Preludio de la Reconquista

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La población de la España árabe era, técnicamente, un fondo ibero-romano-visigodo al que se añadió una mezcla de árabe, berébere y hasta balcánico. En cuanto a religión, estaba formada por musulmanes y mozárabes. Esta España ocupaba Andalucía y la costa mediterránea.

La cuenca del Ebro se había mantenido relativamente independiente. El centro y el sur de la meseta se inclinaban hacia la tendencia mozárabe. Castilla la Vieja, León y Asturias permanecían ibéricas y cristianas. Las regiones pirenaicas constituían una especie de zona neutral o más bien de reducto donde empezaban ya a refugiarse los futuros guerrilleros, los que se negaban a someterse a los árabes y no querían aceptar ni su dominación ni su religión.

La geografía política de España en los siglos VIII y Ix estaba, pues, determinada por el hecho musulmán. Las fronteras internas procedían, más que de lo económico, de lo cultural y de lo religioso. Una muralla espiritual, inmaterial y movediza, pero real y tan precisa como una línea de fortalezas, separaba España en dos zonas: latinocristiana y arabemusulmana.

Pero el duelo entre cristianos y musulmanes, limitado al principio a algunas escaramuzas, va tomando incremento rápidamente.

En ambos campos se intensifican los esfuerzos, se afianzan las posiciones. El año 1000 descubre la faz de una España nueva.

Vamos a despejar este período del enredo de reinos y del embrollo de divisiones y de alianzas políticas. No es nuestro propósito seguir a los príncipes del Norte en sus discordias dinásticas ni sacar a la luz sus intrigas. Lo que nos interesa es la progresión de la Reconquista en su conjunto, la lenta marcha de esta cruzada desde los Pirineos hasta Gibraltar,

Ha comenzado el siglo XI. Echemos una ojeada al mapa de España. La visión geográfica de la Península en el alba del segundo milenio permite, mejor que las fechas y los nombres de las batallas, apreciar el esfuerzo de las armas cristianas en los trescientos años transcurridos desde la invasión y lo que les queda por hacer. Una cadena de estados católicos, sucesivamente independientes y federados, se extiende de noroeste a nordeste y, poco a poco, se curva hacia el centro.

El reino de Asturias, creación de Pelayo, ha crecido y se ha desarrollado. Llega hasta el Duero. Ahora su capital es León. Asturias y Galicia, separadas durante algún tiempo, se unen.

Castilla, que empezó formando parte del reino asturiano, se separa de él para formar un condado y, después, un Estado.

Navarra engloba los condados pirenaicos y se extiende hasta el alto Ebro.

Aragón, que durante mucho tiempo permaneció incorporado a Navarra, asciende al rango de reino por vía de sucesión. Y absorbe el condado de Pallase, importante centro político en los Pirineos centrales.

Por último, Cataluña merece mención especial por el preeminente papel que, desde muy pronto, desempeñó en la Reconquista. La antigua Marca carolingia se había unificado en el transcurso de los siglos IX y X. Poco a poco, todos los condados de los Pirineos orientales se fueron unificando bajo la autoridad del conde de Barcelona, que, a su vez, era feudatario del rey de Francia.

La vinculación política e ideológica de la Marca catalana con los reyes francos subsiste de hecho hasta el siglo XIII. Y su trama se sigue todavía durante los siglos siguientes. Aunque los catalanes no recibieron ninguna ayuda militar de las Capetos contra los árabes, tienen conciencia de ser las avanzadas de la Francia cristiana. Surgen fuertes personalidades. Joffre el Peludo extiende la dominación cristiana hasta el Ebro.

Se erigen conventos. Obispos enérgicos hombres de acción tanto como de oración, dependientes de los Capetos, multiplican las fundaciones. Esta epidemia de la piedra, de la que tantas veces fue vehículo la Iglesia católica, se propaga cada vez más en dirección al Sur. Como si los cristianos hubieran comprendido al fin que también ellos tenían que construir.

León, Castilla, Navarra, Aragón y Cataluña montan, pues, vigilante guardia a lo largo de la cuenca del Ebro. Una guardia que se mueve y es un ala en marcha. Pero habrán de pasar quinientos años para que la ofensiva cristiana alcance su último objetivo. Medio milenio para llevar a cabo estos cuatro movimientos: sostenerse en la línea del Duero hasta el siglo XI, ocupar la línea del Tajo hasta el siglo XIII, conquistar Andalucía occidental en este mismo siglo y rematar la reconquista a finales del siglo xv.

Mientras los príncipes del Norte consolidan sus posiciones, el califato de Córdoba se va debilitando lentamente. Poco a poco, las provincias se van separando del poder central. Visires y valíes reivindican su independencia. En 1031 termina el califato. Ya no hay en España monarquía árabe, sino una federación de pequeños estados: los reinos de taifas. Córdoba pasa a ser república. Reyezuelos árabes y beréberes se reparten el suelo español. Frente a los principados cristianos del Norte, veintitrés taifas de desigual importancia sustituyen al imperio musulmán.

