Castilla la Vieja, en primavera. Ávila. Ya comienzan a brotar los lentiscos entre las rocas que, hace muy poco aún, ostentaban sus capuchones de nieve. Ya no braman, que cantan, las aguas del Adaja, menos tumultuosas.
Avila se despereza del invierno. Frío reflejo del sol de marzo en las murallas de Ávila. Torres en matacán, muros de granito que levantaron los romanos, almenas moriscas: se ve que cada uno de los sucesivos amos de la vieja plaza abulense fue añadiendo piedras a la formidable muralla. Dentro de ésta se entrecruzan callejuelas angostas y casi oscuras.
Aquí el palacio del virrey Núñez de Vela; más allá, la señorial morada del duque de la Roca. Enfrente, la casa de Alonso Sánchez de Cepeda, padre de la niña que acaba de nacer.
Los padres de Teresa son hidalgos provincianos. Viven de la renta, nada pingüe, de sus tierras. Alonso de Cepeda es un hombre austero y muy devoto. Su segunda esposa, Beatriz de Ahumada, madre de Teresa, es una mujer de personalidad borrosa. Sale poco, se viste como una vieja, aunque es muy joven, y lee a escondidas novelas de caballerías. ¡Son doce hijos!
Seis muchachos se fueron a las Indias a guerrear y a probar fortuna. Rodrigo de Cepeda, el hermano preferido de Teresa, será capitán de las tropas reales y sucumbirá, mozo de apenas veinticinco años, en el Río de la Plata. Con él huye Teresa, a los seis años, del domicilio paterno, para ir a convertir a los infieles. Un tío de ellos los encuentra por casualidad y los lleva a su casa. Si pensamos en las conversaciones de las personas mayores delante de Teresa, se comprende esa fuga.
Contaban y comentaban las vidas de los santos, evocaban las proezas de los primeros conquistadores y a veces discutían, en voz baja, algún punto de teología. Olor a pólvora, olor a incienso. Parece ser que, en Francia, la herejía está a punto de triunfar. ¿Llegará a España? Se oye el grave cuchicheo de esa familia ferviente (guarecida como un nido por las murallas de Ávila).
Alonso de Cepeda es un católico intransigente. Para librarse de la más leve sospecha de tibieza, no basta la virtud. Hay que dar ejemplo, menudear los actos de devoción, examinar detenidamente el más ligero escrúpulo de conciencia. Padres e hijos se observan y se controlan. Don Alonso cría a Teresa, desde muy niña, en las reglas de una implacable piedad: larguísimas oraciones, interminables letanías y los quince misterios del rosario. En esta casa se sonríe poco y, reír, no se ríe casi nunca. Flota en ella el olor de santidad.
Toda Ávila es un gran monasterio. A la hora del Ángelus, millares de campanas llevan hasta la sierra el clamor amoroso de la ciudad guerrera. En la pedregosa ladera de los cerros, la sombra de los torreones color de herrumbre pululan los conventos. Los dominicos en Santo Tomás y los jesuitas en San Gil defienden encarnizadamente la ortodoxia. Y por las mañanas, desde el alba, la catedral fortaleza se llena del zumbido de los rezos.
En este asfixiante clima moral, en este paisaje severo y reseco ¡cómo flamea el furioso sol de Castilla sobre la pizarra y el plomo de las iglesias, sobre el rocoso caparazón de Avila! comienza Teresa a componer su paisaje interior.
Veinte años tiene cuando entra en el convento carmelita de la Encarnación. Ha vacilado mucho tiempo antes de decidirse. Aunque invenciblemente inclinada al servicio de Dios, le cuesta desprenderse por completo de las seducciones del mundo. Le gustan las diversiones, los libros de caballerías, los halagos, las galas y los perfumes.
Le gusta también charlar de cosas frívolas con sus primos mozos y con sus amigas. Pasatiempos inocentes, pero le cuesta abandonarlos. Además es guapa se lo han dicho y ella lo sabe. Alta y esbelta, de pelo negro, los ojos un poco saltones pero vivos, boca inteligente, suave el andar, rosado el color. Manos pequeñas y gordezuelas. En la mejilla izquierda, tres lunares. Una muchacha hermosa, ardiente y de casta fina.
Ya la tenemos en su celda de la Encarnación. Todavía no se ha quitado el vestido color naranja con largas cintas de terciopelo que caen hasta el suelo. Por la abierta ventana echa una mirada a Ávila: el fino perfil almenado de las murallas, unas manchas de verdor a lo largo del Adaja. Un reflejo purpúreo tiñe de coral la cresta de la sierra de Malagón. Crepúsculo. Teresa oye a la vez la salmodia de sus compañeras y el girar de los molinos. Suspira.
