Ya tenemos a Enrique de Trastámara afianzado en el trono. Quedará en la historia con el nombre de Enrique II el Bastardo. Apenas tuvo tiempo de ejercer un poder tan difícilmente adquirido. Colaboró con Francia, combatió contra Portugal y se esforzó por lograr la paz interior. Se le llamó «el rey de las concesiones».
Probablemente murió envenenado por los navarros. Su hijo, Juan I, es derrotado por los portugueses y muere de una caída de caballo en 1390, dejando la corona a Enrique III el Doliente. Este rey, débil pero valiente, dirige una expedición victoriosa contra los berberiscos de Tetuán. Su hijo, Juan II, hereda el trono a los dos años de edad. Aquí, el reinado de los validos sucede al de los usurpadores y de los bastardos.
Durante treinta y cinco años reina de hecho en Castilla, en lugar de Juan II, el bastardo aragonés don Álvaro de Luna. Condestable, primer ministro, maestre de Santiago, don Álvaro de Luna se vale del favor del rey para atacar a la nobleza. Sufre destierro, recupera el poder y cae nuevamente en desgracia.
Es detenido, desposeído de bienes y condenado a muerte. Se confiesa, comulga y, montado en una mula, lo llevan al cadalso, mientras un pregonero repite con voz monótona: «¡Esta es la justicia del rey!» El cadalso se alza en la Plaza Mayor de Valladolid, tapizado de negro, con una cruz y dos cirios. Don Álvaro levanta la cabeza y manifiesta su extrañeza al ver un gancho clavado en una viga. Le explican que es para colgar su cabeza una vez separada del cuerpo. «Después de muerto, haced de mí lo que os plazca», suspira don Álvaro.
Presenta sus dos pulgares al verdugo para que se los ate con la cinta púrpura. Después le descubre la garganta… Tres días permanece expuesto su cuerpo; nueve noches, su cabeza. Dan tierra a los despojos mutilados del condestable en el cementerio destinado a los malhechores.
Juan II, el príncipe ingrato, sólo sobrevive a su ministro unos meses. Muere en 1454, roído por los remordimientos, lamentándose en su agonía de no haber sido hijo de un cualquiera. Deja la corona a su hijo Enrique IV, llamado el Impotente aunque no es muy seguro que lo fuera. El nuevo soberano, veleidoso y taciturno pero de buena índole en el fondo, no hace nada por dominar la crisis de rebelión que agita a Castilla.
Casado en primeras nupcias. con doña Blanca de Navarra, la repudia por no haberle dado sucesión y se casa con la ligera Juana de Portugal. Ésta tiene una hija, cuya paternidad atribuyen las malas lenguas al favorito de la corte, don Beltrán de la Cueva, por lo que la llaman la Beltraneja.
Al morir Enrique IV, lo que ocurre en 1474, se desencadena una guerra de sucesión entre los partidarios de la Beltraneja, apoyados por Alfonso V de Portugal, tío de aquélla, y los de Isabel, hermanastra de Enrique IV, defendidos por Fernando el Católico, rey de Aragón.
Al morir, repentinamente, el infante don Alfonso, hermanastro de Enrique IV, nombró éste heredera de la corona de Castilla a su hermanastra Isabel, con la condición de que no se casaría sin su consentimiento. Isabel lo juró solemnemente ante las Cortes de Castilla. Pero, pasados dos años, se casó con Fernando de Aragón, contra la voluntad de su hermano y faltando a su promesa.
Un viento de ira y de odio barre las tierras de Castilla. Entran a saco en los dominios del Estado. El arzobispo de Toledo se pone al frente de la rebelión. En medio de la llanada de Ávila erigen un muñeco que representa a Enrique el Impotente y le arrancan las insignias de la nobleza. El pueblo murmura. El partido de los nobles toma las armas contra los soldados del rey. Todo es confusión y turbulencia, lo mismo que en las postrimerías de la monarquía visigoda.
El Cruel, el Doliente, el Impotente… Pero hay que mirar más allá de esas figuras alucinantes. La corte no es la nación. Mientras los príncipes, intrigan en su palacio toledano o se gastan en vanas aventuras militares, la voz imperiosa de las Cortes de Castilla domina a la de los jerifaltes. Contra la monarquía que flaquea y olvida sus deberes, se incuba una reacción fuerte y popular. Las clases medias, los hidalgos modestos y el clero honrado de las aldeas reclaman una monarquía firme y humana.
En 1474 muere Enrique el Impotente. Inmediatamente es proclamada reina de Castilla, en Segovia, Isabel, que ha casado hace poco con Fernando de Aragón.