Matanza de Frailes

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Mientras en las montañas del Norte cristaliza la tendencia católico-tradicionalista, María Cristina se esfuerza por gobernar.

Los liberales se han dividido en «moderados» y «progresistas»; los primeros quieren que se mantenga la supremacía del poder real y los privilegios de la Iglesia; los segundos siguen decididamente la vía de la democracia y del anticlericalismo. La regente, aunque sinceramente dispuesta a mantenerse en el justo medio entre moderados y progresistas, pronto se deja desbordar por los últimos.

Mientras las Cortes retocan una y otra vez una constitución inaplicable y se suceden los jefes de gobierno Martínez de la Rosa, Mendizábal, Toreno, un vago anticlericalismo se extiende por la España cristiana. En esto, se declara en Madrid una epidemia de cólera. Y, con la epidemia, se extiende la especie de que los frailes han envenenado las fuentes. Un caluroso día de julio se produce la «matanza de frailes», en la que perecen ochenta. En la Puerta del Sol, un guitarrista ciego canta esta copla: «¡Muera Cristo! ¡Viva Lucifer! ¡Muera don Carlos! ¡Viva Isabel!» Quema de conventos.

La policía permanece inerte ante la multitud desencadenada. No puede o no quiere hacer nada. El gobierno está de acuerdo con el sentimiento popular. Toma medidas espectaculares contra la Iglesia. La Compañía de Jesús queda nuevamente abolida. Todos los conventos, menos una decena de ellos, son suprimidos y convertidos en cuarteles. Fracasadas las intervenciones del papa Gregorio XVI cerca de la reina regente, se rompen las relaciones diplomáticas entre Roma y Madrid.

Corre la sangre en la madrileña calle de Alcalá y en la Rambla barcelonesa. En el Café Nuevo, los dedos cortados de un infortuna do general sirven de cuchara de ponche. María Cristina oye desde su palacio el lúgubre tiroteo de los pelotones de ejecución. Bien quisiera frenar el celo feroz de los progresistas. Espartero la disuade y le aconseja que abdique. Ha perdido la confianza y la estimación de sus súbditos.

Madrid no le perdona sus relaciones con un oscuro oficial, hijo de un estanquero. La regente se deja convencer fácilmente. Abdica y se refugia en Francia. Espartero, que ostenta el título de duque de la Victoria desde el convenio de Vergara, se hace nombrar regente por las Cortes.

Durante el efímero reinado de Espartero se acentúa el anticlericalismo oficial. Gregorio XVI, aunque ha roto con el gobierno de Madrid, recuerda al regente que la Iglesia de España permanece bajo su obediencia. Le incumbe, pues, nombrar a los obispos. Espartero, que tiene en la cabeza otras preocupaciones, no atiende a las pretensiones del papa. Va más lejos aún: expulsa al nuncio y cierra la nunciatura.

Esta vez, los puentes entre Roma y Madrid quedan verdaderamente rotos. Una alocución de Gregorio XVI, en la que condena solemnemente la política española desde la muerte de Fernando VII, sanciona esta ruptura. Pero la regencia recoge los ejemplares de la declaración pontificia para que los españoles no se enteren de ella. Espartero ejerce el poder con tal violencia, que los españoles echan de menos a María Cristina. Fusila a los generales de la oposición, disuelve las Cortes y llega al extremo de dirigir personalmente los fusilamientos de Barcelona, acusada de «republicanismo».

Espartero acaba por huir a Londres, dejando el puesto a los moderados, que han vuelto del destierro. Después de haber sido el hombre más popular de España, un decreto especial le declara reo de «execración pública». Lo último que hace antes de abandonar España es bombardear Sevilla. Pero volverá.

Espartero es reemplazado por Narváez, jefe de los moderados. Eliminados del gobierno los progresistas, vienen mejores días para la Iglesia. Una nueva constitución estipula que la religión de la nación española es la religión católica, apostólica y romana y que el Estado se compromete a sostener el culto y a sus ministros. Mientras Madrid negocia con la Santa Sede un concordato sobre estas bases, muere Gregorio XVI y le sucede Pio IX. Al mismo tiempo, se producen en París graves acontecimientos.

Cae Luis Felipe y se proclama la Segunda República francesa. Ante el Hôtel de Ville, Lamartine hace aclamar a la bandera tricolor. La ola revolucionaria se extiende por Italia, Austria y Alemania. Roza a España. En los barrios populares de Barcelona y de Madrid gritan: «¡Viva la República!» El movimiento, reprimido por Narváez con gran rigor, no tiene consecuencias.

