La Segunda República Española

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Lo primero que tiene que hacer el gobierno socialista es dar satisfacción, al menos en parte, a las masas populares de que procede. El advenimiento de la República ha despertado tales esperanzas en los obreros y en los campesinos que hay que procurar a toda costa no defraudarlos, so pena de que se disocie nuevamente una comunidad tan difícilmente lograda.

Esta necesidad no se les oculta a los hombres del nuevo régimen. ¿Quiénes son esos hombres? Alcalá Zamora ha sido nombrado jefe del Estado y presidente del Consejo. Las personalidades más salientes de su gobierno son Alejandro Lerroux, Miguel Maura, Manuel Azaña, Indalecio Prieto y Francisco Largo Caballero. Pero los grandes teóricos del nuevo régimen no forman parte del equipo gubernamental.

No han abandonado su gabinete de trabajo. Meditan, aconsejan. Son el doctor Marañón, al que el pueblo llama «el comadrón de la República», y Ortega y Gasset, autor de España invertebrada, quien, volviendo a los temas caros a la generación del 98, afirma que el problema esencial es dar al pueblo la cultura que le ha negado la Monarquía y europeizar a la nación.

Atendiendo a lo más urgente, el gobierno emprende la reforma agraria. Lo cual quiere decir que se estrella con la inamovible piedra de choque. Los republicanos comunistas, socialistas y liberales no están de acuerdo en los principios. ¿A quién deben pertenecer las tierras? ¿Al que las trabaja? ¿Al Estado? ¿A la familia? Comisiones especiales proceden al estudio del problema o de los problemas, clasifican las tierras, proponen soluciones. Se crea el Instituto de Reforma Agracia.

Pero la reforma va despacio y el campesinado protesta. Por fin se promulga el texto. La Constitución republicana precisa que la riqueza del país, cualquiera que sea su propietario, está subordinada a los intereses de la economía nacional. Podrá ser nacionalizada, si la necesidad social lo exige. En virtud de este texto, la ley fundamental de la reforma agraria ordena la expropiación de las tierras algunos de cuyos propietarios se expatriaron al caer la Monarquía, para asentar a cincuenta mil campesinos cada año. Además, se conceden créditos a los labradores, que podrán organizarse en colectividades o en sindicatos de productores.

La reforma se aplica solamente a los latifundios en Extremadura, en Andalucía, en La Mancha, en las regiones de Salamanca y de Toledo en una docena de provincias; la expropiación afecta únicamente a las propiedades de una extensión superior a 10 hectáreas de buena calidad o 700 hectáreas pobres. En cuanto a las indemnizaciones, se calcularán con arreglo a la contribución que paguen y a las inscripciones en el Catastro. En dos años son asentadas algo menos de cinco mil familias en 90.000 hectáreas expropiadas. El resultado no responde a las esperanzas de las Constituyentes. Por otra parte, aumentan los salarios agrícolas y, paralelamente, el paro.

A fin de cuentas, el Estado pasa a ser propietario y el colono no hace más que cambiar de amo. El caciquismo es sustituido por el dirigismo. La reforma obrera sigue los mismos métodos. El Estado interviene la producción, y el encarecimiento de la vida, resultado de la crisis económica mundial, anula el efecto del aumento de salarios. Los sindicatos y el poder público están constantemente en colisión.

Menudean y se agravan las huelgas. Obreros y labradores, descontentos y defraudados, derivan cada vez más hacia el anarcosindicalismo y escuchan con creciente complacencia las exhortaciones bolcheviques. En Sevilla y en Barcelona se aplica la «ley de fugas» y los campesinos andaluces tararean la famosa canción: «¿Cuándo querrá Dios del cielo que la justicia se vuelva y los pobres coman pan y los ricos coman hierba?»

El problema catalán se había resuelto por sí solo. Al mismo tiempo que el gobierno de Madrid fundaba la República, el coronel Maciá proclamaba en Barcelona la república catalana. Era ir un poco lejos en el camino del separatismo. Se llegó a una transacción entre el gobierno de Madrid y los ministros de Maciá, reduciendo la república catalana a las dimensiones de una Generalidad. Un estatuto, aprobado por plebiscito de la población y ratificado por las Cortes, confería a Cataluña una independencia de hecho.

Las Provincias Vascongadas, Navarra, Galicia y Aragón, estimuladas por el ejemplo catalán, se dedicaron febrilmente a preparar a su vez sus respectivos estatutos de autonomía. En esto había un peligro que no se le ocultaba al gobierno central. El contagio separatista amenazaba con destruir la unidad española, muy endeble todavía.

¿Qué actitud adopta la República ante la Iglesia? Hay que advertir que las elecciones municipales de 1931 no se hicieron sólo contra la monarquía, sino también contra la Iglesia. Una de las primeras declaraciones del presidente del Consejo en la tribuna de las Cortes es significativa: «España ha dejado de ser católica.» Y los diputados anticlericales los jabalíes aplauden estruendosamente. Los primeros créditos que se votan están destinados a la creación inmediata de seis mil escuelas y de varios miles de becas de estudios.

