El Dios de Teresa de Jesús y de Juan de la Cruz es el Dios del pensamiento claro. Esta búsqueda lúcida de Dios, como la «vía de acercamiento» de las religiones hindúes, exige de las sólidas virtudes del hombre: dominio absoluto de sí mismo, voluntad férrea, conciencia fría de las propias posibilidades.
¡Cuidado, pues, con confundir los verdaderos místicos con los encantadores y los hechiceros que pululan en España en tiempos de los primeros Habsburgos!
Pero hay que hacer especial mención de los «iluminados», hermanos exaltados de los místicos. Estos individuos, notables muchos de ellos, dieron acaso más quebraderos de cabeza al Santo Oficio que los luteranos. Pues los alumbrados, proclamándose fieles a la ortodoxia católica, profesaban teorías extravagantes o revolucionarias, según los casos.
En sus filas militaban personalidades tan diversas como Juan de Valdés que pasó sucesivamente del erasmismo al luteranismo y, después, al iluminismo, Miguel Servet humanista, geógrato, terapeuta y descubridor, mucho antes que Harvey, de la circulación de la sangre y Magdalena de la Cruz, la clarisa posesa dei demonio. Cuentan de esta monja inspirada que la esposa de Carlos V la tenía en gran estima y que le encargó bordar el faldón de bautismo de su hijo, el futuro Felipe II.
Cuentan también que predijo la batalla de Pavía y la captura de Francisco 1. En una crisis de sinceridad, Magdalena acabó por confesar que todas sus visiones y premoniciones no eran más que supercherías y que, en secreto, había hecho pacto con el diablo. El iluminismo de este tipo era una desviación patológica del sentido religioso, una hipertrofia de lo místico, complicada con mitomanía. En cambio, otros alumbrados como Juan de Vergara, María Cazalla y el cardenal Carranza tenían puntos de contacto con los luteranos.
El menosprecio de la oración vocal y reglamentada, el apartamiento de las prácticas sensibles y el abandono casi pasivo a la acción divina los alejaban mucho del catolicismo ortodoxo. «¡No me harán creer ironiza Vergara ante sus jueces que, en cuanto suena el real, el alma sale del purgatorio!» Le conducen al cadalso. Cediendo a la fuerza, acaba por abjurar. En cuanto a María Cazalla, llega aún más lejos.
Refiriéndose a Lutero, declara con toda tranquilidad que oyó decir que, al principio, tenía mucha religión y virtud, y que si acaso dijo ella que Lutero tenía razón, sería considerando tales vicios y desórdenes de los prelados y de los sacerdotes, que dábanle ocasión para hablar mal de ellos. Más heroica que Vergara, se deja torturar cruelmente, sin proferir una queja, sin abjurar de uno solo de lo que el Santo Oficio llama «sus errores».
Excluyendo a los alumbrados, a los magos y a los encantadores, el iluminismo ya no es una secta diabólica y se impone como una nueva técnica de recogimiento, un ejercicio espiritual que anda cerca de la ascética. Pero en el iluminismo había algo de insípido e incompleto que no podía satisfacer enteramente a los grandes místicos.
Nos imaginamos a Juan de la Cruz yendo de las riberas de la contemplación a las fronteras mismas del iluminismo, vacilar y, en una ráfaga de genio lúcido, volverse atrás, no sin llevarse con él lo mejor del sistema. Juan de la Cruz supera el iluminismo, como superó las lecciones de sus maestros salmantinos. Nada le puede. Rechaza todo lo que le parece impuro o sospechoso. Es a la vez arquitecto y albañil de ese mundo monolítico y duro que él solo construye.