Los Primeros Cristianos

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Mientras Marcial canta a Bilbilis, su ciudad natal, y se congratula de ser español «Yo que estoy orgulloso de ser celtibero y nacido a orillas del Tajo, tengo el cabello áspero de un español, las piernas y la cara erizadas de pelos», y Lucano se suicida, casi adolescente aún, declamando La Farsalia, los romanos completan la estructura administrativa de España.

Antes de su llegada, España no era más que un conjunto poco coherente de soberanías independientes cuyo origen, costumbres y, en muchos casos, hasta la lengua diferían. Ahora España es un todo homogéneo. Las provincias están divididas en circunscripciones que comprenden ciudades, la mayor parte de las cuales han conservado sus tribunales y sus leyes.

Algunas han sido erigidas en municipios y sus habitantes tienen acceso a los cargos honoríficos de la República, que, previo un periodo de residencia probatorio, les confiere la calidad de ciudadanos romanos. Roma autoriza a imponer tributos a ciudades castigadas, como lo demuestra un rescripto de Vespasiano: «César Vespasiano Augusto, pontífice supremo, investido por octava vez del poder tribunicio, por decimoctava vez de la autoridad imperial, cónsul por octava vez, a los cuatorviros y a los decuriones de Sabora. Salud.

Visto lo que exponéis de vuestra penuria y de vuestras dificultades, os autorizo a edificar la ciudad, según vuestro deseo, con mi nombre y en el llano. Mantengo los tributos que decís haber recibido del emperador Augusto. En cuanto a otros nuevos que quisiereis recibir, deberéis presentaros al procónsul. En esto no puedo disponer nada sin oír a los interesados. Recibí vuestra instancia el octavo día antes de las calendas de Augusto y despacho a vuestros enviados tres días antes de dichas calendas. Salud.

«Grabado en bronce a expensas del peculio público, por disposición de los diunviros Cornelio Severo y Septimio Severo.»

A diferencia de los municipios, que son conglomerados de población española adscritos a Roma, las colonias romanas se componen de ciudadanos romanos instalados en España y que, por consiguiente, gozan de todos los derechos y privilegios que les concede la república.

A comienzos del siglo II se afirma el triunfo de la paz romana. Se han terminado los caminos imperiales, las obras de arte, los circos. El comercio prospera. Las bellas letras están en auge. La dominación romana fija su capital en Tarragona. Al emperador Adriano le place pasar en ella temporadas, acaso porque en esa ciudad mediterránea, con sus huertas exuberantes de doradas frutas, encuentra la misma luz de Roma, tal vez también en recuerdo de Trajano, su padre adoptivo, español como él.

Sus visitas, anunciadas con mucha antelación, son triunfales. Semanas antes, los iberos se han puesto en camino desde sus pueblos de Extremadura, de Galicia, de las orillas del Duero y del Tajo. Vestidos con tabardos pardos, oliendo fuertemente a ganado, se codean sin reparo con los patricios romanos que poco antes bajaran las escalinatas de sus mansiones, cuyas pérgolas ceden al peso de las rosas, camino de las termas.

Se empinan sobre sus alpargatas de cuerda para ver por lo menos los cascos de los centuriones entre las tupidas lanzas de los legionarios de guardia Ahí llega el emperador, precedido por los generales de relucientes cimeras! Viene a pie, descubierto, la caída de la blanca toga sobre el brazo.

No lleva otro ornamento que el enorme carbúnculo de Aníbal. Sonríe a la muchedumbre y a la muchedumbre la extasía su sencillez. ¿No es hijo del país? Mientras tanto, Adriano, caminando despacio hacia el anfiteatro, va meditando el discurso que tendrá que pronunciar en seguida, antes de que suelten las fieras.

La miel de Tarragona, los higos de Ibiza, el trigo de los campos del Ebro ya no bastan a Roma. Necesita soldados, más soldados. ¿Esperará a que salten los leones a la arena y a que le salpique el primer chorro de sangre, para pronunciar esta frase que tanto le cuesta pronunciar: «¡Atención a los bárbaros!>>?

