En los primeros años de la era cristiana surge una brillante pléyade de literatos latinos de origen español. Columela, Pomponio Mela, Lucano, Marcial y Quintiliano son los más famosos.
Hay otros tres que no dejaron obras, pero ejercieron gran influencia en los hombres de su tiempo: el orador Antonio Juliano, el geógrafo Turiano Gracilis y el jurista Porcio Latro, que enseñó el derecho a Ovidio. Y uno cuyo mensaje, que su vida contradijo a veces, ha conservado su resonancia: Séneca el Filósofo.
Lucio Anneo Séneca nació, cuatro años antes de Jesucristo, en Córdoba, capital de la inteligencia hispanorromana, en pleno corazón de la Bética. Tempranamente iniciado por su madre, Helvia, en la práctica de la virutd, se trasladó a Roma a estudiar elocuencia.
Siguió los cursos del estoico Atala y de los pitagóricos Fabiano y Soción. Después se inscribió en el foro y su actuación fue tan brillante que, según parece, provocó la envidia de Calígula. Fue cuestor y, al poco tiempo, senador.
En el pináculo de la gloria y de los honores, fue desterrado a Córcega por Mesalina, esposa de Claudio. Obtuvo gracia de Agripina, quien, de acuerdo con Burro, le recomendó la educación de Nerón. Este le nombró cónsul. ¡Brillante ascenso!
Pero aquí se reanudó el drama. Durante cinco años, el filósofo luchó contra la influencia de los libertos. Se esforzó sin tregua por despertar la conciencia del príncipe, por arrancar a aquel triste corazón, maleado por las pasiones, una chispa noble, un grito que no fuera de voluptuosidad. ¡Vano empeño! Desanimado, Séneca abandonó la corte.
Pero su retiro fue breve. Acusado, con razón o no, de haber intervenido en la conjura de Pisón, recibió de Nerón la orden de morir. El discípulo de Atala, con toda serenidad, mandó llenar de agua caliente la bañera, roció con ella el suelo y a sus amigos presentes a modo de libaciones a Júpiter, y se abrió las venas.
Pero más importante aún que su carrera y que su vida es su doctrina. Su monoteísmo y sus irreverencias para el culto tradicional, su inconformismo religioso, aquella elocuencia un poco enfática en la que se inspiraron los oradores cristianos, y, sobre todo, su estoicismo natural y humano le emparentan estrechamente con los primeros doctores de la Iglesia.
Tertuliano, el genial y sombrío maestro de la apologética cristiana, en el que se acusa la influencia de Séneca, declara «nuestro» al filósofo cordobés. Posteriormente, Erasmo, Montaigne, Descartes y el propio Pascal coinciden en considerar a Séneca uno de los más grandes pensadores de la Antigüedad. Basta leer las Cartas a Lucilio para encontrar ese alimento fortificante, esa energía, esa rigidez estoica, esa fuerza viril que confieren a Séneca el título de precursor del cristianismo.
«No te dejes vencer por nada ajeno a tu espíritu. En medio de los accidentes de la vida, piensa que llevas en ti una fuerza madre, algo indestructible, semejante a un eje de diamante en torno al cual giran los hechos mezquinos que constituyen la vida cotidiana. Y, cualesquiera que sean los acontecimientos de la tuya, pertenezcan a la categoría de los que llaman venturosos, de los que llaman dichosos o de los que parecen envilecernos con su contacto, mantente firme y derecho, de tal modo que se pueda decir que eres un hombre.»
¿No se reconoce en este elevado lenguaje la sonoridad misma del cristianismo? Las analogías de la moral de Séneca con los preceptos cristianos impresionaron a los contemporáneos hasta el punto de que llegaron a pensar sinceramente que el filósofo de Córdoba era, en secreto, adepto del cristianismo y hasta que tenía trato con San Pablo.
No hay ningún documento que permita afirmar, ni tampoco negar, esta hipótesis, demasiado seductora para ser cierta. poco probable históricamente. Juzgada sospechosa por la Iglesia, rechazada por los humanistas, esta tradición se ha mantenido viva. piadosamente, hasta el siglo xx. Todavía tiene defensores entre hombres exaltados por tan apasionante idea. ¿Para qué desengañarlos?
A comienzos del siglo XIX se distribuía en las escuelas confesionales un librito titulado Séneca cristiano. Varias generaciones de estudiantes se formaron en el sentimiento de que el hombre de Córdoba era uno de los más brillantes soldados del cristianismo. Y es que todo apostolado tiene una inevitable tendencia a hacer suyos a los grandes hombres que pueden reforzar la causa.
En todo caso, sin llegar a afirmar que Séneca fuera realmente cristiano, hay que reconocer la inmensa parte que le corresponde en la formación religiosa y moral de España. Testigo de los últimos tiempos del paganismo triunfante, anunciando con sus tendencias la aurora del cristianismo, Séneca simboliza mejor que nadie la transición entre los dos mundos, el antiguo y el moderno.
¡Asombroso destino el de este español de gran familia que pasó por las aulas y, por merced de los príncipes, llegó a ser ayo de un emperador! Hombre de mundo y estoico. Haciendo ostentación de una independencia de espíritu que se avenía mal con algunas de sus actitudes. Pues, al fin y al cabo, era rico, corruptible, corrompido en ocasiones y, sin embargo, profesaba el desprecio a los bienes materiales.
¡Qué contraste entre sus principios y su vida pública! Todo en él, hasta su muerte, tiene un sentido misterioso. ¿Fue la resolución de un hombre ahíto de amargura, o bien la confesión de que no podía sobrevivir a su caída en desgracia ante un soberano que él identificaba con la persona divina? Porque nada le obligaba a obedecer a Nerón.
Mezclado en uno de los dramas más negros de que guarda memoria Occidente, acaso Séneca vio arder la Ciudad Eterna y abrasarse, a lo largo de la Vía Sacra, a los primeros mártires. Ya no podrá jamás apartar de sí la sombra ingrata de Nerón. Permanecerá indisolublemente unida a su leyenda. Y la Historia unirá los dos nombres.
«Séneca, preceptor de Nerón…» Pero más vale separar la fisonomía del cordobés de sus contradicciones y de la tragedia neroniana y conservar sólo su pura imagen clásica. Séneca el Filósofo no logró humanizar a su monstruoso discípulo; se abre las venas y, al abrírselas, el educador fracasado pasa a serlo del género humano.