Jesús hace a Pedro jefe de su Iglesia. Pedro se instala en Roma, capital del Imperio. Valentía inaudita que, se puede decir, favoreció los progresos del cristianismo en España, provincia romana. «¡Id y enseñad a todos los pueblos!»
¿Qué pueblo mejor que el español, turbulento aliado de Roma, podía recibir la levadura evangélica? Las hazañas de Viriato, la epopeya de Sagunto, la hecatombe de Numancia seguían resonando en la memoria de los españoles provisionalmente vencidos.
El duro mensaje de Séneca les enseñaba esa especie de resignación ardiente precursora de la epopeya cristiana. Para los primeros catecúmenos españoles, el estoicismo no era cosa nueva. Les preparaba las vías del martirio.
La España cristiana reivindica el patronazgo de San Pablo, ¿Qué debemos pensar de esta gloriosa investidura? ¿Estuvo en España el Apóstol de los Gentiles? Citaremos en primer lugar su propio testimonio.
En su Epístola a los romanos, fechada en Corinto por el año 58, San Pablo dice así: «Mas ahora, no teniendo más lugar en estas regiones y deseando ir a vosotros muchos años ha, cuando partiere para España, iré a vosotros, porque espero que pasando os veré, y que seré llevado de vosotros allá, si empero antes hubiere gozado de vosotros. Mas ahora parto para Jerusalén a ministrar a los santos… Así que cuando hubiere concluido esto y les hubiere consignado este fruto, pasaré por vosotros a España…»
Es decir, que la intención de San Pablo está bien claramente expresada. Por otra parte, no era hombre que faltara a sus promesas. Pero nada se sabe de su apostolado en España. Un texto de San Clemente el Romano, escrito en el 96, aunque bastante vago, parece aportar alguna luz a este debate, en el que hay más de leyenda que de historia: «Pablo, heraldo de la verdad en Oriente y en Occidente, recibió la recompensa por su fe y enseñó la justicia a todo el universo.
Llegado al límite de Occidente y martirizado bajo el mandato de los príncipes, salió por fin del mundo y se fue al santo lugar. ¿Sería España «el límite de Occidente»? «Extremique orbis Iberi… », escribe Lucano.
Por último, mucho después, San Jerónimo precisa que San Pablo fue a España por mar: «… ad Hispaniam alienigenarum portatus est navibus». Esta vía parece la más normal. Plinio dice que se podía ir de Ostia a Tarragona en cuatro días y a Cádiz en menos de una semana.
Según la tradición, San Pablo debió de realizar su viaje el año 63, después de comparecer ante César y ser absuelto; al cabo de un tiempo de permanencia en Andalucía oriental, volvería a Roma, donde sufrió martirio el año 67.
¿Qué conclusión se puede sacar de estos vagos testimonios? ¿Que San Pablo concibió el proyecto de ir a España, pero que hubo de renunciar a él en el último momento? A menos que, por prudencia y para no poner en guardia a los romanos, creyera que debía dar a misión un carácter clandestino.
Semejante prudencia nos parece muy impropia del carácter del apóstol. No parece natural que un hombre de su temple guardara el incógnito. Y menos que su paso por esa vieja tierra bética, derretida de sol y cuajada de huellas, no dejara ninguna.
Pero, ¡qué importan las pruebas históricas! ¿No basta imaginar en una gruta a un puñado de andaluces silenciosos en torno al iluminado de Damasco? El habla y ellos beben sus palabras. El resplandor vacilante de una pequeña lumbre de gárabas alumbra y oscurece alternativamente aquellos rostros de boj. Mas ¡qué hogueras en sus corazones!
Más legendaria aún resulta la estancia de Santiago en España. Según una tradición, el hombre a quien el Maestro llamaba «Hijo del Trueno» fue visto a orillas del Ebro unos años antes de su martirio en Jerusalén. Pero es una tradición relativamente reciente. Ningún historiador consigna este hecho: ni Prudencio, ni Orosio, ni Martín de Braga, ni Gregorio de Tours.
Refiriéndose a este texto: «La voz de los apóstoles se difundió por toda la tierra y sus palabras hasta los confines del mundo. Jesús, viendo a los apóstoles reparar sus redes a la orilla del mar de Genezareth, los llama y los envía a alta mar, con el fin de convertir a aquellos pescadores de peces en pescadores de hombres», San Jerónimo infiere que Cristo manda a España, «allende los mares», a Santiago el Mayor.
¿Por qué a él y no a Pedro, a Andrés o a Juan? Los Catálogos Apostólicos asignan España a Santiago como campo de acción evangélica. San Julián, arzobispo de Toledo, y el docto San Isidoro, obispo de Sevilla, lo desmienten formalmente. La liturgia mozárabe no hace alusión alguna a un culto especial en honor de la misión de Santiago.
En cambio, abundan las imposturas, que provocan agrias discusiones. Lo que, durante mucho tiempo, fue sólo disputa de campanario, acaba por llegar a Roma. A finales del siglo XVI, el papa Clemente VIII, al revisarse el breviario, manda suprimir en él la frase introducida por Pío V: «Santiago recorrió España y predicó el Evangelio.»
¡Cuántas sombras mezquinas, cuántas disputas estériles en torno al radiante sepulcro del hijo de Zebedeo! Tantas vanas polémicas no ponen ni quitan nada a su misterio. Ni tampoco alteran la fresca ingenuidad del relato que nos da, en 1139, la Historia Compostelana.
«El 12 de octubre del año 39 -refiere un tal Luis López- estaba rezando Santiago de Zebedeo, con sus discípulos, a orillas del Ebro. La noche era oscura. Habíase apartado Santiago aproximadamente a la distancia de una pedrada, cuando, de pronto, surgió una luz deslumbradora.
Aparecióse la Madre de Dios escoltada por miles de ángeles. Estaba sentada sobre un pilar de jaspe. Acompañábala San Juan Evangelista. Unas voces celestiales entonaban, a los acordes de un arpa, la salve angélica. La Virgen dirigióse a Santiago y díjole: «Aquí quiero que me rindan culto.
Levántame un templo y que este pilar permanezca en este sitio hasta el fin del mundo. Aquí obraré milagros.» Obedeciendo las órdenes de María Santísima, Santiago se apresuró a levantar una capilla, que fue luego Nuestra Señora del Pilar.
Pasados ochocientos años, se descubrió una tumba en tierra de Amala, diócesis episcopal de Iria Flavia. La piedad de la gente decretó que era la de Santiago.
Que el viaje de San Pablo a España sea dudoso, que el de Santiago pueda considerarse como una poética ficción, son cosas que sólo a los escrupulosos pueden preocupar. En el severo terciopelo de la Historia borda la tradición escenas y siluetas que se confunden con ella.
La autenticidad del hecho importa aquí mucho menos que su significación simbólica y su influencia en la espiritualidad española. Más adelante veremos cómo el pensamiento paulino templa el alma de los primeros mártires.
Veremos también cómo en «el camino francés», desde Puerto de Cize hasta la Puerta de Francos, se extiende la interminable columna de los peregrinos de Compostela. Una vez más la fe justifica la leyenda. En espíritu, Pablo de Tarso y Santiago están bien presentes en la tierra de España.