Al año siguiente, Teresa profesa de carmelita. La regla que se sigue en el convento de la Encarnación es la de San Alberto, pero muy suavizada por la bula del papa Eugenio IV, llamada «bula de mitigación». Las ciento ochenta monjas carmelitas de Ávila siguen todavía con un pie en el siglo.
No están enclaustradas más que a medias y pueden recibir visitas del exterior. En el locutorio de la Encarnación se habla más de la cuenta so pretexto de velar por las buenas costumbres. La caridad y la piedad suelen brillar por su ausencia en estas tertulias. Risas sofocadas, chismorreo pueril, cosas más propias de un convento de doncellas nobles que de un monasterio carmelita como lo quiso el fundador.
Teresa parece sana. Sin embargo, al poco tiempo de profesar cae gravemente enferma. ¿Será otra vez aquel mal misterioso que tanto preocupara a sus padres unos años antes? Esos trastornos nerviosos síncopes, vómitos, parálisis momentánea de los miembros inferiores, ¿serán los síntomas premonitorios de sus éxtasis futuros? Un neurólogo de hoy hubiera dado fácilmente el diagnóstico.
El padre de Teresa va a buscarla y la lleva a que la vea una curandera de Bucedas. Se queda en este pueblo dos meses, vuelve a Ávila, cae de nuevo enferma. Sufre horriblemente, pide la extremaunción y pierde el conocimiento. La dan por muerta. Pero vive. Y, después de tres años de convalecencia, vuelve a ocupar su sitio en el coro del convento.
Es ahora cuando empieza para Teresa el tiempo que ella llama «de sus infidelidades». Los ejercicios religiosos la aburren. Sólo participa en ellos de dientes afuera. Renuncia a la oración. Su alma tan ardiente antes no es ahora más que tibieza e indiferencia. En cambio, se apasiona por las labores de bordado y se pasa en el locutorio la mayor parte del tiempo. Van a verla muchos amigos.
Sobre todo hombres, la flor y nata de la nobleza de Avila. ¡Teresa tiene tanto ingenio! Y es hermosa y se las arregla para seguir siendo coqueta aun en su hábito de estameña. Después de haber estado a punto de morir, Teresa vuelve a tomarle gusto a la vida. Se acuerda de que es hija de hidalgo y está emparentada con las más encopetadas familias castellanas.
Hasta un rey de León figura entre sus antepasados. Y pasa revista a los blasones de Toledo y de Ávila. ¿Volverá a caer Teresa de Ahumada en el mundo de sus vanidades? Cualquiera lo creería, al oír en el locutorio de la Encarnación la voz burlona de la joven abulense y las risas afectadas de los caballeros.
Teresa tiene veintiocho años cuando muere su padre. Terrible y saludable prueba. Prueba que marca el fin de su edad ingrata. ¡Se acabaron las frivolidades de mujer del mundo y las ensoñaciones vagas! Necesitó Teresa esta gran prueba para oír, más fuerte que nunca, la llamada de Dios.
Encuentra un confesor, que lo había sido de su padre: el dominico Vicente Barrón, el cual le enseña la técnica de la oración inventada tres siglos antes por Angela de Foligno. En primer lugar, la oración corporal, con palabras y genuflexiones. Después, la oración mental, caracterizada por la invasión de la idea de Dios. Por último, la oración sobrenatural, en la que el alma se siente «arrobada» por la piedad de Dios y comprende lo inexplicable.
Teresa lee las Confesiones de San Agustín, ese otro profesor de mística en el que la vida purgativa es la virtus, la vía iluminativa, la tranquilitas la paz y la vía unitiva, la lux. Un día, al entrar en su oratorio, Teresa ve una imagen de Cristo que habían puesto allí por casualidad. Ante aquella efigie de madera policromada aquellas llagas abiertas, aquellos regueros de sangre, Teresa sufre una fuerte impresión. ¡Qué remordimiento, cuánto tiempo perdido! Pasan los años…
Es el período de maduración. En el corazón de Teresa clama más apremiante, más imperiosa la voz de Jesús. Según ella misma dice, es ahora cuando comienza su vida, o más bien, la vida de Dios en ella. Y ya vienen visiones extraordinarias a torturarla y a deleitarla a la vez.
Teresa tiene cuarenta años. Ha entrado en la vía mística. Sus visiones, al principio espaciadas y confusas, van siendo más frecuentes y más claras. Cristo se le aparece progresivamente. Primero ve sus manos, luego su rostro. No sabe qué pensar de esos fenómenos. ¿Es Dios que se manifiesta, o es el demonio que la tienta?
