Otra vez la Cruzada

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En su calidad de rey de España, Carlos V no puede desinteresarse de la cruzada. Es verdad que su abuela, Isabel, echó de España a los moros. Pero quedan los moriscos, con los ojos mirando a la costa africana, y los propios moros despedidos hace medio siglo y que no apartan de España la mirada.

Es, además, emperador romano y, en calidad de tal, protector natural de la Cristiandad contra el Islam. Por último, el imperio germánico, del que él es titular, es amenazado en el Danubio por los turcos. Tres graves motivos que le obligan a intervenir en África del Norte.

Desde el reinado de los Reyes Católicos, el Islam ha evolucionado profundamente. Ya no es posible hablar de bárbaros refiriéndose a los turcos. Su administración en manos de europeos renegados o asimilados es una de las mejores del mundo, y no pocos Estados europeos podrían envidiar el equilibrio de sus finanzas el sultanin turco vale tanto como el ducado veneciano, la disciplina de su ejército y la excelencia de sus bastimentos militares.

El imperio otomano de los Osmanlíes, en el que reina Solimán el Magnífico, Comendador de los Creyentes, es una gran potencia con la que tienen que contar los Estados europeos. Y en efecto, los turcos son tratados con respeto, tanto por Francisco I, que hasta llega a aliarse con ellos, como por los príncipes alemanes e italianos y aun por los papas. Únicamente Carlos V abriga el designio temerario hasta la insensatez de abatir el poder de Solimán. Pero no es cosa de atacar de frente a ese temible adversario. Hay que esperar la ocasión.

Y aquí está, Muley Hasán, sultán de Túnez, acaba de ser expulsado de sus estados por un famoso corsario, Haradin o Khair-Eddin, hijo de madre cristiana y de un griego renegado. Por sus cejas y su barba le llaman Barbarroja. El sultán destronado manda un embajador a Carlos V solicitando su intervención y prometiéndole, a cambio, su vasallaje perpetuo. Carlos V decide actuar. Reúne trescientos navíos en Barcelona, embarca él mismo en uno magnífico sobre el que flamean veinticuatro pendones de tejido de oro, y manda poner rumbo a la costa tunecina. Treinta mil hombres desembarcan cerca de las ruinas de Cartago.

Entre ellos hay italianos, alemanes y españoles, que, naturalmente, disputan entre ellos sin dejar de combatir con valentía. Toman al asalto el fuerte de la Goleta. Los turcos huyen. Entre los combatientes hay uno que se distingue por su valor. Es Garcilaso de la Vega, el poeta soldado. Barbarroja, furioso, retorna a Túnez. El tiempo justo para reunir unos miles de hombres y recoger sus tesoros. Se dirige a Bona, donde encuentra catorce de sus galeras, y navega a toda prisa rumbo a Argel. Carlos V está en Túnez.

Restablece en su trono al sultán Muley Hasán, que se convierte en tributario suyo, y le cede Bona, Bizerta y la Goleta. Veinte mil esclavas cristianas son libertadas. El regreso de Carlos es un viaje triunfal. En sus escalas en Palermo, en Mesina y en Nápoles, la población hace un recibimiento entusiasta al «campeón de Europa en África y en Asia». A la entrada de las ciudades hay banderolas con estas palabras: «Desde que sale el sol hasta que se pone.»

Esta resonante victoria de la Cruz contra la Media Luna no se repite. Carlos V, exaltado por el triunfo, decide emprender una acción punitiva contra Argel, capital de la piratería berberisca. La flota imperial, formada por sesenta galeras y doscientos navíos, singla hacia la costa argelina. Estalla una terrible tempestad. Catorce galeras se estrellan contra las rocas, cien barcos quedan destruidos.

Sin embargo, la expedición logra desembarcar en el cabo Matifu, a veinte kilómetros de Argel. Durante varias horas, los soldados imperiales, cegados por las trombas de agua, con los pies hundidos en el fango, intentan librarse de los árabes, que los rodean como enjambre de avispas. Acaban por retroceder, llegando hasta Bujía, donde los esperan los barcos que no se han ido a pique.

No todos llegan a Cartagena. Junto a Carlos V, derrumbado en la proa del navío almirante, se encuentra Hernán Cortés, el hombre de la Noche Triste. Y, como en Tlaxcala, una lluvia negra flagela a los vencidos. El mismo año, Solimán invade Hungria y transforma en mezquita la catedral de Ofen, Dos años después, la flota turca bombardea Niza y los jenízaros de Barbarroja establecen sus cuarteles de invierno en Tolón. Carlos V ha perdido la batalla contra el Islam.