Mientras Fernando VII intenta, tardíamente, una aproximación con los liberales, los absolutistas se escinden en dos grupos: los moderados, partidarios de una política de compromiso, y los apostólicos o ultramontanos, que quieren restaurar una monarquía digna del pasado.
Ya no se hacen ilusiones con Fernando VII. ¡Quién podía seguir teniéndolas! ¿No había probado bien su cobardía y su inconsecuencia? Por lo cual, los ultramontanos, sin esperar a la muerte del rey, se agrupan resueltamente en torno a su hermano don Carlos, quien, por otra parte, está destinado a suceder a Fernando VII, puesto que los tres matrimonios sucesivos de éste han sido estériles.
Se constituye en Cataluña una Federación de realistas puros, que recluta rápidamente adherentes en el País Vasco, en Navarra y en Aragón. Ha nacido el «carlismo». Pero, al mismo tiempo, Fernando VII casa en cuartas nupcias con María Cristina de Nápoles, con gran descontento de los apostólicos, que ven comprometidas sus esperanzas. La nueva reina es bella y alegre. Aporta a la aburrida corte de España lo que le faltaba desde la princesa de los Ursinos: alegría. Ríe a carcajadas, baila.
Muy cerca de la muerte, Fernando VII descubre el gozo de vivir. Y conoce también la felicidad que ya no esperaba: la de ser padre. María Cristina le da una hija: Isabel. Entonces el rey se apresura a restablecer la Pragmática Sanción, que deroga la Ley Sálica, asegurando así el trono de España para la hija que acaba de nacer. Tres años después, muere Fernando VII.
En los funerales del rey se observa el ritual con toda la pompa acostumbrada. En el momento en que va a ser depositado el féretro en el panteón del Escorial, y antes de cerrarlo, el capitán de guardias se aproxima e interpela al cadáver por tres veces: «¡Señor!… ¡Señor!… ¡Señor!» Al cabo de un momento de silencio, el capitán dice con voz grave: «Su Majestad no contesta. El rey está verdaderamente muerto.» Después, rompe su bastón de mando y echa los trozos al pie del féretro.
¿Quién va a reinar ahora? María Cristina, viuda de Fernando, asume la regencia mientras llega Isabel a la mayoría de edad. Pero don Carlos no está conforme. Pasando por encima de las últimas disposiciones de su hermano, pretende para sí la corona de España. Y así empieza entre carlistas y cristinos una lucha de variable fortuna que va a durar hasta final de siglo.
Como siempre, en esta nueva guerra civil se enfrentan dos tendencias que se concretarán en dos partidos. María Cristina se orienta hacia el liberalismo y vuelve a la fórmula del «despotismo ilustrado». Don Carlos adopta la monarquía tradicional y la religión. Pone su ejército bajo el patronazgo de la Virgen de los Dolores. Siete años dura la guerra cristino-carlista. Por ambas partes, la valentía y la crueldad son grandes.
Don Carlos ha encomendado el mando de su ejército al vasco Tomás Zumalacárregui, guerrero de indomable energía que no admite ni la huida ante el enemigo ni el derrotismo. Al soldado que pretenda retroceder, juna bala en la cabeza! Pero una bala recibida por él en el sitio de Bilbao le corta la carrera. Otros carlistas se destacan por su encarnizada fidelidad al príncipe. Orbe y Elío, el marqués de Valdespina, Ignacio de Uranga, Simón de la Torre y, sobre todo, el cura Merino.
Primero simple pastor, después cura de su pueblo natal, Merino no ha abandonado la sotana. Pero no se desprende jamás de su pesado sable de caballería ni de un enorme trabuco cargado de pólvora. Dicen que nunca duerme y que el tiempo debido al descanso lo dedica a solitarias cabalgatas por los montes. Cabrera, cuya madre, en represalia por las atrocidades carlistas, es panda por las armas, y que, al enterarse de esta noticia, exclama: «Levantaré a la memoria de mi madre la más alta pirámide de cadáveres que el mundo ha visto.» Y cumplirá la promesa.
Esos hombres despiadados guerrean en condiciones sumamente difíciles, acampando en medio de las rocas, extraviados en inextricables bosques, enterrados en profundos barrancos. La guerrilla, siempre la guerrilla…
Del lado cristino, dirigen la lucha jefes igualmente valientes. Primero Rodil, después Mina y Valdés, por último Espartero. Las operaciones militares, largas y penosas, se desarrollan en una superficie bastante reducida. Zumalacárregui pone sitio a Bilbao, pero es gravemente herido, y se levanta el sitio. Un segundo intento de apoderarse de Bilbao fracasa.
Don Carlos, sin desalentarse lo más mínimo, se dirige a Madrid. En el momento de entrar en la ciudad, le da miedo y ordena la retirada. Sus tropas están cansadas, si no decepcionadas. En su estado mayor se introduce la traición. Don Carlos capitula. El ejército carlista y el ejército cristino, formados. frente a frente en el llano de Vergara, entre el río Deva y la carretera de Placencia, se rinden mutuamente honores. «¡Abrazaos, hijos míos!», exclama Espartero.
Acaso hubiera triunfado el carlismo con un pretendiente mejor dotado y jefes militares menos improvisados. En todo caso, el movimiento tiene el estilo tradicional de la guerrilla. Esos carlistas apostados detrás de un peñasco rezándole a la Virgen mientras apuntan al enemigo se encuentran en cada recodo de la historia de España.
Llevan bordado en su guerrera de burdo paño un Sagrado Corazón con esta inscripción: «Detente, bala, que el Sagrado Corazón está conmigo.» Devoción cerrada, odio a toda innovación política, apego a los fueros, estrecha identificación del trono y del altar intolerancia apasionada, para decirlo de una vez, es lo que caracteriza a los partidarios de don Carlos.
Así batallaban contra los moros tras el rey don Pelayo y con el rey don Sancho. Todavía se ven, en algunos pueblos vascos o catalanes, las paredes de piedra en las que los carlistas afilaban las bayonetas. Esta rúbrica esculpida en el granito simboliza la perennidad del carlismo, que no muere con el abrazo de Vergara.
Durante mucho tiempo arderán focos carlistas en las montañas vascas y navarras. Parecerán extintos, pero lanzarán súbitas chispas. El carlismo expresión del absolutismo ciego y del catolicismo intransigente sobrevive a don Carlos. Mal servido por un príncipe mediocre, reencarnará, pasado un siglo y casi día por día, en un hombre de guerra.