Los Últimos Reyes Visigodos y la Decadencia

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El año 601, Liuva II, un adolescente, sucedió a su padre, el buen rey Recaredo. Sólo reinó dos años. Un noble godo, el conde Viterico, le dio muerte y tomó el poder.

Tampoco por mucho tiempo: fue, a su vez, asesinado y reemplazado por Gondemar, que, tras una breve aparición en el trono, dejó el sitio a Sisebuto, el perseguidor de los judíos.

A la muerte de Sisebuto se inicia un nuevo período de desorden y de intrigas. El oficio de rey es muy inestable. A favor de revoluciones palaciegas, usurpadores y príncipes legítimos se arrancan el poder, a veces mediante el crimen como en el caso de Sisenando, reconocido, sin embargo, por el IV Concilio de Toledo. Con Chindasvinto, príncipe humanista y guerrero, y su hijo Recesvinto, el legislador, ha lugar a esperar una restauración del poder real. Pero Vamba, su sucesor, tiene que enfrentarse con durísimas pruebas.

En primer lugar, reprimir un levantamiento de los vascos. Mientras Vamba está ocupado en dominarlos, Childerico, conde de Nimes, gobernador de la Septimania, se rebela a su vez. Vamba manda contra Childerico al duque Paulo, uno de sus mejores lugartenientes. Pero Paulo quiere aprovechar su victoria para apoderarse del futuro Languedoc.

Y se hace proclamar rey en Narbona. Vamba, después de una brillante marcha militar Calahorra, Lérida, Barcelona, Gerona, el puerto de Perthus, el Rosellón, Agde, Béziers, Maguelonne, pone sitio a Nimes. Después de una dura batalla, los asaltantes escalan las murallas y ocupan la ciudad. El usurpador, acosado, atacado por todas partes, busca un último refugio en el circo. Oye los gritos de los heridos y de los vencedores. Se esconde en los cobijos donde metían a las fieras en tiempos de los romanos.

Al ver llegar a la infantería de Vamba, se quita el manto real y el tahalí, insignia de mando. Esta cobardía suprema le salva la vida. Muere encarcelado. El regreso de Vamba a la capital, precedido por el triste cortejo de los vencidos, descalzos y con la cuerda al cuello, y por sus caballeros de relucientes armaduras, aclamado por el pueblo de Toledo, es la postrera imagen que queda de la realeza católica triunfante de los godos.

Pues resulta que, hace cincuenta años, un simple conductor de camellos, llamado Mahoma, empezó, allá en Medina, a predicar la guerra santa. A sus discípulos los ha hecho soldados. Al frente de ellos ha derrotado sucesivamente a los persas y a los romanos.

En unas cuantas décadas, el califato de los Omeyas ha invadido Mesopotamia y casi toda Asia Menor. A lo largo de África del Norte se ha emprendido la carrera hacia el mar. Toda Mauritania, menos Ceuta, es sarracena. Una flota árabe de ciento sesenta velas cruza frente a Algeciras.

Previniendo el peligro, Vamba equipa sus navíos e inflige a los árabes una rotunda derrota. Por unos años más, la península Ibérica queda libre del peligro musulmán. Pero los reyes visigodos saben bien que sus días están contados.

Sometidos los rebeldes, vencidos los vascos y los árabes, Vamba puede consagrarse a tareas pacíficas. Su primera preocupación es transformar y embellecer Toledo. Ya muy adelantado en su camino de gran rey, tropieza con el usurpador Ervigio, que le cortará la carrera. En un festín, Ervigio le ofrece una copa llena de narcótico.

El viejo monarca bebe y cae en un estado de angustia pro y de debilidad que anuncia su fin cercano. Ervigio, aprovechando la inconsciencia de Vamba, le arranca la abdicación a favor del propio Ervigio. Luego le afeitan, le tonsuran y le visten hábito de monje. Cuando, al día siguiente, recobra Vamba sus facultades, no puede hacer otra cosa que confirmar lo que le arrancaron por malas artes. Y se retira a un convento. Ervigio sube al trono. El XII Concilio de Toledo ratifica su investidura. Los nobles aprueban. El pueblo calla.

Con Ervigio comienza la agonía de la monarquía visigótica. Por otra parte, el poder real lo ejercen el clero y los palatinos. Sisberto, arzobispo de Toledo, se pone al frente de una conjura contra Egica, sucesor de Ervigio. La conjura fracasa. El hijo de Egica, Vitiza, se hace famoso por sus crueldades.

Mata a palos a uno de los dos hijos de Chindasvinto que aún viven, porque quiere quedarse con su mujer, y le saca los ojos al otro. Destituye al primado de Toledo para reemplazarlo por su propio hermano. Gran aficionado a las mujeres y al vino, protege y alienta públicamente el desenfreno. Sobre este turbulento reinado no hay sino algunos testimonios contradictorios. Sólo concuerdan en un punto: en que la monarquía goda se va pudriendo lentamente.

Vitiza, antes de morir, designó como sucesor a su hijo Akhila. Pero la asamblea de nobles y de obispos decide otra cosa. Y quien sube al trono es Rodrigo, duque de Bética y adversario de Vitiza. Akhila intenta recuperar por las armas el poder. Pero, derrotado, huye a Marruecos, sabiendo ya por qué.