El analfabetismo más de un 65% es una plaga que la República pretende curar con una terapéutica laica. Paralelamente, se proclama la libertad de cultos y se secularizan los cementerios Como es de suponer, la Iglesia española no está dispuesta a dejarse desposeer, sin lucha, del monopolio espiritual que tiene desde hace veinte siglos. El alto clero protesta contra esas medidas, El cardenal Segura, arzobispo de Toledo y primado de España, manifiesta abiertamente su hostilidad al nuevo régimen.

El gobernador de Guadalajara, por orden del gobierno, manda al cardenal a la frontera de Irún conducido por dos guardias civiles. Las Cortes, en debates apasionados, toman ciertas disposiciones dirigidas contra la Iglesia: legalización del divorcio y del matrimonio civil, prohibición a las órdenes religiosas de sostener escuelas, disolución ¡otra vez! de la Compañía de Jesús y confiscación de sus bienes, supresión de las subvenciones del Estado para culto y clero.

La Iglesia poseía unas 12.000 propiedades rurales, 8.000 propiedades urbanas, 4.000 terrenos, 3.000 conventos, 800 monasterios. El personal religioso, íntegramente sostenido por el Estado, comprendía 36.000 monjas, 8.000 frailes y más de 35.000 sacerdotes seculares. ¿De qué iban a vivir ahora?

Las Constituyentes de 1931, al decretar que España no tenía ya religión oficial, al afirmar de una manera demasiado radical su anticlericalismo, cometieron un error de táctica, arriesgándose a enajenarse la clientela política de los católicos liberales y la de una fracción importante del clero que, decepcionada por la Monarquía, había votado por la República.

Había sido en Eibar, no lejos de Guernica, la ciudad santa de los vascos, donde se proclamó la Segunda República española, y la bandera federal flameaba en el monasterio de Montserrat, santuario de Cataluña. ¿Cómo esperar que los textos legislativos, las campañas de prensa, las profesiones de fe laica de los intelectuales republicanos a menudo de gran nobleza y de indiscutible generosidad bastaran para abolir de un solo golpe el sentido religioso al que el pueblo español permanecía fiel a pesar de todo, e inconscientemente a veces?

No tardan en agruparse, en torno a la idea de la defensa religiosa, elementos hostiles al marxismo: nobleza, alta burguesía, terratenientes. Claro que las intenciones de estos adversarios no todas son de una pureza ejemplar. Muchos de ellos, aunque proclamándose muy republicanos, abrigan reservas monárquicas.

Otros, uniendo ostensiblemente sus intereses a la causa de Cristo, lo que en realidad quieren es conservar sus privilegios. Una vez más y no será la última el capitalismo se apoya en la religión para defender sus posiciones y sus bienes. Así, la gran banca, negando créditos a los industriales y a los propietarios agrarios, contribuye al sabotaje de la reforma territorial, mientras hace profesión de sentimientos a la vez republicanos y católicos. La República, apenas instaurada, tiene que guardarse de la derecha y de la izquierda, y hasta del centro.

Cuanto más pasan los meses, más impotente para gobernar resulta el régimen. ¿Cómo va a poder hacerlo con unas Cortes heterogéneas? A la derecha, los tradicionalistas navarros, la Acción Popular Católica y los Agrarios defensores de la propiedad, de la patria y de la religión; en el centro, los progresistas dirigidos por Alcalá Zamora y por Maura, los radicales que siguen a Lerroux, algunos radicales socialistas y los federales; a la izquierda, los socialistas dirigidos por Largo Caballero.

Los catalanes forman bando aparte y ellos mismos están divididos en dos partidos: la Liga Regionalista y la Esquerra de Catalunya. El lema de la fracción burguesa del catalanismo es simple: la caseta i l’hortet. Pero el gobierno de Azaña, que acaba de sustituir al de Alcalá Zamora, tiene propósitos más ambiciosos. Impulsado por Largo Caballero, secretario general de la Unión General de Trabajadores, avanza hacia la izquierda, pero su política es rebasada por la acción de la Confederación General del Trabajo, de tendencia anarcosindicalista. Esta puja de la izquierda tiene que provocar, inevitablemente, una reacción de la derecha.

Hace mucho tiempo que en España no ha habido ningún «pronunciamiento». El primero contra la República, largamente preparado, estalla en Sevilla el 10 de agosto de 1932. Su jefe es el general Sanjurjo. Mientras él desfila por la calle de las Sierpes, se sublevan algunas guarniciones en el Norte y en el Centro. Pero el gobierno reacciona con energía y domina rápidamente la rebelión.

