No una peninsula, sino una «más que isla»

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Altamira dice que España es una península perfecta. Rodeada de agua por todas partes, sólo el istmo pirenaico la une a Europa. Maurice Legendre ha inventado la palabra: plusqu’lle, más que isla.

Pues España, tan aislada como una isla, tiene también «el poder, la complejidad y la unidad de un continente». ¿Qué horrible cataclismo arrancó en remotos tiempos, de un solo tirón, ese trozo ibérico del macizo pirenaico, rompiendo en enormes fragmentos el bloque de la futura Europa? Pero España, soldada a las cordilleras terciarias, surcada por los fuertes relieves de la Meseta, aunque a punto de ser isla, sigue siendo continente.

Y esa Meseta bastaría por sí sola para justificar el carácter continental de España. Esa alta llanura, formada por terrenos muy antiguos, ocupa la mitad del macizo ibérico. Limita al Norte con los montes Cantábricos, al Nordeste y al Este con los montes Ibéricos, al Sur con Sierra Morena, al Oeste con las pendientes portuguesas y gallegas.

La rodean tres cuencas: la del Ebro, la del Guadalquivir y la del Tajo inferior. Por último, en el extremo norte y en el extremo sur, la imponente cadena montañosa de los Pirineos y la cordillera Bética prolongación del sistema montañoso rifeño cierran España. Pues este continente está, en efecto, cerrado, de donde quizá viene su nombre, Spania: escondida. Y las sierras la amarran como correas.

¿Por qué sierras? Porque las montañas españolas se destacan contra el cielo agudas y rotundas como dientes de sierra. En cuanto a los Pirineos, deben su nombre a que fueron, en tiempo, volcánicos.

Una noche, unos pastores encendieron lumbre para calentarse y cocer la comida; las llamas, avivadas por un fuerte viento, incendiaron las matas y los árboles, se propagaron a los bosques vecinos y el fuego se fue extendiendo hasta que todas las montañas quedaron convertidas en una inmensa hoguera. Por eso la leyenda atribuye a los Pirineos la etimología de la palabra griega, que significa fuego.

El este y el sur de España, desde el arranque de los Pirineos hasta el estrecho de Gibraltar, está bañado por el Mediterráneo; el oeste y el norte, por el océano Atlántico. El perfil de las costas parece trazado por la mano de un artista. Del cabo de Creus a la bahía de Algeciras, el litoral mediterráneo dibuja cuatro grandes arcos de circulo, suspendidos frente a Africa como una guirnalda.

El litoral atlántico, desde Fuenterrabía hasta El Ferrol, es tenso como un hilo rectilíneo. De La Coruña a la frontera portuguesa es quebrado, recortado. Entre el Guadiana y Tarifa forma una curva suave. La costa española, a veces erizada de rocas, a veces terminando en lagunas, franjeada de arcilla o cayendo a pico sobre el mar, ofrece todos los aspectos, desde el fiordo noruego hasta los acantilados bretones.

El curso de los ríos es casi siempre paralelo a las cordilleras que les han dado origen. Esta norma se cumple en los ríos españoles, que siguen casi todos una línea perpendicular al meridiano. Los principales ríos de España son el Ebro, el Guadalquivir, el Guadiana, el Tajo, el Duero y el Miño. Otros, como el Guadalete, el Tinto, el Llobregat, el Genil y el Gállego, pobres en agua, son ricos en historia.

El Ebro el Iberus de los antiguos nace al pie de las montañas de Castilla la Vieja. En el curso de su majestuoso descenso al Mediterráneo, recibe casi todas las aguas de Navarra, de Aragón y de Cataluña y baña ciudades importantes, como Zaragoza y Logroño. El Guadalquivir el «río grande» de los árabes, el antiguo Boetis, alimentado por los torrentes de Sierra Nevada, fertiliza los potreros de Córdoba y las labranzas de Sevilla.