Presagios amenazadores señalaron el comienzo de su reinado. Había en Toledo un antiguo edificio al que llamaban la Casa de Hércules. Esta casa permanecía siempre herméticamente cerrada, porque el pueblo creía que, si llegaba a abrirse, se perdería España.

En la coronación de Rodrigo, los toledanos le rogaron que añadiera un nuevo cerrojo a los de la Casa de Hércules, como venían haciéndolo todos los reyes al tomar posesión del trono. Rodrigo no sólo no lo hizo, sino que, con la esperanza de descubrir tesoros ocultos, mandó quitar los cerrojos y romper las cadenas que mantenían cerrada la misteriosa mansión. Mas quedó defraudado en su codicia.

En vez de las riquezas que esperaba, el rey halló una tela en la que había pintados dos hombres vestidos de guerreros árabes. Tenían rostros extraños que trascendían odio. Y, en exergo, se podían leer estas palabras: «Pronto llegarán éstos y se perderá España.» Y añade la leyenda que, apenas escapó el rey, aterrado, de la Casa de Hércules, el fuego del cielo la destruyó. Fábula, desde luego. Pero el caso es que los acontecimientos no la desmintieron. Rodrigo fue el último rey godo. Con él se derrumbó todo un mundo. Pero él murió como un valiente.

Echemos una última ojeada a esa España visigótica, herida de muerte.

La monarquía de Recaredo no cumplió sus promesas. ¿Por culpa de quién? De sus sucesores, no hay duda, pues dejaron que las leyes se quedaran en letra muerta y se entregaron a la voluptuosidad. Pero ¿quién era fiador y responsable de las instituciones y de las costumbres sino la Iglesia, a la que tenemos que volver una vez más, ya que ella cristaliza la época visigótica? Con el fin de procurarse el apoyo real, empezó por plegarse a la voluntad del príncipe que le había dado la primacía en el Estado.

Después, cediendo a la tentación del poder, cogió el cetro de las débiles manos de los reyes godos. El episcopado, ya en pleno vértigo de poder, acabó dominando a la nobleza y, en ocasiones, tomó el partido de los nobles contra el soberano. Los concilios, cuya finalidad originaria tendía a limitar las atribuciones reales, no tardaron en ser un instrumentum regni en manos de los obispos, mediante el cual reglamentaron las elecciones y legitimaron a los usurpadores.

La muerte del prudente Isidoro acentuó esta división de la Iglesia hacia la omnipotencia. Las sanciones contra los judíos precipitaron la crisis. Un régimen de tal modo minado en el interior resultaba incapaz de resistir contra el Islam. Según una ley mil veces confirmada, la decadencia trae ineluctablemente la invasión.

Pese a las taras y a las debilidades de la España visigótica, se acusaba en ella un considerable progreso con relación a la España del siglo v. Ella enseñó a los germanos, ayer todavía nómadas, el sentido de la patria. Les infundió también el amor a la justicia.

La noción ancestral del jefe la sustituyó audazmente por la de los comicios y creó, frente al rey, un cuerpo representativo lo bastante fuerte para tener a raya la voluntad del soberano. Esta limitación del poder personal por un colegio nacional procedía de una idea nueva. Iba a seguir su camino y a inspirar a las democracias modernas. Los concilios de Toledo fueron los primeros parlamentos.

Una de las grandes habilidades de la Iglesia fue recoger, al derrumbarse el Imperio, lo que había de bueno en la herencia del César el respeto y la práctica del derecho, el humanismo, el sentido de la organización política y trasfundirlo a la ley visigótica. El orden romano adaptado a las exigencias cristianas: ¡qué grandioso designio!

La Iglesia no lo realizó nunca sino a medias. No supo mantener aquella actitud intransigente, aquel rigor de principios que la hicieron vencer tan fácilmente a las facciones arrianas. Hubiera sido necesario depurar a aquel clero demasiado humano. Pero, de todos modos, es admirable que la doctrina cristiana de amor y fraternidad lograra penetrar tan rápida y profundamente en aquella turbulenta masa de bárbaros cuyos padres erraban como lobos, no hacía aún mucho tiempo, por las márgenes del Vístula.

Y la disgregación del Estado no llegó a los núcleos selectos. No mueren éstos con los reyes visigodos, sino que se pasarán de padre a hijo la antorcha de la fe. Son estos núcleos selectos, laicos y religiosos, los que suscitan la Reconquista y enseñan a los soldados cristianos los motivos que la hicieron posible. En España no han faltado nunca caracteres grandes y fuertes. Marcan su historia, la hacen, la deshacen, la vuelven a hacer.

Esto es lo que queda de la experiencia visigótica, a más de los ingenuos crucifijos de los «tesoros», de algunas naves en ruinas, de toscas alhajas halladas en los sepulcros y, en el contorno de Toledo, unos bloques de piedra que fueron la muralla de Vamba.

Los árabes van a echar de la Península a esos niños grandes del Norte, a la vez crueles y cándidos, que de reyes tuvieron sólo la apariencia. Durante ocho siglos, España tendrá que habérselas con el Islam, bien combatiéndolo o bien pactando con él. Ocho siglos para que la catedral de sapiencia venza a la mezquita oscura, para que todas las Españas se combinen, como los fragmentos de un puzzle, bajo la cruz de plata y el pendón de Castilla.