Primeros santuarios

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Para encontrarle, hay que ir derecho a Santillana, Allí fue donde un cazador extraviado halló por casualidad, hace ciento diez años, lo que hoy es uno de los lugares más ilustres de la prehistoria.

Entremos en la cueva de Altamira, nombre sonoro. Lo primero que vemos, dibujado en la roca como un trazo, es la manada miedosa de los ciervos, luego el bisonte policromo y su galope furioso, el caballo salvaje de cabos frágiles, el pesado jabalí… El suelo está todavía sembrado de ofitas, de conchas talladas, de huesos aguzados que fueron utensilios de bus paleolíticas.

Aquí, los trogloditas, al resplandor movedizo de las antorchas, afilaban sus hachas de sílex y copiaban en la piedra, a grandes líneas vacilantes, la carrera volante de los corceles. Pero ¿qué significan, en la penumbra, esos cuerpos vagamente humanos rematados por cabezas de pájaros, esos perfiles de ancianos barbudos de nariz aquilina, esas manos con las palmas hacia arriba ofrenda o plegaria, si no es que la gruta tapizada de imágenes votivas y llena de totems era, más que la residencia doméstica del primate, el santuario de los genios, nefastos o propicios?

Parece evidente que, ya entonces, el hombre creía en el poder mágico de las imágenes para dominar a los animales, conjurar la mala suerte y desviar la ira de los elementos. ¿A quién dedicaban sus grotescas cabriolas esos monstruos con cabeza de pájaro o cubiertos con pieles de oso? ¿Qué culto celebraban en torno a la rojiza lámpara de los primeros fuegos? Pues no es insensato imaginar que el bruto cuaternario, reciente sucesor de la bestia, sintió muy pronto el temor a la divinidad y hasta le gruñó, acaso, imploraciones.

Sí, ya el temor, pero aún no el amor, aunque este miedo impreciso que, mucho antes de la aparición del homo sapiens, le hiela las entrañas al hombre de las cavernas sea como un grosero esbozo de la fe. De suerte que en el dibujo primitivo de la roca de Altamira se adivinan ya, confundidos con las pezuñas de las fieras, los perfiles del alma ibérica, así como el balanceo de las siluetas informes parece un preludio salvaje de las Danzas ante el Arca del Siglo de Oro.

Se encuentran vestigios de la Edad del Bronce en Galicia, en las Baleares, en Cataluña. ¿Quién habitaba entonces la península y qué manos crearon las extrañas tumbas de Olerda y los cimientos ciclópeos de las murallas de Tarragona? Las leyendas medievales evocan las migraciones de los hijos de Jafet, padre de la raza blanca.

Algunos etnólogos modernos se inclinan por los vascos dolicocéfalos. Vinieran de Asia Menor, de África o de la misteriosa Atlántida, el caso es que de las primeras razas que se establecieron en España no queda nada más que algunas piedras.

Pasan los siglos… Mientras Egipto observa la revolución de los astros, elabora códigos y cuenta ya más de doce dinastías; mientras Hiram, rey de Tiro, se alía con Salomón, y navegan rumbo a Oriente naves cargadas de cedros y púrpura, los futuros españoles, concentrados en la meseta, cazan bisontes, pastorean rebaños, cosechan trigo y se esfuerzan en fabricar armas, no contra los hombres, pues ignoran la guerra, sino para cazar animales o defenderse de ellos.

La base de su organización es el clan; varios clanes forman una tribu, bajo la autoridad absoluta de un jefe. Menesteres pastorales y rústicos, la adoración a los dioses y a la tribu, los balbuceos de una especie de artesanía rudimentaria, acaso también la domesticación de los caballos y de las vacas: tal parece haber sido la vida, sencilla y campestre, de esos hombres desconocidos, en el alba de la historia de España.

La aparición de la Edad del Hierro, anunciando la era de las invasiones, va a modificar la fisonomía de la población española. Diríase que la Península, hasta entonces como amurallada, estalla súbitamente como sacudida por un cataclismo cósmico y abre de par en par sus puertas a las migraciones humanas. En lo sucesivo, España va a representar su papel de encrucijada espiritual y de crisol de razas.

Es, aproximadamente, la época en que este país va a tener un nombre. Los hebreos la llamaban Sepharad, confín o extremo. Los griegos le pondrán Hesperia, occidente, o Hispania (He Spania), la esparcida. Este nombre, Hispania, es el que va, a prevalecer. Sin embargo, es más significativo el de Iberia, cuya etimología viene de la palabra celta aber, ensenada o río. Pues los primeros habitantes conocidos de la Península son precisamente los iberos, que, partiendo del valle del Ebro, poblaron gran parte de la Europa occidental.

Aquí tenemos, pues, a los iberos, los hombres del ríos, llegados sin duda de las montañas del Atlas por el estrecho de Gibraltar. Son pequeños, morenos, secos, de ojos vivos y sangre caliente. Aman la guerra, abren de buen grado su puerta a los amigos, levantan altares. Si a un viajero de nuestros días, caminando por el campo español, se le echa la noche encima, y llama al postigo de una casa de labranza, es fácil que en el hombre que se levanta y se le acerca, patriarcal y cortés, reconozca al ibero nervioso de la civilización de hierro.

A los iberos se agregaron los celtas, que llegaron del Norte por los Pirineos. Son unos guerreros rubios, fuertes, valientes. Diestros en el manejo de las armas, se imponen por su disciplina y por sus virtudes militares. Sus fundaciones principales en la España septentrional llevan aún viejos nombres celtas: Kent Aber, el saliente del río o de la ola, hoy la costa cantábrica, y los as thor, las altas montañas, es decir, las Asturias.

Parece ser que la fusión de los iberos y de los celtas se realizó sin colisiones. A los primeros, pueblo de pastores, la horda céltica, arrojada y combativa, les enseñó técnicas nuevas para trabajar los metales y rudimentos de una arquitectura elemental, a la vez que les inyectaba sangre nueva. De esta alianza étnica y social nace el celtibero, curiosa mezcla de beréber y de indoeuropeo que se puede considerar el primer español.

La mentalidad religiosa del celtibero, orientada hacia el totemismo o el fetichismo, no pasa de la fase de la superstición, aunque manifiesta gran solicitud para sus muertos, como lo demuestran numerosas tumbas descubiertas en Aragón. Los celtiberos depositaban junto al cadáver sus objetos familiares, su escudo, su lanza, sus joyas, a veces el freno de su caballo.

En todo caso, es probable que el más allá del celtibero tome la forma de las tormentas, de las tempestades, de las enfermedades, de las asechanzas que a cada paso se encontraban en la selva tenebrosa. Y cuando, imponiendo las manos en el granito de los dólmenes, invoca a la divinidad, pretende, más que su protección, apaciguar sus iras. El amor está lejos aún de atravesar aquellos duros corazones. Dios? Es la estrepitosa voz del trueno y la gran S color sangre que el rayo escribe en el cielo bituminoso de las primeras edades.