El regreso triunfal de Fernando VII «el Deseado», el 22 de marzo de 1814, consagra el fracaso total de la expedición napoleónica. Pero no lleva a España la paz interior.
El pueblo español, apenas serenado de sus victorias contra el extranjero, va a pasar por nuevas pruebas. Ahora va a tener que gobernarse. Es más fácil echar al enemigo que elegir dirigentes. «¡Vivan las cadenas!», gritan los españoles al paso del Deseado. Y las cadenas vivieron.
Uno de los primeros actos de Fernando VII, que ambiciona continuar la política de los Reyes Católicos, es restablecer la Inquisición. Reanuda las relaciones diplomáticas con la Santa Sede, deroga el decreto de Carlos III sobre los jesuitas y devuelve al clero los antiguos privilegios. Al mismo tiempo, se niega a jurar la Constitución de Cádiz. Manda que el verdugo queme públicamente las actas de las Cortes que la elaboraron.
Ha empezado la guerra entre «absolutistas» y «constitucionales» o «liberales». Mientras Fernando VII y su camarilla gobiernan a su modo, acumulando brutalidades y torpezas, los liberales se organizan en secreto. La masonería española desempeña un papel predominante en la resistencia al absolutismo. Las sociedades secretas, suprimidas oficialmente, perseguidas por la policía fernandina, nunca desplegaron tanta actividad. Se infiltran en todos los medios y, entre sus afiliados, figuran ministros en el poder, diputados, oficiales de alta graduación. En el País Vasco, en Navarra y en Cataluña, el ejército, trabajado por las logias, se subleva.
Estos movimientos aislados son duramente reprimidos. Pero los liberales acaban por triunfar. El comandante Rafael Riego, héroe de la guerra de la Independencia, proclama en las Cabezas de San Juan, cerca de Cádiz, la constitución de 1812. Y, al frente del batallón de Asturias, se dirige a Madrid. Fernando VII que ha olido el peligro no espera su llegada para anunciar la convocatoria de las Cortes y su intención de jurar la constitución. Mientras las tropas del asturiano entran en Madrid y cantan el «himno de Riego» la Marsellesa liberal, se reúnen las Cortes precipitadamente. «Moderados» y «exaltados», aunque constitucionalistas unos y otros, se atacan violentamente.
El rey jura la Constitución. Hace más: suprime la Inquisición. Los constitucionales de Cádiz pasan de presos a ministros. Pero si los liberales triunfan en Madrid, gracias al apoyo de las logias y a la intervención de los militares, los absolutistas dominan en provincias. Como en el tiempo, próximo todavía, de la invasión napoleónica, frailes y curas rurales se hacen jefes de guerrillas y encabezan la lucha contra los liberales.
Se forma en Seo de Urgel una junta que llama a los españoles a las armas para «libertar» al rey, prisionero en su país, y defender la religión católica. Navarra y el País Vasco se enardecen por la causa de Dios y del Rey. Curas y frailes abandonan la parroquia o el convento para echarse al monte. El jefe de la rebelión absolutista en Cataluña es «el Trapense», arrojado, entusiasta, fanático, con una mezcla de exaltación religiosa y de ardor bélico.
El vizconde de Martignac le ve en Madrid y le pinta de esta manera: «En su figura no había nada de extraordinario, pero tenía un aire sombrío, ojos vivos y mirada firme. Llevaba el hábito de fraile, un crucifijo en el pecho, sable y pistolas al cinto y un látigo en la mano derecha; montaba un caballo de poca alzada y galopaba solo en medio de gente que salía corriendo a su encuentro y se arrodillaba a su paso.
Miraba fríamente a derecha e izquierda y echaba las bendiciones que le pedían con una especie de desdén o más bien de indiferencia…» Había plantado una cruz en mitad del campo como punto de concentración. Poblaciones enteras, dirigidas por sus párrocos, acudían a enrolarse bajo la bandera del Trapense, a los gritos de: «¡Viva la religión! ¡Viva el rey absoluto!»
Una vez más y ahí están para atestiguarlo los muros de Zaragoza, todavía negros de pólvora, España lucha por sus ideas más aún que por su rey. Para los absolutistas, que se titulan «apostólicos», los constitucionales son ateos y revolucionarios. Éstos consideran a los absolutistas fanáticos y reaccionarios.