Sanjurjo huye. Le detienen camino de Portugal, le conducen a Madrid, le juzgan, le condenan a muerte y le indultan. Al poco tiempo, como consecuencia de unas elecciones parciales poco favorables a Azaña, éste dimite. Le sucede Lerroux; después, Martínez Barrio; éste está firmemente decidido a sacar mayoría en las elecciones generales que se han convocado. Pero, con gran sorpresa general, la consulta popular consagra el triunfo de las derechas, representadas por un partido: Confederación Española de Derechas Autónomas CEDA y encarnadas por un hombre: Gil Robles, discípulo de los jesuitas y abogado de Salamanca.

¿Es posible y viable una república de derechas? Gil Robles, el primer sorprendido por el triunfo de la CEDA ha sacado 115 escaños de 473, parece dudarlo, puesto que rechaza el poder y, durante algunos meses, procura orientar el gobierno hacia combinaciones heterogéneas, con la esperanza de que realicen la unión de los partidos, cada vez más problemática.

Pero ni a la derecha ni a la izquierda se quiere escuchar el lenguaje de la conciliación. Gil Robles, con sus indecisiones, debilita la eventual posibilidad de conjurar la crisis española con soluciones pacíficas y sensatas. Y la actitud cerrada de la clase patronal, que frena la aplicación del programa social de la CEDA, acaba de agravar la situación.

Los partidos de izquierda, desorientados de momento por el triunfo de las derechas, reaccionan rápidamente y se reagrupan. Explotando la infidelidad de las derechas a sus promesas, no les es difícil a las izquierdas separar de aquéllas a una parte importante del proletariado que las seguía.

Y son las izquierdas las que, a su vez, triunfan en las elecciones legislativas de febrero de 1936 bajo la bandera del Frente Popular. Pues, en efecto, las izquierdas forman, por primera vez, un frente único que comprende la Izquierda Republicana (Azaña), la Unión Republicana (Martínez Barrio), la Esquerra Catalana (Companys), los Socialistas (Largo Caballero y Prieto), los Comunistas (Díaz), el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) y algunos grupos aislados catalanes. Los anarquistas y la Confederación General del Trabajo no firmaron el pacto de alianza, pero apoyaron a los candidatos del Frente Popular. La coalición de izquierdas obtuvo 4.540.000 votos contra 4.300.000 el centro y las derechas. Tres meses después, triunfa en Francia también el Frente Popular.

No tarda en producirse la reacción opuesta. La Falange, fundada tres años antes por José Antonio Primo de Rivera, acecha desde hace tiempo. El hijo ha jurado realizar lo que el padre soñaba: resucitar la España del Siglo de Oro, a la manera de Mussolini, que pretendía calcar en Italia el plan grandioso del Imperio Romano. Pero son los monárquicos con Calvo Sotelo a la cabeza los que cristalizan todas las enemistades contra el régimen. Gil Robles, con su vago republicanismo de derechas, es rebasado, arrollado, devorado por la corriente antirrepublicana.

En Cádiz, el general Varela arenga a la gente en la calle, encaramado en una silla, sin encontrar un solo falangista. Pero en el foro alienta «el espíritu de la Falange». En España ya no hay moderados. Se está, con igual pasión, por la República o contra la República. El drama se simplifica. Se cierra el puño o se extiende el brazo. En Yeste, provincia de Murcia, la guardia civil dispara contra la multitud. Las iglesias son convertidas en polvorines.

Dos generales de los que el gobierno no está seguro son trasladados, uno a las Baleares y el otro a las Canarias: Goded y Franco. Sanjurjo hace un viaje a Berlín, José Antonio asiste a un congreso fascista en Chamonix. Mientras los socialistas son cada vez más desbordados a la izquierda por los elementos anarquistas, la Falange sin éxito al principio logra incorporar a su causa a las viejas formaciones monárquicas, como Acción Española y Renovación Española.

Pero, por el momento, sigue siendo un simple movimiento ideológico. Los falangistas son pocos. Al principio, nada más que once: ¡los Once! Tardarán bastante en formar un verdadero partido. Poco después, cuando Queipo de Llano convoca a los falangistas de Sevilla, no encuentra más que dos o tres.

Las posiciones ideológicas se definen y se alejan peligrosamente. Ya no es posible compromiso alguno. He aquí el balance del 16 de febrero al 15 de junio de 1936: 161 iglesias incendiadas, 269 muertes, 1.287 heridos, 213 atentados, 113 huelgas generales, 228 huelgas parciales, 16 bombas. La mitad de los españoles escuchan la propaganda del Komintern.

La otra mitad siguen febrilmente el avance del fascismo mussoliniano y del nacionalsocialismo hitleriano. Esta oscilación desatinada entre dos extremos del centro de gravedad político representa los pródromos del malestar que va a acabar en sangre. Las Cortes decretan el «estado de alarma». El gobierno está a la expectativa de graves acontecimientos. Observa ansiosamente al ejército.