La Sangre Limpia

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En la embriaguez del éxito, al triunfador le es fácil dominar su victoria. La extraordinaria clemencia de los Reyes Católicos para con los moros es, de todas maneras, sorprendente.

En realidad, había tras ella una segunda intención política y un decidido propósito de terminar a cualquier precio incluso al de la misericordia una guerra ruinosa. En todo caso, los reyes españoles, al destruir el Estado musulmán, no habían acabado definitivamente con el peligro musulmán. Los moros que habían pasado a África eran un refuerzo para los enemigos de España.

En cuanto a los moriscos, que habían optado por la sumisión, más o menos fingida, al nuevo régimen, esperaban la hora del desquite. Unos y otros odiaban a un país que jamás habían asimilado por completo. Por otra parte, ¿cómo los fieles discípulos de Mahoma iban a perdonar a los cristianos que izaban cruces sobre las cúpulas de las mezquitas?

Los Reyes Católicos, apenas vencidos los moros de Granada, comprendieron el peligro que representaba para la nueva España aquella «quinta columna» a disposición del sultán de Constantinopla Isabel, que, en la asociación regia, encarnaba el rigor cristiano, miraba más lejos. Para ella, el moro era, ante todo, el infiel. Había que convertirle o aniquilarle. Y la intolerante castellana, aconsejada por su director espiritual, Jiménez de Cisneros, tomó la dirección de la campaña contra los moriscos.

Se dio la orden de quemar los manuscritos árabes, de acosar a los campesinos y a los mercaderes moros de tal modo que no les quedara otra opción que la conversión o el destierro. Muchos, por conservar sus bienes ¡hay que vivir!, optaron por el bautismo. Y se quedaron en España, pero fueron malos cristianos. La mayoría prefirieron pasar el mar. Y los más firmes eligieron la rebelión. En la Alpujarra, en la colina del Albaicín, constituyeron núcleos de resistencia que los españoles tardaron años en dominar.

Después de los moros, los judíos. Fernando e Isabel no habían olvidado la nefasta intervención de los judíos en el momento de la invasión árabe. Olvidando en cambio los incomparables servicios que prestaron después a la civilización española ¡cuántos médicos, sabios y filósofos judíos!, ya no veían en ellos más que a los antiguos aliados de los moros. Un edicto de los Reyes Católicos, completado por otro de Torquemada, dio a los judíos un plazo de tres meses para salir de España.

Cerca de doscientos mil tomaron los caminos españoles hacia los puertos del Sur, después de liquidar, mal que bien, sus negocios y haberes. Marchaban precedidos por tocadores de violín y asistidos por los rabinos. Durante siglos, en África y en los Balcanes, los Toledos, los Córdobas, los Alcalás, descendientes de los proscritos de 1492, hablarían español. Lo hablan todavía hoy.

Ya se marcharon los judíos. Detrás de ellos irán muy pronto los moriscos. Quedan los judíos conversos los marranos y los musulmanes que se han hecho cristianos. Pero estos católicos recientes siguen siendo fieles, en secreto, a la fe de sus padres. Se mezcla aquí lo religioso con lo político. La mayoría de los conversos, irreductiblemente enemigos de Cristo, lo son más aún de España. Para hacer frente a este peligro interior, Isabel apela a la terrible arma de la Inquisición. Torquemada inventa la pena del fuego. Y en Sevilla comienzan a encenderse las hogueras.

¿Por qué esas violencias feroces? ¿Por qué esa política estrictamente clerical, aunque a una gran parte del clero español, y no la menos distinguida, le repugnaba asociarse a ella? Hay que consultar a Isabel y recordar el enorme alcance de la influencia judía y árabe en la España del siglo xv por ella reconquistada.

La reina estaba convencida de que la unidad territorial tenía que completarse con la unidad étnica. Y sólo una depuración radical, por odiosa que fuere, podía liquidar el pasado y preservar el porvenir, acechado por el luteranismo. Asi pensaba Isabel, cuya fe intransigente no excluía un agudo sentido de las realidades, La concentración de las energías españolas en torno a una doble idea-fuerza raza y fe preparó el Siglo de Oro. Todo se esperaba de los hombres por cuyas venas corría «sangre limpia» y que creían en Jesucristo. Los demás eran vigilados o excluidos.

Mas las necesidades de la razón de Estado y ese concepto, nuevo en España, de imponer al pueblo la religión del príncipe no bastan para justificar la política implacable de los Reyes Católicos. Esas necesidades fueron rebasadas por exigencias de orden casi místico. En efecto, ya desde ahora se destaca y se define la tendencia fundamental de España a identificarse con el catolicismo.

Toda guerra será una cruzada. Toda discordia tendrá un tinte dogmático. Los Reyes de España aceptarán y tendrán a gloria el título de los defensores de la fe. ¿Racismo y fanatismo? Desde luego. En todo caso, esa España dura y conquistadora que los Reyes Católicos están forjando y que, en el siglo xvi, va a tener un pasmoso destino, está transida del fervor religioso propio de los neófitos. Ha roto con el Islam y no quiere ni oír hablar de él. Está llena de Dios. Es así.