Se pregunta con ansiedad si no será todo ello resultado de trastornos físicos. Cuenta sus inquietudes a un noble de Ávila, don Francisco de Salcedo, el cual la aconseja que se lo explique a sus confesores. Se encomienda a la dirección espiritual del jesuita Juan de Prádanos y, después, del padre Baltasar Álvarez.
La desconciertan, le dan consejos contradictorios. Pero conoce a Pedro de Alcántara y a Francisco de Borja, que la tranquilizan plenamente. Le dicen que escriba la historia de su vida, y ella se dispone a hacerlo, por obediencia, pero acaso por un último resto de vanidad. Le han alabado muchas veces su estilo. Toda mujer inteligente aunque esté en el camino de la santidad es un poco mujer de letras.
A esta alma consumida de amor no le basta la sola contemplación. Pedro de Alcántara le ha enseñado la grandeza de la pobreza franciscana y que sólo la total indigencia abre las puertas del cielo.. Teresa, con cuatro monjas descontentas, como ella, de una regla demasiado fácil, huye del convento de la Encarnación y funda, en una casa «pobre y pequeña», su primer monasterio, el de San José en ‚Ávila. Al mismo tiempo, termina el libro de su vida y compone para sus hermanas Camino de perfección.
La disciplina que Teresa instaura en su nuevo convento es rigurosa. Quiere volver al ideal primitivo del Carmelo: pobreza, penitencia, oración. Su valiente iniciativa no es del agrado de todos. En Avila no se habla de otra cosa que de esa carmelita disidente. Ediles, obispos y agente de orden» no se recatan para criticar y con qué acritud lo que ha hecho Teresa.
¡Y qué afrenta para las – mitigadas monjas de la Encarnación! Pero esta ofensiva no asusta a la reformadora. Tiene ya cuarenta y siete años y el tiempo contado. Hay que ir de prisa y derecho a la meta. Cinco años después, consigue del prior general de los Carmelitas, el padre Rubio, autorización para fundar nuevos monasterios femeninos y hasta dos casas de «carmelitas contemplativos».
Teresa funda en Medina del Campo, en una casa medio derribada, el segundo convento de carmelitas descalzas. Pero, ¿quién va a ayudarla en su audaz proyecto de fundar un monasterio de hombres? Le hablan de un tal Juan de San Matías, recién salido de la Universidad de Salamanca y que acaba de celebrar su primera misa. Parece que ha renunciado a un brillante porvenir universitario para sumirse en Dios y hacerse cartujo.
¡Este es el ayudante soñado! ¡Que se lo traigan! El primer encuentro de Teresa con el futuro San Juan de la Cruz tiene lugar en Medina del Campo, en la casa de un comerciante transformada en Carmelo. Juan tiene veinticinco años y Teresa cincuenta y dos. La patricia de sangre real y el hijo de un humilde tejedor de Fontiveros se comprenden en seguida. Juan se deja convencer por los argumentos de la Madre.
Emprenderá la reforma del Carmelo, con tal que no tenga que esperar mucho tiempo. Palabras éstas que ponen de relieve la voraz prisa de este hambriento de Dios. Ya que, en vez de la soledad, le piden la acción, por lo menos que sea en seguida.
Mientras Juan de la Cruz acaba en Salamanca el último año de Teología, Teresa funda en Valladolid su tercer convento. Juan de la Cruz acaba de hacerle una visita, en la cual la Madre Teresa le ha dado sus últimas instrucciones.
Oímos el extraordinario diálogo sostenido mientras Teresa recorre la obra y los albañiles terminan la cerca del convento. Se trata, sobre todo, de disposiciones prácticas: transformar un granero en dormitorio y una cuadra en capilla. Pero ¡qué entusiasmo resplandece en el redondo y cálido rostro del menudo castellano y en los grandes ojos de Teresa!
Después de Valladolid, Duruelo; luego, Toledo, Pastrana, Salamanca, Alba de Tormes… Teresa va plantando sus monasterios, uno a uno, en la dura tierra castellana. Al mismo tiempo, va conquistando nuevos auxiliares. En una de sus andanzas conoce en el convento franciscano de Madrid a un eremita italiano: Mariano de Azzaro, que había sido diplomático; después, a un campesino de los Abruzzos, Giovanni Narducci, escultor y labriego, ambos un poco fuera de la ley.
Teresa adivina el partido que se puede sacar de estos dos aventureros, arrepentidos recientes. Los insta a servir a Dios dentro del Carmelo. ¡Quién resiste a esa terrible mujer! Los dos hombres reciben en seguida el hábito de hermanos conversos y adoptan los nombres de Ambrosio de San Benito y Juan de la Miseria.