El poeta Marcial recomendaba las aguas del Guadalquivir para teñir el pelo: «Betis el de la cabellera coronada de olivo, en tus límpidas ondas toman tan vivos colores las doradas melenas.» Esos colores que suelen verse en el Guadalquivir, cuando se alza la mañana sobre las Arenas Gordas de la legendaria Tartesos.

El Guadiana el Anas de los celtas (la nodriza), al que los árabes antepusieron la palabra Uadi tiene su cauce en lo hondo de una cuenca formada al sur por Sierra Morena y al norte por los Montes de Toledo. A lo largo de su curso, se sale de cauce, se pierde en las praderas de La Mancha, luego resurge en manantiales los Ojos del Guadiana y por último, al llegar a la frontera de Portugal, tuerce hacia el sur y desemboca en el Atlántico.

El Tajo merece bien su nombre celta: Tag, estrangulado. Nace en Molina de Aragón y abriéndose paso a través de angostos valles y de estrechas hoces, al cabo de un caprichoso recorrido vierte en el Atlántico, a la altura de Lisboa, sus prestigiosas aguas, que, según dicen, arrastran arenas de oro. También corre hasta Portugal el Duero, que presenció la caída de Numancia y cuyas aguas favorecen la lozanía del jazmín. Por último, el Miño, que nace gallego y muere portugués.

Cuentan que, cuando los fenicios llegaron a España, encontraron en ella tantos metales preciosos que, no sabiendo cómo llevárselos, se vieron obligados a chapar de oro y plata sus anclas y los herrajes de sus embarcaciones. Pasado el tiempo, Fulvo Flaco, habiendo derrotado a los españoles, les exigió y obtuvo ciento veinticuatro coronas de oro, treinta y una libras del mismo metal en lingotes y ciento setenta mil libras amonedadas.

Según Justino, habla en Galicia tanto oro, que los labradores hendían con sus arados pellas de tierra mezclada con el rico metal. Y no digamos plata, cuya mina más famosa fue la de Guadalcanal, que proporcionó los fondo necesarios para construir el monasterio del Escorial. Minas de cinabrio, preciosas para el emperador Augusto; minas de cobre de Almadén, cuyas emanaciones arsenicales se mezclaban con el perfume del romero y la jara; minas de hierro de Mondragón, sin contar el plomo catalán, el estaño gallego, el antimonio de Santa Cruz de Mudela…

Todos los sucesivos ocupantes de España han aplicado el pico al subsuelo incluso antes de cultivar el suelo. Los vestigio que los pozos redondos de los romanos y de las torres cuadradas de los moros atestiguan la codicia de los invasores. También la piedra tentó a aquellos constructores de caminos y de obras de arte. Extrajeron de las sierras, con esforzada aplicación, alabastros, jaspes, granitos y mármoles de todos los colores. Las quinientas columnas de la mezquita de Córdoba y el acueducto romano de Segovia dan fe de la excelencia de la piedra española.

Montañas, mares, ríos, metales, piedras… ¡Qué decir de los árboles, de las flores, de los frutos! Las aptitudes vegetales de España están, naturalmente, en estrecha función de las zonas climáticas. Hay gran diferencia entre los montes asturianos, cubiertos de robles, encinas y hayas, y las lomas de tres pisos de Albaida, en Levante, al pie de las cuales se cultiva el trigo, en sus laderas la vid, mientras sus cumbres, ceñidas de algarrobos y de almendros, ostentan un penacho verde oscuro de alcornoques y de pinos.

En las llanuras de Castilla no hay un árbol, como no sea, de tarde en tarde, un viejo nogal arrimado a una iglesia. La sombra es rara y el horizonte tan claro que se distingue de muy lejos el trazo vertical de los campanarios. Pocas plantas, pocos frutos, pero, en verano, las doradas mieses se inclinan temblorosas bajo el duro viento que sopla en la meseta.

