ESPAÑA, amiga mía…. Pues sólo se habla bien de lo que se ama. Y España, acaso más que ningún otro país, exige a quien se acerca a ella no sólo amor, sino una especie de convivencia lúcida del corazón y del espíritu.
Penetrar en lo más sutil de España con el agudo estilete de la inteligencia, sin renunciar a la virtud crítica; beber a grandes tragos ese vino generoso y librarse de la embriaguez: tal es la condición previa de toda meditación española. Pero esta condición implica otra condición previa: el amor. Yo amo a España…
A España, persona viva…
Pues en cuanto se pasa el Bidasoa o un puerto pirenaico, se impone con una fuerza casi mágica la identidad del hombre y del paisaje. No hace falta ir más lejos para descubrir que el español encarna por sí solo a toda España. Ese horizonte punzante punza literalmente a cualquiera que lo ve por vez primera no es otra cosa que el escenario del español, como si él mismo lo hubiera hecho a la medida de su orgullo ingenuo.
Aquí, es el paisaje el que se adapta al hombre y no el hombre al paisaje: hasta tal punto semejan cualidades humanas su aspereza, su pereza y su aridez. El paisaje no sólo sugiere al hombre: está impregnado de él, tiene su olor, huele al hombre. Aun ausente, el hombre está ahí.
En la cueva de Altamira se admira el galope del ciervo y la agonía del bisonte, pero se piensa más en el primate que trazó audazmente los contornos del bisonte y del ciervo en la roca glaciar, hace quince mil años. Se oyen roncos gritos de la tribu magdaleniense, se vislumbra el hechicero con su casco de cabeza de pájaro y todavía resuena en las bóvedas de la caverna el eco rítmico de sus conjuros. Allí está el hombre.
Se puede atravesar durante horas algunos caminos de Castilla la Vieja sin encontrar alma viviente: dos líneas paralelas la tierra ocre y el cielo azul oscuro se prolongan indefinidamente sin que la mancha de una sombra humana corte su deslumbrante monotonía. Pero sabemos que el hombre no está lejos: dormita en un campo, agobiado por el calor del mediodía, o surge de pronto en el recodo de una sierra, con la manta al hombro y el palo en la mano. Para el que ha recorrido y ha tocado España en todas sus regiones, este presentimiento del hombre llega a ser habitual.
Perdidos en el desfiladero de Despeñaperros; volando a la puesta del sol sobre la aurea serpiente del Guadalquivir; soñando en la terraza de un palacio moro de Tánger; contemplando la costa andaluza con la mirada del valí Musa ben Noseir, o simplemente aspirando el olor a vainilla de las retamas mojadas por la lluvia en Navarra, la ilusión es la misma: ese paisaje inhabitado tiene la cara y la expresión del hombre.
Gesticula, sonríe, se estremece convulso, y el viento que cae del Guadarrama y va a estrellarse contra la muralla de Ávila salmodia las oraciones teresianas. España es una persona viviente.
Y lo mismo la historia de España. No vale buscar un encadenamiento lógico de los hechos ni la continuidad de un designio político. Desde luego, la influencia de la Naturaleza en el destino de los españoles ha podido a veces modificar su curva en cierta medida. La extraordinaria diversidad de la península Ibérica y su situación excéntrica con respecto a Europa han asignado su lugar a las agrupaciones humanas y, a veces, han determinado sus migraciones.
Si gran parte de los conquistadores salieron de la meseta, el hecho no es casual: era el hambre, más que el afán de aventuras, lo que los impelía hacia otros cielos. Pero la singularidad geográfica de España y la espléndida incongruencia de su paisaje no fueron para los españoles sino pretextos. Su genio los ha interpretado.
De suerte que, si se quiere entender algo del misterio de España, hay que apartar por un momento la mirada de sus bellezas naturales y dirigirla a ese hombre que vimos hace un momento en mitad de la meseta castellana, clavado en la tierra como un poste, petrificado en su verdad estatuaria.
El español explica a España. «Cuando digo España, me refiero al hombre», dice Antonio Machado, el poeta melancólico de los crepúsculos segovianos. Palabras esenciales y que podrían servir de lema a toda historia de España que considere capital el hecho humano. Pues, igual que se levanta a contraluz sobre las cumbres que dominan los campos, el español se destaca de pie delante de su historia.
El español cuenta, comenta esa tragicomedia que él ha compuesto y ha representado. ¿Pizarra, o telón de teatro? Más bien telón de fondo en el que se proyectan y se mueven mil siluetas. Como el Anunciador de Le Soulier de satin, en el umbral del Primer Día y nada más sonar el toque de trompeta inicial, el español da los tres golpes: «El lugar de acción de este drama es el mundo y particularmente España… »
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