Una decisión repentina del visitador apostólico interrumpe por un tiempo la vida andariega de Teresa. Le mandan volver por tres años al mismo convento de la Encarnación donde había profesado a los veintidós años, pero esta vez de priora. ¿Honor o calda en desgracia? Seguramente las dos cosas a la vez.
El disgusto de Teresa es inmenso. ¿Tendrá, pues, que abandonar la obra reformadora la que está entregada desde hace diez años? Pues el convento de la Encarnación no practica ni reconoce más regla que la mitigada, Antes de asumir su priorato, Teresa se refugia en el pequeño monasterio de San José, el primero que ella fundó. Es muy importante asegurar su conquista. Ante toda la comunidad, renuncia solemnemente a la regla mitigada y jura observar hasta su muerte la regla primitiva. Tranquilizada por haber declarado así, públicamente, su fe en la reforma, entra, alta la cabeza, en el convento de la Encarnación.
Para la santa que Teresa es ya, ¡qué prueba volver a encontrarse allí, donde, durante más de veinte años, arrastró su languidez y sus sueños vagarosos! Este locutorio que ella llenara antaño con su charla, esta celda en la que flota aún su antiguo aburrimiento. Nada ha cambiado. ¡Qué gusto a ceniza tienen esos recuerdos de juventud!
Y la nueva priora se dirige instintivamente hacia el asiento del coro donde tan grato le fuera, en los pasados tiempos, abandonarse a un piadoso sopor. Teresa lleva el velo más bajo y los desnudos pies en sandalias de cáñamo. Siente fija en ella las irritadas miradas de sus antiguas compañeras ahora sus hijas.
Saben bien que la Madre trae con ella la reforma. Por el momento, guardan un silencio glacial. Pero no tardarán en rebelarse abierta mente y no vacilarán en injuriar y calumniar a esa loca que viene a perturbarlas en sus tranquilas costumbres.
Seis meses le bastan a Teresa para traer a mandamiento a su recalcitrante rebaño. No sólo consigue que las religiosas la acaten, sino que acepten progresivamente la nueva regla. La tarea es dura. La madre Teresa solicita y consigue que le otorguen la colaboración de Juan de la Cruz en calidad de confesor de la comunidad. Juan de la Cruz permanece cinco años en el convento de la Encarnación, mientras que Teresa, una vez cumplidos los tres años de priorato, vuelve a sus funciones.
Poco se sabe de las relaciones entre Teresa de Jesús y Juan de la Cruz durante el período abulense. Pero todo mueve a pensar que aquellos años de colaboración espiritual sus citaron el genio de ambos místicos. No hay ningún documento ni una carta, ni un testimonio que permita desvelar el secreto de esta extraordinaria comunión de almas. ¿Qué se dijeron los dos grandes místicos? ¿Qué libros se prestaron? Los imaginamos caminando despacio por el campo de Ávila, camino de la Encarnación, paseando a veces hasta la ermita de la Cabeza.
Esta vez, a la inversa de lo que ocurría en Medina del Campo y en Valladolid, es Juan de la Cruz el que habla y Teresa de Jesús quien calla, Parece que estamos oyendo el eco de aquellos coloquios decisivos. Teresa y Juan de la Cruz, que, hasta entonces, no han formulado su pensamiento, escriben sus tratados fundamentales después de encontrarse en el monasterio de Ávila.
Mientras Teresa, exultante de gozo, deja su priorato para echarse de nuevo a los caminos de Castilla, Juan de la Cruz se queda en Ávila, se recoge y medita. Pasan dos años. Teresa funda nuevos conventos en Segovia y en Beas. Ya la tenemos camino de Sevilla.
Pero un gran vendaval sacude el tierno árbol de la reforma carmelitana. El conflicto entre descalzos y mitigados entra en una fase aguda. Los visitadores apostólicos enviados por el papa Pío V a los carmelitas de España favorecen la expansión de los descalzos, rebasando así las instrucciones del general de la Orden.
Los mitigados se apoyan en este pretexto para intensificar su campaña contra los descalzos, a los que llaman rebeldes. Brama la ira en el seno del Carmelo. Un Capítulo general de la Orden, reunido en Plasencia, pronuncia sanciones contra los descalzos. La misma Teresa de Jesús recibe orden de retirarse al Carmelo de Toledo, con prohibición de hacer nuevas fundaciones ni visitar sus conventos.
