Pedro el Cruel, Hombre de su Tiempo

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Cuando Pedro I sube al trono tiene quince años. El ambiente en que ha vivido hasta entonces es complejo. Su madre, una princesa portuguesa, no tiene autoridad sobre él; la amante de su padre, Leonor de Guzmán, acaba de morir asesinada; no tiene amigos. Le casan con Blanca de Borbón, cuñada del delfín de Francia, el futuro Carlos V.

Es una niña de catorce años. Forman los dos una pareja enternecedora. Van cogidos de la mano, avanzando como en sueños. Esos dos adolescentes, cabalgando en palafrenes blancos y vestidos de brocado de oro adornados de armiño, parece que han salido de una vidriera medieval. La buena gente los contempla extasiada. ¡Cómo se aman!

La verdad es que Blanca ama a Pedro, pero Pedro no ama a Blanca. Si ha consentido en esta boda, ha sido por la fuerza. Suelta la mano de su tierna esposa y se pone a pensar en su amante, María de Padilla, y en la hija que ésta le ha dado. Pasados dos días, Pedro I no puede resistir más y corre a reunirse con María de Padilla.

Esta, más razonable, le induce a volver junto a su esposa. Mas sólo otros dos días permanece con ella, y toma de nuevo a la mujer amada. A Blanca no le quedará sino llorar a aquel marido efímero, al que nunca más volverá a ver.

Una noche, el rey, embozado el rostro, sale por las calles de Sevilla. En una de ellas el vigilante quiere cortarle el paso. Pedro I no es paciente: tira de espada y mata al hombre. Luego se vuelve a toda prisa al Alcázar. Pero había una anciana que había presenciado la escena. Al día siguiente fue citada a declarar.

Como el asesino llevaba la cara embozada en la capa, la única seña distintiva que pudo dar la anciana fue que le chascaban las rodillas. Toda Sevilla conocía esta particularidad del rey. Luego era él el asesino. Don Pedro de Castilla confesó el hecho. Y como no se le podía aplicar el castigo acostumbrado en tal caso, que era decapitarle y exponer su cabeza en el lugar del crimen, el rey mandó que hicieran una estatua de piedra a imagen suya y la pusieran en un nicho en el lugar del crimen. Así se hizo, y todavía se ve en la calle de la Candileja, la calle del farol de la vieja.

Don Pedro I, gran faldero María de Padilla no basta a satisfacer sus apetitos, desaprueba el libertinaje de los clérigos. Y toma severas medidas contra las «barraganas de clérigos». Pero sin gran éxito, porque las damiselas de que se trata gozan de altas protecciones. Esto le hace concebir un gran desprecio por la Iglesia, y lo manifiesta tratando muy bien a los judíos y a los árabes. «No tengo mejores vasallos que los hebreos y los moros», declara paladinamente, mitad sincero, mitad cínico.

El lugar donde más a gusto se encuentra el rey don Pedro es en el Alcázar de Sevilla, donde pasó su infancia. Y en el Alcázar vive con un lujo oriental, servido por musulmanes enturbantados, como un califa, cuyas costumbres adopta. Doña María de Padilla es la reina del serrallo. Se la ve pasar por el patio de las Muñecas, envuelta en gasas bordadas de perlas, camino de la piscina donde se habían bañado las sultanas almohades.

Cuando ella sale, los personajes palaciegos han de coger en el cuenco de la mano un poco del agua del baño y beberla devotamente. Así lo ha mandado el rey. Un día, un caballero se negó a aquella libación ritual. Cuando Pedro le preguntó irritado las razones, el caballero dio esta sutil respuesta: «Temo que, después de probar la salsa, me tiente la perdiz.»

Pero en el horizonte del voluptuoso reinado de don Pedro el Cruel se acumulan las nubes. Aragón, con un pretexto capcioso, declara la guerra a Castilla. Don Pedro no es cobarde, pero carece de dinero. Impone tributos a los comerciantes de Sevilla y aumenta su tesoro con las riquezas que adornan los sepulcros de sus antecesores Fernando III y Alfonso X.

En el primero, el rey Fernando llevaba una corona de oro y preciosos brocados; en la mano derecha, la espada con que conquistó Sevilla, que tenía en el pomo un rubí tan grande como un huevo y en la cruz una esmeralda de un verde purísimo; en la izquierda, la vaina de la espada, con muchas piedras preciosas incrustadas. Si se añade que en la mano de la Virgen brillaba un anillo de oro con un rubí más grueso que una avellana, y que dos mil piedras zafiros, esmeraldas, topacios guarnecían el tabernáculo de la capilla fúnebre, se deduce que el saqueo fue importante.

Leonor de Guzmán había tenido del Vengador cinco hijos ilegítimos. Antes de emprender la guerra contra Aragón, Pedro I de Castilla decidió acabar con ellos. Comenzó por Fadrique. Al pasar por el pórtico del Alcázar, cae derribado de un mazazo.

Un esclavo moro le da el golpe de gracia. Y llevan su cadáver a la sala de los azulejos, donde está el rey acabando de cenar. Después les llega el turno a los otros infantes, que son ejecutados, a mazazos también, por sus ballesteros. Le llevan sus cabezas colgadas de los arzones de las sillas. Pero la cabeza de Enrique de Trastámara no la tendrá jamás.

Enrique de Trastámara se alía con el rey de Aragón, lo que da al conflicto castellano-aragonés un carácter de arreglo de cuentas familiar. Las operaciones militares propiamente dichas sirven de pretexto para represalias espantosas. Los soldados de Enrique de Trastámara, acuartelados en uno de sus castillos, exigen, para seguir combatiendo, que les entreguen para su solaz a la mujer y a la hija del gobernador.