¡Ah, y si sólo fueran los bárbaros! Porque el Imperio tenía otra amenaza que la de las fronteras. Una secta nueva, cada vez más activa, ponía en peligro su equilibrio interno. Enseñaba una religión extraña, tierna y severa a la vez, inventada por el «sofista crucificado» y cuyo jefe, llamado Pedro, había tenido la osadía de instalarse en Roma.

Luciano hablaba con desprecio de aquella «locura de la Cruz» que, sin embargo, iba ganándose a las cabezas más firmes y aumentando de día en día sus adeptos. Roma era tolerante, desde luego. Y aun acogía de buen grado en su panteón a los dioses extranjeros. Se había entendido muy bien con las divinidades griegas y con los genios galos.

¿Por qué había de negar al judío de Nazaret el culto que otorgaba a Isis? Adriano había levantado templos a Antinoo. Y Nerón rendía homenaje a Atargatis, diosa siria. Pero lo que preocupaba al gobierno imperial no era precisamente Jesús mismo, sino su doctrina revolucionaria. ¡Proclamar que todos los hombres son hermanos, maldecir al rico y glorificar al pobre, predicar una moral estricta! Se comprende que la Roma voluptuosa y plutocrática de los Antoninos rechazara tal programa.

Durante los dos primeros siglos, el cristianismo se va extendiendo silenciosamente por la península española. A los romanos, muy ocupados en la explotación material y en el empeño de sacarle el mayor rendimiento posible, no parece que les preocuparan los comienzos de la evangelización.

Mucho después del supuesto viaje de San Pablo, desembarcó en Andalucía una misión episcopal enviada, según cuentan, por San Pedro. La formaban siete obispos, cada uno de los cuales fundó una diócesis: Torcuato en Cádiz, Segundo en Abla, Indalecio en Urci, Tesifonte en Berja, Cecilio en Granada, Esiquio en Cazorla y Erefrasio en Andújar. Fueron los primeros «varones apostólicos».

A finales del siglo 11, San Ireneo, obispo de Lyon, habla de las iglesias de España. Su fundación debla de ser bastante antigua, puesto que el prelado invoca la autoridad de su tradición contra los herejes. En todo caso, y si hemos de creer a Tertuliano, a comienzos del siglo III ya no quedaba una sola pulgada de tierra española en la que no hubiera penetrado la doctrina cristiana. En esta misma época comienza la era de los mártires.

Tarragona manifiesta un especial fervor por la persona del emperador y por el culto oficial. Sin embargo, el cristianismo era tolerado. Los edictos de Valeriano pusieron fin a este modus vivendi. Fructuoso, el viejo obispo de Tarragona, fue la primera víctima de la persecución. Detenido por los soldados romanos, lo mismo que sus diáconos Augurio y Eulogio, el anciano compareció ante Emilio, gobernador de la provincia.

  • ¿Conoces las órdenes del emperador? — No, pero soy cristiano.
  • Esas órdenes mandan adorar a los dioses.
  • Yo adoro a un solo Dios, que ha hecho el cielo y la tierra, el mar y todas las cosas.
  • ¿No sabes que hay varios dioses?
  • Lo ignoro.
  • Pues lo aprenderás. ¿Quién va a ser obedecido, temido, venerado, si se niega el culto a los dioses y la adoración a los emperadores?
  • Yo adoro al Dios omnipotente.
  • ¿Eres obispo?
  • Lo soy.
  • Lo fuiste.

Y el gobernador manda quemar vivos a Fructuoso y a sus diáconos. Camino del suplicio, el obispo rechaza la tradicional copa de vino, porque «no había llegado aún la hora de quebrantar el ayuno». Arrastrado a la hoguera, Fructuoso se arrodilla y anima a sus compañeros de martirio y a sus fieles. «Esto que veis no es más que el dolor de una hora.» Y se pone a orar, mientras el fuego realiza su obra.