Teresa, nada abatida por esta nueva prueba, apela a Felipe II. Suplica al rey que autorice la constitución de una provincia separada para los carmelitas descalzos. Pero el Rey Prudente tarda en contestar. Mientras tanto, en la Encarnación se elige una nueva priora. La elección la preside el provincial de los mitigados.
Las monjas que votan a Teresa cincuenta y cinco son excomulgadas y malditas. Y acaban por nombrar a la que obtuvo menos votos. Por último, para dar más resonancia a la depuración, detienen a Juan de la Cruz en plena noche y lo llevan «como un malhechor» al convento de los carmelitas mitigados de Toledo.
Teresa actúa con más audacia y más energía que nunca. No la arredra escribir a Felipe II que preferiría ver a Juan de la Cruz en manos de los moros. Tal vez fueran más piadosos con él. Aunque se siente «vieja y cansada», Teresa sigue siendo «joven de deseos».
Atosiga con sus súplicas a la corte de España y acaba por salirse con la suya. Un breve de Gregorio XIII reconoce al Carmelo reformado una personalidad jurídica. Y le asigna una provincia separada. Teresa de Jesús puede reanudar sus visitas y sus fundaciones.
Y es el canto del cisne. Volverá a errar por los caminos de Castilla por poco tiempo ya la «fémina inquieta y andariega». Villanueva de la Jara, Palencia, Soria, Burgos itinerario heroico. Bajo la puerta monumental de Santa María de Burgos, erigida a la gloria de Carlos V, se ven pasar los carros del Carmelo reformado. Para pasar los puentes hay que esperar durante horas el permiso del corregidor. ¡Y cuánto, incidentes en el camino! Un carro que se atasca, una riada súbita.
La noche, a la intempene, debajo de un puente o en alguna sórdida posada. La gente conoce ya a esas monjitas acurrucadas bajo el toldo. Esos grandes velos muy caídos, esos hábitos de estameña blanca inspiran respeto. El campanilleo de las mulas, el trotecillo de las alpargatas en el reseco suelo de Castilla la Vieja, el runruneo del rosario; a veces, lejos, la vihuela de un estudiante. Esto es lo que Teresa oye en sus últimos días.
El Capítulo de Alcalá aprueba las Constituciones del Carmelo reformado. Satisfacción suprema. Ya puede morir la santa Madre, Acaba el libro de sus Fundaciones y después se encamina a Alba de Tormes. Octubre, las nueve de la noche. Día de San Francisco, Desde la mañana, Teresa se queja tiernamente, «como el cisne, que canta con más dulzura cuando va a morir».
Un murmullo tan suave como el del Tormes que corre, metálico, bajo la luna. El rostro de Teresa brilla como un sol en llamas. Las postreras palabras: «Ya nos vamos a ver, Amado.» Y el postrer suspiro. La Mater spiritualium ha dejado de existir.
Ha dejado de existir, pero su experiencia y su doctrina permanecen siempre nuevas. Ante todo, la oración. De la oración mental, se pasa a la oración de sosiego, luego a la oración de unión. Hacer el silencio dentro de uno mismo para que Dios asome. Por esta vía, Teresa llega al arrobamiento. ¡Sitio al soberano en el cielo del alma, «esa perla oriental»! Entonces se sienten goces espirituales inauditos.
El corazón de Teresa, místicamente herido por el dardo del serafín, desfallece y, a la vez, arde. Teresa, para que la entiendan mejor, emplea muchas imágenes. El alma no es sólo un huerto surcado de arroyuelos, es también un «castillo interior», con sus siete moradas; en primer término, la morada de las oraciones preparatorias; después, la morada de la primera llamada, y, sucesivamente, la de las pruebas, la de los gozos divinos, la de los éxtasis, la de las visiones y la de la unión.
El alma es también el gusano de seda que fabrica el capullo en el que ha de morir para resucitar mariposa. Todas estas imágenes, de una inspiración casi oriental, ilustran la misma idea: la práctica racional y graduada de la oración y una intensa concentración del pensamiento crean un estado de receptividad de Dios. Y Dios entra a habitar en el que esto consigue, Dios es su prisionero.
Se le ve, se le toca, no con los ojos y los sentidos corporales, sino con el espíritu. Intuición pura, visión intelectual que ningún lenguaje humano sólo el de los poetas puede definir y menos materializar. El misticismo teresiano es incomprensible si se le disocia de la personalidad de Teresa.
Su comportamiento, los diferentes actos de su vida, su obra reformadora, sus escritos, su carácter, sus achaques físicos un médico escribirá algún día la historia neurológica de Teresa, todo esto forma una unidad. Y el drama interior de la virgen de Ávila se expresa y se resume en esta reiterada queja de amor: «Que muero porque no muero.»