Así suspira, ante el paisaje de Castilla la Vieja, Antonio Machado, el cantor de Soria. Pero al mismo tiempo denuncia con amargura la ineptitud del español para gobernarse.
Otros escritores se recrean como él en una especie de vilipendio deleitoso en el que entran singulares componentes, aparentemente contradictorios: repulsa de la tradición y, al mismo tiempo, búsqueda apasionada de las fuentes, afán de renovación y culto a la originalidad nacional.
La quiebra de la monarquía, el derrumbamiento del imperio colonial, la ignorancia de las masas, a la que ningún gobierno quiere, al parecer, poner remedio, la increíble miseria de ciertas zonas rurales, los escandalosos abusos del caciquismo, la mediocridad del monarca y de su camarilla, son razones sobradas para el pesimismo.
España se descompone. Se aleja de Europa como una balsa a la deriva. Hay que darle nueva vida e incorporarla a Europa. Esta es la posición de la «generación del 98», que, en ese año de 1898 en que España ha dejado de ser potencia, espera todavía que vuelva a ser potente, a condición de no pensar en el pasado. El abogado Joaquin Costa exclama: «Hay que cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid.» Y resume la política a seguir en tres palabras: «Escuela y despensa.»
En efecto, ¿cómo hablar de grandezas cuando los trabajadores del campo se alimentan de bellotas en invierno; cuando, en algunos pueblos de la provincia de Teruel, las ventanas no tienen cristales; cuando los habitantes de Las Hurdes viven en cuevas como los hombres primitivos; cuando gallegos y vascos, para no morirse de hambre, emigran por millares a América, allí donde, no hace todavía mucho tiempo, reinaban sus abuelos como dueños absolutos?
Durante algún tiempo, la generación del 98 intenta interesarse directamente por los problemas sociales. Quiere «ir al pueblo». Costa es el elemento dinámico de este grupo, más inclinado en conjunto a la especulación que a la acción. Trata de aplicar fórmulas prácticas a los males que padece el proletariado campesino. Pero no hay panacea para curar las enfermedades económicas.
Había que cambiar todo el sistema. Mucho antes que el francés Pierre Poujade, Joaquín Costa inicia una lucha contra el fisco. Incita a la rebelión a los campesinos aragoneses y no le arredra propugnar abiertamente la acción ilegal, puesto que las vías legales no llevan a ninguna parte. A los que se le acercan a quejarse de las exigencias del amo, Costa les suelta brutalmente: «¿Y para qué queréis las hoces?»
Pero los intelectuales del 98 se cansan pronto de esa batalla sin fin. Sus tendencias, su origen burgués, su formación espiritual, unidos a una evidente falta de calor el pueblo veía bien que se forzaban, los incapacitaba para la acción colectiva. Pese a sus conmovedores esfuerzos, no podían abandonar la rigidez del profesor o el tono perentorio del filósofo profesional.
Sin embargo, las ideas que ellos sembraron no se perdieron. Recogidas por los dirigentes de los sindicatos y de los partidos obreros, las adaptaron a la inteligencia de sus camaradas y las tradujeron en fórmulas rotundas.
A la clase obrera la salvarán los obreros mismos. Los que han de salvar a la clase obrera serán obreros.
Pero los hombres del 98, que fracasan en su deseo sincero de mejorar en algo la situación del proletariado, triunfan totalmente en el terreno intelectual. El hecho de que no representen ni una escuela, ni un pensamiento, ni una corriente de opinión, y de que cada uno edifique solitario su obra, es una característica más de su genio.
Encarnan todas las disciplinas, abordan todos los géneros. Hay entre ellos ensayistas Ganivet, Azaña, Azorín, Ortega y Gasset más tarde; sociólogos Hurtado, Azcárate; un historiador Altamira; dos poetas Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado; músicos Falla, Granados, Albéniz; dos novelistas Baroja y Valle Inclán, y uno de los más grandes genios verbales de España, el que, por reacción contra el desencanto de los pensadores del 98, proponía a España como ideal de Europa y a Don Quijote como modelo: Miguel de Unamuno.
Hay que incorporar al movimiento intelectual del 98 una curiosa doctrina docente, que penetrará en los medios universitarios de la segunda mitad del siglo XIX y persistirá hasta la primera guerra mundial. Es el krausismo, que un joven castellano lleno de entusiasmo, Julián Sanz del Río, va a buscar a Alemania e implanta en España. La nueva doctrina, reservada al principio a un grupo de iniciados, alcanza gran éxito a finales de siglo y, gracias a la personalidad de su adalid, Francisco Giner de los Ríos, influye en la cultura y en la enseñanza españolas. Los krausistas profesan el culto a la ciencia, la fe en una pedagogía moderna, el respeto a una moral estricta.
Realizan sus principios fundando la Institución Libre de Enseñanza, que, tras unos comienzos difíciles, llega a gozar de la protección oficial y a ser un verdadero seminario laico. Todos los profesores e intelectuales que prepararon el advenimiento de la Segunda República española se formaron en la Institución. Pero el krausismo quedó limitado a un núcleo avanzado, a una aristocracia del pensamiento.
Choca con los medios católicos y tradicionalistas, que se asustan de que se aborden crudamente los problemas sexuales, de que el estudio de la biología reemplace al de la religión, de que la vida al aire libre muchachos y muchachas mezclados suplante a las diversiones pías. La renovación no llega al pueblo, deliberadamente privado de enseñanza superior. En definitiva, esa espiritualidad fría, que se resiente de los brumosos sistemas alemanes, esa afectación de indiferencia religiosa bajo la que hay un fondo de panteísmo, no hace mella en la vieja España. Cierto que el krausismo, al estimular la investigación científica, presta un eminente servicio a la Universidad española.
Contribuye al genio de un Menéndez Pelayo o de un Marañón. Pero no pasa de ser un experimento pedagógico, apasionante, mas estrechamente circunscrito. Esos «apóstoles laicos», por más que sean generosos y hábiles al mismo tiempo, fracasan en su propósito de extender a España el Kulturkampf de Bismarck. Pero ¿abrigaban ese propósito?
¿Qué juicio merecen los hombres del 98? Sus escritos, sus obras y su influencia han hecho del final del siglo XIX y los comienzos del xx una especie de Siglo de Plata, una Contrarreforma del pensamiento. En esto, su aparición en el tormentoso firmamento de ese siglo declinante fue saludable. La «grandeza» había sucumbido, pero los valores espirituales pervivían.
Acaso nunca habían brillado con tanto esplendor. En cambio, el fracaso social es completo. Seguramente España no estaba preparada para una república de profesores. Y éstos, con toda su buena voluntad casi ingenua, carecían de puntos de apoyo políticos. Era natural que la España tradicionalista los rechazara, puesto que ellos la habían rechazado, y también lo era que el proletariado desconfiara de ellos, puesto que procedían del campo enemigo.
¿Qué podían tener de común obreros y campesinos con aquellos burgueses disfrazados de apóstoles? Cerebro, no músculos. Se explica, pues, que los pensadores del 98, después de haberse «comprometido» imprudentemente, se retiraran a su tienda. Además y ésta es la razón principal del fracaso de su misión, aquellos hombres de talento, aunque especialistas de la síntesis, no supieron conciliar el modernismo con la tradición. Esta actualización de los viejos temas hispánicos la realizará, treinta años después, García Lorca y hasta Pablo Picasso, en el campo de la expresión estética – al menos en su primera manera.