Los Obispos y Los Clérigos

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La organización eclesiástica se ajustaba a lo tradicional. El reino estaba dividido en seis provincias, correspondientes a las divisiones administrativas Cartaginense, Tarraconense, Narbonense, Bética, Lusitania y Galicia, comprendiendo entre todas veinticuatro obispados, que dependían de seis metropolitanos: los de Toledo, Tarragona, Narbona, Sevilla, Mérida y Braga.

Hasta Recaredo, los obispos eran elegidos por el pueblo y clero, con la aprobación de los metropolitanos. Pero, poco a poco, el el poder real se fue inmiscuyendo en las elecciones episcopales. Esta costumbre quedó consagrada por el XXII Concilio de Toledo (681), que reconoció al rey el derecho absoluto de nombrar a los obispos de su reino.

La injerencia del soberano en los asuntos de la Iglesia tuvo efectos deplorables. Llegaban directamente al supremo sacerdocio clérigos insuficientemente preparados y, a veces, hasta laicos que pasaban sin transición «de la milicia del siglo al ministerio sacerdotal>>. ¡Cuántos prelados mundanos e indignos elevados al trono episcopal por el favor del príncipe! ¡Cuántos abusos, cuántos desafueros, incluso cuántos crímenes cometidos a la sombra del santuario! Las disposiciones de los concilios, al reprimir severamente estos excesos, ponen de manifiesto su existencia. Mas, para un obispo malo, ¡cuántos ilustres y santos pastores!

Los concilios asumieron la misión de uniformar el culto en todas las iglesias de España. Todo sacerdote encargado de una parroquia recibía del obispo un manual práctico fijando y describiendo minuciosamente las diversas ceremonias requeridas para administrar los sacramentos. «No haya para nosotros ordena el VI Concilio más que un canto y un rito en toda España.»

Mas no bastaba organizar el culto. Era también preciso reglamentar la formación y la disciplina de los clérigos. Los futuros sacerdotes tenían que pasar por un noviciado muy largo, y no podían ser diáconos antes de los veinticuatro años ni llegar al sacerdocio antes de los treinta.

La Iglesia de España impuso desde muy pronto el celibato eclesiástico. Estaba prohibido a los sacerdotes asistir a fiestas profanas, ejercer el comercio, viajar por gusto. Su indumento era sobrio: sotana y sandalias. Debían dar ejemplo en toda ocasión y circunstancias. El incumplimiento de las prescripciones de Toledo se castigaba severamente. Severidad indispensable.

La Iglesia española, todavía joven y nueva en un país apenas liberado de la herejía, no podía obrar de otra manera. Si quería vivir y perdurar, tenía que estar en guardia. El arrianismo, como una serpiente a la que se acaba de cortar la cabeza, palpitaba aún.

Desde todas partes hasta desde Roma se observaba a la España visigótica y a su poderoso clero. Ningún estado bárbaro había dado jamás a la Iglesia preponderancia semejante. Y nunca encontraría la Iglesia pareja posibilidad de probar su sistema.

Se comprende, pues, que, sabiéndose espiada y vigilada, exigiera a sus sacerdotes la dignidad de costumbres que correspondía a su estado. Aun así, hubo sacerdotes prevaricadores, homicidas y adúlteros. No olvidemos que estamos en el siglo VII, en pleno período de reorganización.

Los cuadros eclesiásticos Leandro e Isidoro de Sevilla, Masona de Mérida, Braulio de Zaragoza no faltaban. La plana mayor era católica recordemos a Brunequilda. Pero, a medida que se iban multiplicando las parroquias, se acentuaba la necesidad de formar sacerdotes, verdaderos sacerdotes.

Que se colara en el rebaño alguna oveja negra no era extraño. El asesinato, el robo, el saqueo, importados por los invasores visigodos, habían contaminado a los hispanorromanos. Muchos se dejaban llevar de tales costumbres. Entre ellos, algunos clérigos. El castigo era terrible e inmediato.

En realidad, los sacerdotes indignos fueron pocos. En conjunto, la Iglesia de España había llegado a un nivel moral muy superior al de la Iglesia franca. Se le ha reprochado a veces el haber absorbido el poder civil, haberse apoyado en el brazo secular, haber utilizado los concilios como instrumentos de dominación.

Pero estos reproches implican una visión de las cosas demasiado sumaria y el olvido del estado de barbarie en que se hallaban aún ciertas regiones de España. Las supersticiones paganas pervivían. La gente acudía al hechicero del lugar. Adoraban a las piedras, a las fuentes, a los árboles sagrados.

La sodomía, el concubinato, el incesto y el aborto eran cosas corrientes. La labor de la Iglesia fue esencialmente reformadora. Poner orden en aquel desorden, extirpar el vicio y la crueldad de aquellos pueblos que pretendía conquistar para la fe y la moral cristianas: tal fue la primordial preocupación del alto clero español.

¿Habría podido lograr sus fines si el soberano no hubiera puesto a su disposición los tribunales y los ejecutores civiles? Pues se trataba, más que de sermones, de firmeza; más que de catecismo, de policía. Sobre el sistema de los godos, brutal y sin matices, aplicó la Iglesia su organización, que contaba ya medio milenio de existencia y que San Pedro heredara de Roma.

No es, pues, extraño que gobierne a la bárbara España de los visigodos. Los hombres más inteligentes, los mejores, pertenecían a la Iglesia: justo era que asumieran el poder. Mas como había de ocurrir siempre que España hiciera un uso excesivo del catolicismo. la Iglesia rebasó ese poder y, acaso sin darse plena cuenta de ello, cometió o dejó cometer los mismos excesos que se había propuesto reprimir.