Más conmovedora aún es la historia de Eulalia, la niña mártir de Mérida. Se exalta al oír contar las persecuciones de que son victimas los cristianos. Arde en deseos de seguir su ejemplo. Esta niña de doce años está obsesionada por el martirio. Por las noches, oye a sus padres hablar en voz baja de lo que pasa en Zaragoza, en Roma, per en Lyon.

Pronuncian con frecuencia el nombre de Diocleciano, Siempre se cree que los niños dormitan o que las cosas de «las personas mayores» les aburren, cuando la verdad es que son las únicas que les interesan. Eulalia, aparentemente absorta en alguna labor de aguja, escucha. Devora esos relatos de sangre y de tortura. ¡Ah, quién conociera, como Santa Blandina, la dentellada de las fieras!

Hasta que un día declara a su familia su propósito de ofrecerse a la persecución. Ese tono resuelto, esos labios delgados, esa mirada fija alarma a sus padres. Para quitarle tales ideas de la cabeza, la mandan al campo. ¡Tardía medida! Apenas llega a su destino, Eulalia se escapa y se vuelve, de noche, a la ciudad. A la mañana siguiente, se presenta ante el tribunal y se declara cristiana.

El juez, sorprendido, contrariado, hace como que lo toma a broma. Es fácil imaginarse a aquel funcionario romano, buen hombre en el fondo, preocupado por su ascenso pero enemigo de todo celo inútil. Le gustan los niños, acaso los tiene. Sonríe. Pero esa suavidad no es del gusto de Eulalia. Da pataditas en el suelo, insulta. Pero ¿qué es lo que quiere esta tontuela? El magistrado se va a enfadar. ¡Vamos, que eche con la punta de los dedos unos granitos de sal ante el ara y que no se hable más!

La chicuela hace una mueca burlona. ¿Por quién la toman? ¡Ella es cristiana! Esta profesión de fe es recibida con grandes risotadas. ¿Cristiana? ¿De veras? De veras, lo va a probar. Y estirando cuanto da de sí su menguada estatura ante el ministro del culto, le escupe a la cara. Después derriba el ídolo, derrama y pisotea el incienso, se cruza de brazos y espera.. Esta vez el sacrilegio es escandaloso y público.

El magistrado palidece. ¡Que la lleven a la tortura! Los verdugos se apoderan de ella, clavan sus uñas de hierro en el tierno cuerpo. La niña se pone a cantar a voz en grito y a contar los golpes. Los verdugos se exasperan. ¡Qua vaya a errar eternamente en el Erebo, perseguida por las Furias, esa perra! Y la derriban a puñetazos.

Entre risas sarcásticas, pasean sobre ella antorchas encendidas. El canto de Eulalia se va debilitando. Se cubre castamente el liso pecho impúber con la larga cabellera, que se inflama. Pero, de pronto, empieza a caer la nieve sobre el foro de Mérida. Va anocheciendo. Nieva cada vez más. Se levanta un viento glacial.

Estos saltos de temperatura son frecuentes en la tierra extremeña. Los verdugos, sintiendo las agujas del frío y hartos de su tarea, echan a correr a toda prisa, abandonando en la rueda a la niña, ahora desnuda. Asfixiada por las llamas, Eulalia expira. Es ya noche cerrada. La nieve va desplegando lentamente sobre la virgen abandonada un sudario de transparente hielo.

Sin duda, en la resolución de Eulalia entró una buena parte de inconsciencia. Era una muchachuela exaltada, ebria de quimeras, quien se presentó al juez. Sí, quizás. Pero ¿no es precisamente esta especie de absurdo lo propio de los mártires? Obedecen a leyes inhumanas que sublevan la razón o dan miedo. ¿Sufrir la muerte para asegurar la vida eterna? ¡Qué locura!

Pero ¿cómo olvidar a la paloma herida de Mérida, el silencio y la sombra que descienden a la plaza pública, los mercenarios que la arrastran Guadiana abajo y esa sangre que mana gota a gota y va dejando en la nieve horribles manchas negras?