España es un mosaico: al Sur, numerosos reinos minúsculos en manos de señores musulmanes; al Norte, unidades de población no más grandes que cantones, cada una bajo la responsabilidad de un noble, pero cuyo conjunto forma una soberanía. A medida que va periclitando la cultura mahometana y se van debilitando los ejércitos árabes, los cristianos se van animando y ganando terreno. En Córdoba se toca la flauta y se recitan versos.

En las montañas del Norte se hace ejercicio militar. De suerte que la frontera ideal que separa a cristianos y musulmanes se va corriendo lentamente de Norte a Sur. Lentamente, en efecto, pues los cristianos son prudentes y los musulmanes están aún muy fuertemente agarrados a sus posiciones. Por otra parte, no hay no habrá jamás verdadero odio entre el Norte y el Sur. Simplemente una extraña pelea, interrumpida con treguas inesperadas, una alternación de matanzas tremendas y de gozosos armisticios: un juego salvaje.

El fraccionamiento del antiguo califato de Córdoba no podía menos de favorecer la causa cristiana. Fernando I el Grande, primer rey de Castilla y de León unidos, se pone al frente de la Reconquista. Sitia a los soberanos moros de Toledo, de Zaragoza y de Badajoz y les impone tributos. El voluptuoso Motadid, protector de los poetas y rey de Sevilla, se persona en el campamento de Fernando y le implora clemencia.

Sin embargo, este príncipe no era un cobarde. Batallador y cruel, conservaba en un cofre las cabezas de sus enemigos con una etiqueta en la oreja y en la etiqueta el nombre, para acordarse. Cuando no los consideraba dignos de tal honor, colocaba sus cráneos en un patio de su palacio y plantaba en ellos flores. Luego, aspiraba golosamente su aroma cuando se dirigía a su serrallo, donde le esperaban ochocientas cortesanas. Así fue Motamid, hijo de Abul Kasim, de la familia de los Yemenitas, que se prosternó a los pies del rev cristiano.

Fernando conquista el norte de Portugal y expulsa de él a los mahometanos. Por último, intenta una acción de importancia contra Valencia. Pero, en el camino, cae enfermo y tiene que volver atrás. Celebra las Navidades en la basílica de León y muere a los dos días «en olor de santidad», dicen las crónicas. Fernando I es el primer rey católico.

Antes de su muerte, ocurrida en 1065, Fernando repartió sus Estados entre sus tres hijos. A Sancho le asignó Castilla y los tributos de Zaragoza; a García, Galicia y los tributos de Sevilla; a Alfonso, León y los tributos de Toledo. Es el último quien asume la sucesión moral y política de su padre. Será el «emperador de las dos religiones».

El reinado de Alfonso VI se inicia con una guerra fratricida contra Sancho, Derrotado, se refugia en los dominios de Mamún, rey de Toledo. Esta convivencia con los mahometanos y la corte toledana le es muy beneficiosa, pues le permite conocer la mentalidad y la psicología de sus futuros adversarios. Muere Sancho y Alfonso entra en posesión de Castilla.

Aprovechando sus ventajas, finge apoyar a Alcádir, sucesor de Mamún en el trono de Toledo, contra el rey de Badajoz, y, en pago a sus servicios, obtiene del moro la cesión de Toledo. De este modo, la frontera cristiana avanza de las orillas del Duero a las del Tajo. Pero Alfonso no se conforma con ostentar el título Toleti Imperii rex magnificus triumphator y ocupar la primera metrópoli cristiana, la antigua capital de los soberanos visigodos: decide proseguir su marcha hacia el Sur. Con el pretexto de proteger a Alcádir, a la sazón rey de Valencia, contra sus demasiado turbulentos vecinos, pone sitio a Zaragoza.

Por último, pasa el Guadalquivir, entra en Sevilla y llega hasta la playa de Tarifa, lugar del primer desembarco árabe. Ante las Columnas de Hércules, Alfonso lanza un rugido de alegría: <<¡Por fin he llegado al último límite de España!» Y, picando espuelas, mete su caballo en el mar, de cara a África.

Ese jinete forrado de hierro que, después de atravesar España de parte a parte de León a Sevilla, galopa por la playa andaluza y se abre camino entre las espumas, ¿no es el Ángel Anunciador de la Reconquista? Se adelanta en cuatro siglos a las legiones de Isabel la Católica. A su lado se proyecta la sombra gigante del Cid y su lanza enhiesta tras el escudo de plata. Ese Arcángel furioso va a hacer temblar a España.