Pio IX, obligado a huir de los Estados pontificios, ganados por la revolución, se refugia en Gaeta. Se acoge a la protección del embajador de España y proyecta trasladarse a la península Ibérica. Pero una expedición francesa contra Roma, a la que se asocia Narváez, restaura a Pío IX en el trono de San Pedro. La firma de un concordato el de 1851 acaba de reconciliar a España con la Santa Sede.

Las Cortes declaran a Isabel mayor de edad ja los trece años! A los dieciséis se casa con Francisco de Asís de Borbón, nieto de Carlos IV, primo suyo por tanto. La corte de Isabel II es como la plaza pública de una comedia del Renacimiento. Por ella desfilan los amiguitos del rey, los amantes de la reina que manifiesta un temperamento cada vez más ardiente, los familiares de su madre, María Cristina, que vuelve del destierro llamada por los moderados. Y una monja, sor Patrocinio, que se dice visionaria y estigmatizada «la monja de las llagas», asume, al parecer, el papel de echar sobre esos personajes la capa de Noé.

Pero todo Madrid se ríe y se indigna de lo que pasa en palacio. Nadie ignora las intrigas de los favoritos. Se sabe que el financiero Salamanca se ha enriquecido fraudulentamente y que el ministro Sartorius es un concusionario. El personal de que se rodea Narváez es mediocre o corrompido a veces las dos cosas. Los progresistas se recrean en esta corrupción del campo contrario. No esperan más que la ocasión propicia para pasar a la acción. Un motín militar les abre el camino del poder.

Y en virtud de un nuevo «pronunciamiento», vuelve a Madrid Espartero y aparece en la escena política una nueva primera figura el general O’Donnell. La cuestión religiosa, que parecía arreglada, se pone nuevamente sobre el tapete. En un proyecto de constitución se declara que ningún español ni extranjero podrá ser perseguido por sus opiniones ni creencias, a no ser que las exteriorice con actos contrarios a la religión.

Este paso hacia la tolerancia religiosa es considerado por la Santa Sede como un atentado al concordato. Una vez más, el papa rompe las relaciones con el gobierno español. Mientras María Cristina, temiendo por su persona, parte otra vez para el destierro, un orador casi adolescente, Emilio Castelar, lanza en el Teatro Real la famosa frase: «¡Yo te saludo, joven democracia!»

Pero todavía no ha llegado esa aurora de la democracia, tan deseada por unos, tan temida por otros. La reacción progresista durará poco. A los tres años de asumir el poder Espartero y O’Donnell, uno y otro tienen que ceder el puesto a Narváez, y la inconstante Isabel declara en las Cortes el restablecimiento del concordato en toda la plenitud de su fuerza y vigor, anunciando al mismo tiempo las disposiciones oportunas para devolver a la Iglesia la libertad que le confirió su divino fundador…

Se trataba de la restitución de sus bienes al clero y del restablecimiento de los obispados suprimidos bajo el régimen anterior. Es decir, que las relaciones de España con la Santa Sede reflejan exactamente, en sus variaciones sucesivas, las variaciones mismas de la política gubernamental española a mediados del siglo XIX. ¿Está el nuncio en Madrid? Pues es que los conservadores están en el poder. ¿Está cerrada la nunciatura?

Pues es que gobiernan los progresistas. Pero, tras este movimiento pendular, aparece un hecho más grave. El catolicismo español, a fuerza de querer ser «integrista» y de obstinarse en no romper con el pasado, ha llegado a ser, más que un instrumento de Estado, el arma de un partido resuelto a conquistar el poder por la fuerza. Por la obstinación de los conservadores, se ha abordado cada día más el foso entre la tradición católica y el ideal democrático. En ese foso caerán centenares de miles de muertos españoles.

Mientras alternan en el gobierno los moderados de Narváez y la Unión Liberal de O’Donnell centro izquierda, se forman partidos democráticos. Los republicanos de Castelar y de Salmerón, los federales de Pi y Margall; ¡cuántos nombres nuevos! Aparecen generales que se lanzan al asalto del poder. Prim intenta siete pronunciamientos en cuatro años.

Se odia a la reina. Al grito de «¡Abajo los Borbones!», las tropas del triunvirato Prim, Serrano y Topete derrotan a las de Isabel, mandadas por el inhábil González Bravo, y se constituye en Madrid una junta revolucionaria que proclama las «libertades fundamentales» y el sufragio universal. La reina huye a Francia. ¿Ha llegado la hora de la República?