Allá por el siglo VII antes de Jesucristo, los griegos, a su vez, pusieron pie en España. Su primera fundación fue Ampurias, en la costa catalana. Simple factoría comercial emporios significa, en griego, mercado, no tardó este burgo en adquirir importancia, a medida que los griegos, aprovechando la transitoria declinación del poderío fenicio, iban extendiendo poco a poco su influencia hacia el interior de España.
¡Poderosa y feliz influencia la de ese país organizado, sutil, artista, que, cuando arribó a las ásperas costas españolas, contaba ya largos siglos de civilización!
La penetración de la Grecia antigua en Iberia fue no sólo comercial, sino estética. Hasta puede decirse que el arte español data de la instalación en la Costa Brava de los colonos focios, que, a la vez que enseñaban a los indígenas el uso del vino, los iniciaban en el conocimiento de la Belleza.
Ante algunos vasos pintados, ante. algunas delicadas figurillas halladas en las ruinas ibero-griegas, nos damos cuenta de cuán profunda fue la influencia de los ceramistas y de los escultores helenos sobre los artistas españoles.
El culto sangriento de Astarté será reemplazado por el de Artemisa la Cazadora, hija de Zeus, cuyo templo se descubrió en la región de Valencia. Pero de las arenas surge otra diosa, que prefigura a la Virgen española. Elche, en la provincia de Alicante. «¡Aquí estaba la ciudad de Herna!
¡Aquí, donde ahora corre, entre riberas despobladas, el Alebo sonoro!», exclamará más adelante Festo Avieno. A través de los campos ilicitanos serpentea el Vinápalo, reflejando, como un espejo, Elche y sus palmerales. En este paisaje de flores y de agua, entre las acequias rumorosas y los granados moteados de púrpura, bajo el fuego de un sol velado, se encontró, a finales del siglo XIX, el prodigioso busto de la Dama de Elche.
Bajo la mitra hierática entre dos grandes cuencas de oro, el rostro mismo de la Belleza. Grandes ojos tristes, perfil alargado, labios más orgullosos que sensuales, cierto solemne movimiento de hombros que ennoblece, sin abrumarlos, el pesado manto de las sacerdotisas. Un rico collar de tres vueltas cae sobre ese pecho altivo del que parece alzarse un divino suspiro.
Erguida y grave, tiene la grandeza triste de las altivas princesas de Velázquez. ¿Qué noble tartesia de Herna posó para esta obra maestra que, aunque contemporánea de la ocupación griega, es ya tan española? Mucho más que en Salambó, se piensa en Carmen, la cigarrera de Sevilla, estremecida de voluptuosidad contenida.
Y el milagro es que la Dama de Elche, con los años, se ha confundido con la Virgen. Una maravillosa leyenda se apoderó de la divinidad pagana, la despojó de sus atributos sacerdotales y la metamorfoseó en la Virgen Santísima transportada por las olas a la ribera de Santa Pola.
Cada año, el día de la Asunción, los alicantinos celebran con fervor la fiesta de María Madre de Dios patrona de Elche, que, en esta ocasión, adopta los rasgos de la rutilante ibera. Y no hay en esto nada de irreverente para la Virgen.
Por el contrario, hay que acostumbrarse desde ahora a esa tendencia, propia de la imaginación española, a mezclar con toda buena fe lo profano y lo sagrado, a transmutar en emoción mística los gestos y las formas del arte. Extraer del mundo físico la belleza, sumergirla en el fuego purificante del amor, forjar con ella el rostro de Dios, es acaso lo que los griegos enseñaron a los españoles. «Gocémonos, Amado, y vámonos a ver en tu hermosura», exclamará San Juan de la Cruz.