En el país vasco, donde la lluvia aviva los colores, encinas, madroñeros y brezos resplandecen de gotas en diadema. El vaho de las aradas huele a menta aplastada. Los labriegos, cubiertos con su boina, labran, a golpes regulares de laya, la tierra color de boj. En otoño, los vendimiadores pisan los grandes racimos de Vizcaya para hacer el agrio chacolí. En Aragón, a lo largo del Ebro, el campo es fértil cuando está irrigado. «Zaragoza la harta», llamaban antaño a la capital aragonesa. Harta de aceite, mas sedienta de agua. ¡Qué contraste entre Aragón y su vecina, la rica, fuerte y dura Cataluña!

Y no es que la naturaleza sea aquí más clemente: es que, aquí, el hombre, extraordinariamente activo y laborioso, ha sabido domesticar la tierra, sacarle todo lo que necesita de ella, y más. Lo mismo en los verdes valles de Andorra y de Cerdaña que a lo largo de la Costa Brava cubierta de chumberas, o en el interior de esos pueblos de nombres tan luminosos como el cielo tarraconense Castellfullit de la Roca, Arenys de – Mar, San Feliu de Guíxols, Seo de Urgel, se encuentra siempre la marca del catalán, activo, combativo y tenaz, sin el cual no habría Cataluña. Y aquí Valencia…

Los grupos de palmeras agitan sus penachos de palmas, como corazones implorando al cielo, y en seguida se inclinan, tristes y mustias. La Albufera la «mar pequeña>> de los árabes apenas ha cambiado desde Blasco Ibáñez. Las barcas se deslizan por ella entre juncos, bajo una luz de acuario.

Y la huerta de Valencia sigue cumpliendo sus cuatro milagros anuales: cuatro cosechas de cáñamo, de trigo, de judías y de maíz. ¡Cuánta fruta, cuántas flores! Desde las naranjas ¡veinte millones de naranjos! hasta las blancas moreras, los claveles, los dátiles, las pitas, los almendros y los llamados, en valenciano, dàtils de rabosa (dátiles de zorra).

Más al sur, Alicante y sus vinos espesos, Murcia y los murcianos y sus cúpulas de tejas azules. Hacia Albacete, el paisaje se oscurece. Tristes son los pinares que cierran el horizonte. Más tristes todavía esas inmensas superficies de esparto: los Campus espartiarus de los romanos.

¿Quién no se ha conmovido al solo nombre de Andalucía? Y muy auténticos han de ser sus encantos para haber sobrevivido a los golpes de la mala literatura y de los traficantes de folklore. En la parte de abajo de esa piel de toro que va de los Pirineos al Peñón, las ocho provincias andaluzas Jaén, Málaga, Granada, Almería, Córdoba, Sevilla, Huelva y Cádiz son como ocho manchas de fuego.

En realidad, Andalucía comprende tres regiones diferentes: Sierra Morena, el valle del Guadalquivir y Sierra Nevada. Sierra Morena, formada por escalones que descienden desde La Mancha a Portugal, tiene escaso parecido con la imagen clásica de Andalucía. El color predominante es el gris.

Gris verde de los olivos y de las jaras, gris oscuro de los pinos. Los rebaños que pastan a lo largo de las nada exuberantes laderas se confunden de lejos con las masas gris plata de las matas y de las chaparras. Es la región del plomo: Linares, La Carolina, Peñarroya… Al sur de Sierra Morena comienza la llanura del Guadalquivir.

Es la Bética de los romanos, con sus vegas doradas por las viñas, con su campo de Córdoba, pulposa como un fruto, Sevilla su milagro está en seguir Sevilla y tantas ciudades de nombres familiares: Sanlúcar de Barrameda, Jerez de la Frontera, Cádiz «la tacita de plata» que refleja el resplandor metálico de las salinas. Al pie de Sierra Nevada, las tres colinas bermejas de Granada. Y en Tarifa acaba España. De un tranco, estamos en África…

Esto es el paisaje, espléndido y mísero a la vez, alternando la abundancia extremada y la suma pobreza: estepa de Anatolia, y montaña suiza, y llanura toscana, y desierto de Judea o playa marroquí, evocando aquí el País de Gales y allá las lomas de Languedoc. En este medio nace, crece, labora y muere el hombre de España. Y, en primer lugar, ¿cuál es el primer español?