Los españoles, ayer unidos, se destrozan furiosamente. Han olvidado a Napoleón y ya no piensan más que en ajustarse las cuentas unos a otros. Pero la Santa Alianza se inquieta. ¡Con tal que el movimiento revolucionario español no cruce los Pirineos y no contamine, en una dirección inversa puesto que de París procedía, a la Francia monárquica y después al resto de Europa! En el congreso de Viena se alza la gran voz de Chateaubriand.
La corona de Fernando VII está en peligro. ¡Hay que intervenir! Y Luis XVIII, en su discurso del trono, proclama solemnemente: «Cien mil franceses están dispuestos a ponerse en marcha, invocando el nombre de San Luis, para sostener en el trono de España a un nieto de Enrique IV.»
A los diez años de haber pasado de retorno la frontera franco-española las tropas del emperador, de nuevo la cruza el ejército francés. El duque de Angulema, jefe de la expedición, es recibido como un libertador por los mismos hombres campesinos, frailes y curas que habían sido el alma de la resistencia contra Napoleón. Para ambas partes, el enemigo ha cambiado. Ahora es a los herederos espirituales de la Revolución francesa, a los «afrancesados de ayer», «liberales» hoy, a quienes los soldados de Luis XVIII empujan hasta Andalucía.
El gobierno liberal se ha refugiado en Sevilla, después en Cádiz. Ha llevado consigo al rey, mucho más como rehén que como portaestandarte. Los dos ejércitos constitucionales se baten sin energía. Saben bien que el país no está con ellos. Las tropas francesas avanzan rápidamente. Entran en Madrid, siguen hasta Cádiz y se apoderan fácilmente del fuerte del Trocadero. El gobierno legal dimite, las Cortes capitulan, Fernando es «libertado». ¿Tomará por fin una actitud de rey? Nada de eso. Una vez más, el Deseado preferirá a las soluciones nobles la de la venganza.
Vencedor en toda la línea en gran parte gracias al ejército del rey de Francia, ¡le hubiera sido tan fácil elegir la clemencia! Pero su mala índole es más fuerte que todo. La depuración la «purificación» será terrible. Riego, que personificaba la revolución, es conducido al patíbulo en un serón arrastrado por un asno; después de ahorcarle, descuartizan su cadáver. El Empecinado, gran héroe de la Independencia, corre una suerte peor aún. Encerrado durante diez meses en un calabozo, le sacan los días de mercado para exponerle en una jaula a los insultos del populacho.
Ya camino del patíbulo, uno de sus verdugos se mofa de él con la propia espada del guerrillero que antaño se cubriera de gloria. El Empecinado, loco de ira, sacude sus cadenas. las rompe y acomete al insolente. Pero tropieza, cae, le matan. Los constitucionales son perseguidos; los masones, declarados enemigos del trono y del altar, reos de pena de muerte. Es el Terror blanco. La heroína de esta etapa es Mariana Pineda, condenada a garrote por haber bordado en la bandera de Castilla las palabras nefandas: Ley, Libertad, Igualdad.
Pero en España, la sangre se seca pronto. Los últimos años del reinado de Fernando transcurren en paz. El nieto de Carlos III, en sus últimos años, se acuerda de su abuelo y se orienta hacia el «despotismo ilustrado». Crea el Museo del Prado, la Escuela de Farmacia, el Conservatorio de las Artes. La economía española se rehace, La institución de las corporaciones y de un Código de Comercio aparta por algún tiempo al país de las preocupaciones políticas. Pero el color de la época es la tristeza y el que más y el que menos rumia una incurable amargura.
Por otra parte, las noticias de América son malas. Una tras otra y casi simultáneamente, las colonias del Nuevo Mundo Méjico, Venezuela, Colombia, Perú, Chile se liberan del yugo español y se convierten en repúblicas independientes. Quince años antes, un sacerdote mestizo, Miguel Hidalgo, cura de Dolores, enarbolando como bandera el estandarte de la Virgen de Guadalupe, había sublevado a Méjico contra el virrey. Su llamamiento «el grito de Dolores» ha resonado tan profundamente en el imperio que, en pocos años, el imperio se disloca y acaba por hundirse.
España, en la primera mitad del siglo XIX, es como un gran árbol derribado por la tempestad. ¿Las colonias? Jirones de corteza arrancados por el viento de las revoluciones. ¿La savia? Sangre inútilmente derramada en luchas fratricidas. La batalla de Ayacucho, ganada por los peruanos contra los españoles, es el toque a muerto por el imperio. ¿Con qué vino apagará España su ardiente sed de absoluto?