Informado don Pedro de este hecho, captura a los hombres de Trastámara y manda descuartizarlos y quemarlos, a la vez que decreta la muerte de cuantos, de lejos o de cerca, tienen algo que ver con Enrique de Trastámara. ¡Ay de los castellanos que dispensen buena acogida a don Enrique! Les esperan tremebundos castigos, como el infligido a los vecinos de Miranda, donde los principales fueron cocidos vivos en calderas, delante de don Pedro. Sin duda por hartura de tantos horrores, Castilla y Aragón hacen las paces.

El mismo año en que los dos reinos deponen las armas, sobreviene un doble acontecimiento que atañe directamente a la vida sentimental de don Pedro el Cruel. Doña Blanca de Borbón, la triste reina abandonada, muere en el castillo de Medina Sidonia. Allí la había relegado el rey, asignándole según dicen la tarea – de confeccionar una bandera «con el fondo del color de la sangre y el bordado del color de sus lágrimas».

Se cuenta también que don Pedro, queriendo acabar con aquella importuna carga, encomendó a uno de sus ballesteros la misión de quitarle la vida a doña Blanca. Cuando el ballestero entró en la cámara de la reina, hallóla en oración. Doña Blanca volvió la cara, comprendió de qué se trataba y gimió con voz trémula: «¡Oh Francia, noble país mío, oh sangre mía de Borbón! Hoy cumplo diecisiete años.

El rey no me ha conocido. Me voy con las vírgenes. ¿Qué te hice yo, Castilla?» El ballestero no la dejó acabar. Levantó su pesada maza y la dejó caer sobre la cabeza de la niña. Estalló el cráneo y los sesos salpicaron los muros. A los pocos días de la muerte de doña Blanca, sucumbía a su vez doña María de Padilla. Se le hicieron a ésta suntuosos funerales y, al año siguiente, sus restos mortales fueron trasladados con gran pompa a Sevilla, en cuya catedral descansan cerca de la tumba de San Fernando.

Un año después, la peste se llevó al hijo que don Pedro había tenido con doña María de Padilla, al que pensaba dejar heredero. ¡Los dos únicos seres que había amado en su vida! A don Pedro el Cruel, liberado del amor, no le queda ya más compañía que su crueldad.

Enrique de Trastámara no ha renunciado a tomar venganza resonante de don Pedro, asesino de su madre por delegación, ase sino igualmente de sus hermanos. Induce al rey de Aragón a reanudar las hostilidades y, para animarle, contrata mercenarios en Francia, prometiéndoles maravillas para cuando se gane la guerra.

De ahí viene aquello de «castillos en España». Pedro el Cruel está triste y cansado. Mas no es hombre que se rinda. Se alía con los musulmanes de Granada y, no pudiendo atacar de frente a las tropas aragonesas, se limita a salvajes y breves combates cuerpo a cuerpo. La guerra se eterniza. Cuando parece que va a terminar, cobra nueva y terrible virulencia porque Francia e Inglaterra deciden intervenir, una al lado de Aragón y Enrique de Trastámara, otra a favor de Castilla y de don Pedro.

La participación de Carlos V en el conflicto se traduce en el envío a España de las Grandes Compañías. Buen medio de librar de ellas provisionalmente a Francia! Doce mil aventureros, mandados por Bertrand Du Guesclin, bajan por el valle del Ródano se detienen en Aviñón para pedir al papa una subvención, puesto que van, en principio, a luchar contra el infiel, pasan los Pirineos, se unen con las tropas de Enrique de Trastámara y, casi sin lucha, conquistan Castilla.

Pedro el Cruel huye a Toledo. Enrique de Trastámara es consagrado en Burgos rey de Castilla. A Du Guesclin le hace grande de España y duque de Molina. Pero Inglaterra y el Islam retardan la caída de Pedro el Cruel. Solicitado por éste, el rey moro de Granada pone sitio a Córdoba. Durante mucho tiempo, la lucha se mantiene indecisa; mientras tanto, el pendón español flamea junto a la bandera negra de los Abasidas. Por fin vencen los españoles. La intervención inglesa es más afortunada. El rey destronado, ponderando sus riquezas al Príncipe Negro especialmente un carbúnculo tan puro que alumbraba lo mismo de noche que de día, había logrado interesarle por su causa. Gracias a la complicidad del rey de Navarra.

Carlos el Malo, las tropas inglesas pasan el desfiladero de Roncesvalles y se encuentran en Navarrete con las de Enrique de Trastámara y de Du Guesclin. Trastámara sufre una derrota y los ingleses hacen prisionero a Du Guesclin. Pero el terrible bretón logra la libertad mediante un fuerte rescate y, sediento de venganza, se une de nuevo a Trastámara en el sitio de Toledo y persigue a Pedro I hasta su castillo de Montiel.

Pedro I intenta huir a favor de la noche. Mas, en lugar de los caballos que esperaba, el fugitivo se encuentra con los mercenarios de Du Guesclin, que le conducen a la tienda del jefe. Se presenta Enrique de Trastámara. Los dos medio hermanos se miran con odio, se insultan y llegan a las manos. Ruedan por el suelo. Trastámara saca su daga, busca la coyuntura de la cota de malla y hiere salvajemente. Así acabó, en 1369, Pedro I el Cruel, cuyos crímenes rodearon la corona de Castilla de una niebla de sangre.