Los civiles reemplazan a los militares y la organización a la conquista

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Cristóbal Colón descubre el Nuevo Mundo. Cortés y Pizarro conquistan los dos imperios verdaderamente dignos de este nombre. Son los tres grandes papeles del drama de la Conquista. Otros nombres se escriben en el frontispicio.

Núñez de Balboa, que llega a la Mar del Sur el Pacífico y cuyos sucesores ocupan el istmo de Panamá. Valdivia, lugarteniente de Pizarro, que conquista Chile. Sebastián Cabot, «gran piloto del reino y gobernador de la Compañía de las tierras incógnitas», descubridor del Plata. Pedro de Mendoza, fundador de Buenos Aires.

Ponce de León, conquistador de Venezuela. A mitad del siglo XVI, el imperio español tiene ya en el mapa del mundo la fisonomía definitiva que conservará durante tres siglos. Se extiende desde California a Chile, desde las Antillas hasta Patagonia, y ocupa toda la América central, en una longitud de diez mil kilómetros, setenta y siete grados de latitud y veinticinco millones de kilómetros cuadrados.

Tras la era de la conquista viene la de la colonización. El poder real comprendió muy pronto la necesidad de afianzar su dominio en los inmensos territorios adquiridos para la corona.

Los dividieron en dos virreinatos: Méjico con las Antillas y la isla de Leyte, llamada las Filipinas y el Perú con la Plata, Chile, Colombia y Venezuela, y tres. capitanías generales: Guatemala, Puerto Rico y Manila. Además, Fernando el Católico creó el Consejo Real de Indias, que tenía jurisdicción en todos los asuntos de América, tanto civiles como religiosos y militares. La Casa de Contratación tenía atribuciones específicamente comerciales y marítimas.

La conquista de América abrió grandes posibilidades a la economía española. Desde finales del siglo XVI, España sacó de sus colonias cantidades enormes de metales preciosos y de gemas, maderas de tintorería, tabaco, pieles, sin contar las especias, la vainilla, el cacao y el índigo. Durante casi trescientos años, los galeones de España no cesaron de surcar el Atlántico y el mar de las Antillas, llevando a América los cueros de Córdoba, los vinos de Málaga, las sedas de Murcia y los aceros de Toledo y trayendo a España el oro del Perú y la plata de Méjico.

Esto representó una súbita expansión comercial cuyas consecuencias tuvieron efectos diversos. Entre éstos, la subida de precios en la metrópoli, debida a la afluencia de metales preciosos, acabó por provocar, al final de la época colonialista española, tal envilecimiento del mercado que, a fin de cuentas, todo el mundo estaba más pobre que antes de Colón.

En cuanto se pudo considerar pacificadas las colonias de América, el poder real se preocupó de evangelizarlas metódicamente. Tal fue la finalidad esencial de las misiones eclesiásticas enviadas a las nuevas provincias españolas. Aunque los métodos de cristianización variasen según el país conquistado y según las órdenes religiosas, todos procedían de la misma técnica general.

A los neófitos, una vez bautizados y después de una sumaria instrucción, les enseñaban a vivir cristianamente, es decir, conforme a los principios del Evangelio. En Méjico, los misioneros convocaron a los notables y a los sacerdotes indios, que «se sintieron penetrados de gran tristeza y gran temor» cuando los exhortaron a renunciar a sus dioses. Fue necesario que el clero católico penetrara profundamente en el pueblo, que aprendiera a hablarle en su propia lengua, que compartiera su existencia y sus cuitas, para convencerle de la necesidad de abandonar el culto que habían heredado de sus antepasados.

A los españoles que se indignaban de ver a Zumárraga, obispo de Méjico, hablar con sus catecúmenos indios, sucios y malolientes, replicábales el prelado: «Para mí, los únicos que oléis mal sois vosotros, porque no tenéis en la cabeza más que vanidades y vivís como si no fuerais cristianos. Paréceme a mí que estos pobres indios emanan un perfume celestial. Me consuelan como espejos de la vida dura, de la penitencia en que yo debo refugiarme, si quiero salvarme.»

Para hacerse entender por los indígenas era, pues, necesario entenderlos. Una vez que se les inspiraba confianza, aquellos «salvajes» que no eran precisamente «bondadosos salvajes» escuchaban de buen grado la palabra de Cristo. Lo más duro era renunciar a las viejas costumbres: la antropofagia, la poligamia o la sodomía. Y aquellos primitivos, ávidos de lo maravilloso, echaban de menos la suntuosidad bárbara de los sacrificios humanos.

La Iglesia de Méjico tuvo la habilidad de halagar la afición de los indígenas a los grandes espectáculos. Los días de fiesta bajaban de los conventos construidos en las alturas, allí donde estuvieron los antiguos teocalis procesiones majestuosas. Tres mil crucifijos relucían bajo el sol de Nueva España. El canto llano de los indios, mezclado con las voces broncas de los soldados españoles, glorificaba al verdadero Dios.

Los pífanos, los oboes, las trompetas, la dulzura insistente y mora de la jabela y el tamborileo del atabal orquestaban aquel prodigioso aleluya. Este ceremonial calaba más que los argumentos intelectuales en los indios, que sentían aún la nostalgia de sus ritos idólatras. La pompa de la liturgia católica acababa por borrar en el espíritu de los nuevos conversos hasta el recuerdo mismo de los sangrientos ágapes ofrecidos a Huitzilopochtli