Realizada la unidad política y religiosa del reino castellano-leonés, los Reyes Católicos tienen ahora que imponer en él el orden. Si bien las Cortes ejercen una función consultiva importante, el principal instrumento del poder es el Consejo de Castilla, emanación directa del poder real.
En las juntas locales, los corregidores, delegados del rey, controlan y vigilan en su nombre la justicia y la administración. Mejoran las comunicaciones, facilitando así el comercio. Nunca fueron tan prósperos los negocios interiores del reino. Esta ordenación de la situación interior española se debió en parte, desde luego, a la política personal de los Reyes Católicos.
Pero hay que decir que los nobles, que llevaban medio siglo destruyéndose unos a otros, facilitaron mucho la tarea a la regia pareja. Les fue fácil dar el golpe de gracia a los rebeldes feudales, cansados y divididos. Contra los que se obstinaban, los Reyes Católicos mandaban sus máquinas de guerra.
Se organiza la Armada, constituida por un fuerte ejército de tierra y de mar. La manda Gonzalo de Córdoba, «el Gran Capitán», vencedor de Granada. Faltaba un financiero. Hernando de Talavera, confesor de la reina, se improvisa como gran tesorero y duplica en poco tiempo la renta nacional. Al paso de los Reyes Católicos van surgiendo grandes personalidades. Igual que en tiempos de los visigodos, la monarquía da gran predicamento al clero.
La Santa Sede ha otorgado a los reyes el derecho a elegir los obispos del reino. Usan de este derecho con inteligencia. Nunca se vio en España un alto clero tan brillante. Tres grandes primados se suceden en el trono episcopal de Toledo: Carrillo de Acuña, González de Mendoza y Jiménez de Cisneros. ¡Mendoza y Cisneros! Dos temperamentos opuestos y que, sin embargo, contribuyen ambos a edificar la nueva España.
Mendoza, perteneciente a una gran familia de Guadalajara, es obispo a los veintiséis años. Combate en Toro contra los partidarios de la Beltraneja. Jefe supremo del ejército cristiano que pone sitio a Granada, es el primero que entra en la Alhambra y recibe homenaje de Boabdil. En su castillo feudal de Calahorra, al pie de las lomas de Aldeire, el prestigioso prelado vive como un príncipe del Renacimiento.
Levantan hospitales, conventos y basílicas. Este gran señor, poeta y constructor, nació el día de la Invención de la Cruz, la cruz que él izó en lo alto de la torre de Comares. Sobrevivió tres años a esta alegría indecible y murió con su mano en la de Isabel la Católica.
Hasta su último suspiro, Mendoza vivió con el pensamiento puesto en los intereses de la monarquía: en el lecho de muerte, suplica a los Reyes Católicos que casen a su hijo, el infante don Juan, con la Beltraneja, para compensarla del trono perdido. Pero Isabel, moviendo suavemente la cabeza, suspira: «¡El cardenal está delirando!»