenida contra los francos, que, a instigación de los arrianos, habían atacado a Recaredo, éste convocó un gran concilio en Toledo.

La primera sesión se celebró el 8 de mayo del año 589. Asistieron a ella el rey, la reina y toda la corte. Cinco metropolitanos y sesenta y cuatro obispos rodeaban al más grande de todos: Leandro de Sevilla. Recaredo fue el primero en levantarse y tomar la palabra. Después de congratularse por haber reunido tan brillante asamblea, hizo con voz firme una profesión de fe sin equívoco alguno, Declaró la divinidad del Hijo, de la misma sustancia que el Padre y que el Espíritu Santo, procedente del Padre y del Hijo y de la misma sustancia que ellos.

Después de lanzar el anatema contra Arrio, que contaba aún con algunos adeptos entre los asistentes, recitó gravemente el símbolo de Nicea: Credo in unum Deum, Patrem omnipotentem, factorem cæli et terræ, visibilium omnium et invisibilium. Por último, golpeando con la mano enguantada de hierro el pomo de oro de su espada, el primer rey católico de España pronunció estas palabras: «Yo, Recaredo rey, guardando de profesión y profesando de palabra esta santa fe, esta confesión verdadera, única profesada por la Iglesia que se extiende por el mundo entero, con la ayuda de Dios, la firmo de mi puño y letra.»

Cuando el rey acabó de hablar, hubo un momento de silencio. Luego, la asamblea entera rompió a aplaudir y a sollozar. Este minuto conmovedor y único en que se selló la alianza del príncipe con la Iglesia apostólica y romana marcó profundamente el destino de España. A partir de entonces, la suerte de España va unida a la de la Iglesia para bien y para mal. De Recaredo a Franco, es fácil seguir la huella de esta predestinación.

Aprovechando la emoción de los asistentes, no le fue difícil a uno de los padres, en nombre de sus colegas, conseguir que cada uno suscribiera una profesión de fe católica y un repudio formal de las doctrinas arrianas. Una vez redactado y firmado este documento colectivo, Recaredo tomó de nuevo la palabra para proponer que se cantara el Credo, durante el sacrificio de la misa, en todas las iglesias de España y de la Galia narbonense.

Por último, se promulgaron cánones sobre la reforma de las costumbres y el restablecimiento de la disciplina eclesiástica. Se cerró el concilio con una homilía de Leandro.

Por fin, el arrianismo está bien muerto. Ha sucumbido a los golpes de Leandro y de Recaredo. El obispo sevillano, a quien se debe la conversión de los dos hijos de Leovigildo, puso al servicio de la lucha católica su ciencia, su elocuencia y la amistad del papa San Gregorio.

Recaredo «el bueno», aunque de índole pacífica, supo anular las tentativas que hicieron sus enemigos para explotar en provecho propio la crisis religiosa española. Pocas veces colaboraron con tal fortuna el poder real y la autoridad religiosa,

El reinado de Recaredo acabó en una paz gloriosa. Vencedor de los francos, aliado de los bizantinos, campeón del catolicismo, murió llorado por sus súbditos y dejando el recuerdo de un príncipe «sereno y bondadoso>>.