La Farsa de la no Intervención

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La toma de Toledo abre a los nacionales el camino de Madrid. El avance hacia la capital es fulgurante. Finales de octubre. Madrid está cercado. El 6 de noviembre, el gobierno abandona la capital Carga sus archivos en camiones y traspasa los poderes a una Junta de Defensa presidida por el general Miaja.

Al día siguiente los legionarios ocupan Carabanchel, que está en las afueras de la ciudad. Con gran estupor de los madrileños, aparecen moros, negros del polvo de los caminos y de la pólvora de los combates, que corren tras el tranvía, hacia la Ciudad Universitaria. El jefe de las tropas ha preparado ya la entrada triunfal en Madrid. Cada oficial lleva en el bolsillo unas instrucciones sobre cómo debe comportarse en la ciudad.

Es cosa de horas, piensa el estado mayor. Lanzan simultáneamente tres ataques. Uno, por el oeste, es detenido en la Ciudad Universitaria, donde Miaja repite la proeza de Moscardó en el Alcázar. El segundo, por el valle del Jarama, corre la misma suerte. Y el tercero motorizado y fuertemente apoyado por los italianos, por la parte de Guadalajara, fracasa rotundamente ante un violento contraataque de los republicanos. ¿Cómo explicar este triple fracaso de los nacionales? ¿Qué ha pasado?

En primer lugar, el ejército republicano, por iniciativa de los comunistas, ha sido organizado. Ya no combate cada grupo por su lado y bajo su propia bandera sindical o de partido. Ahora se pliega a una instrucción y a una obediencia. Se han creado escuelas militares para la formación de oficiales y de suboficiales.

Todavía es demasiado pronto para hablar de unidad de mando. Pero ya son posibles amplios movimientos de conjunto. Además, las filas republicanas cuentan ahora con voluntarios extranjeros. Constituyen las Brigadas Internacionales. En el mes de junio de 1937 según estadísticas republicanas suman 25.000 franceses, 5.000 polacos, 5.000 norteamericanos, 3.000 belgas, un millar de sudamericanos, 2.000 balcánicos y 5.000 emigrados alemanes e italianos.

Los jefes son, en su mayoría, comunistas Lukas, Tito, Kleber, Beimber o socialistas Deutsch, Gallo y Nenni Uno de los más famosos es el francés André Marty, del que Ernest Hemingway trazó posteriormente un impresionante retrato en su novela Por quién doblan las campanas: «Un hombre alto, viejo y corpulento, con una gran boina caqui, como la de los cazadores a pie del ejército francés… Cejas enmarañadas, ojos de un gris acuoso, mentón y papada. Era un gran revolucionario francés que había dirigido la insurrección de la flota francesa…»

Pero, además de hombres y de jefes, hace falta dinero y material. Se hacen colectas para el ejército republicano en los Estados Unidos, en Francia, en Suecia, en Australia, en China, en la URSS. Lo difícil es conseguir material. El ministro francés del Aire, Pierre Cot, autoriza la cesión a la España republicana de un centenar de aparatos – poca cosa y Rusia soviética le envía material de guerra bastante rudimentario, pero de buena calidad.

Después, la URSS manda a la República española aviones de caza y de bombardeo moscas, chatos y katiuskas, pero es dificilísimo que lleguen a través del Mediterráneo, estrechamente vigilado por los submarinos italianos. Esta es la contrapartida, en el campo republicano, de la ayuda, mucho más importante, que el campo adverso recibe de Alemania y de Italia. En efecto, el apoyo que prestan los gobiernos de Hitler y de Mussolini a las armas de Franco es muy considerable.

Alemania envía «técnicos» y una flota aérea poco numerosa, pero de calidad: la Legión Cóndor. A los aparatos Junkers muy modernos entonces no les es difícil superar a los viejos Bréguer de los republicanos. En el mar, el acorazado Deutschland libra batalla al crucero republicano Libertad para obligarle a dejar paso libre a un barco alemán, el Kamerun, cargado de armas para Franco. La intervención de Italia es más amplia y menos disimulada. Los contingentes italianos, encuadrados en las unidades españolas, están presentes en casi todo el campo de operaciones: en las Baleares, en Guadalajara, en Tortosa, patrullando en las cercanías del Estrecho.

Aunque hay que acoger con gran reserva las cifras dadas por una y otra parte sobre los efectivos extranjeros que combatieron en las filas de Franco, se pueden admitir aproximadamente las siguientes: varios miles de alemanes compuestos sobre todo por aviadores que se reemplazaban cada mes, varios miles también de italianos, pagados a medias por Franco y por Mussolini y que, al mando de los generales Gambara y Bergonzoli, integraban la División Littorio, los Flechas Negras y los Flechas Azules; un millar de irlandeses y una Legido portuguesa, cuya intervención fue más bien simbólica.

Además, el gobierno italiano suministró a Franco un importante material militar: 2.000 cañones, 10.000 armas automáticas, 200.000 fusiles, además de una no desdeñable cantidad de tractores y de diversos vehículos.

España se convirtió en un campo de maniobras donde se ejercitaban las fuerzas europeas interesadas en la próxima contienda mundial. No es fácil hallar en la historia militar un caso como éste en que los beligerantes tuvieran tal posibilidad de organizar tan perfectos ensayos generales. Esta medida de fuerzas entre italo-alemanes y franco-rusos en un territorio extranjero podía degenerar en guerra internacional.

Y no había llegado aún la hora. Por el momento convenía mantener el statu quo europeo. Por iniciativa de Francia, se creó en Londres un Comité de no intervención, al cual se adhirieron, además de Francia, la URSS, Alemania, Italia y algunos países secundarios. Los Estados Unidos, por su parte, decretaron el embargo de armas con destino a España. Pero Roma y Berlín, que habían reconocido al gobierno del general Franco, no tardaron en retirarse estrepitosamente del Comité de no intervención, fundándose en el ataque del Libertad al Deutschland.

Mientras en Londres y en Ginebra pues también se llevó el asunto a la Sociedad de Naciones los juristas discutían gravemente sobre los procedimientos de la no intervención, seguían afluyendo a España voluntarios y material extranjero. Y mientras el conde Grandi declaraba rotundamente que su país no retiraría de España ni un solo voluntario, y Alemania reclamaba a gritos reparaciones por los daños sufridos por el Deutschland, y la URSS exigía la retirada de todos los elementos extranjeros ¡incluidos los de Marruecos!, los barcos «de control» se paseaban simbólicamente por el Mediterráneo. La bandera que enarbolaban blanca con dos círculos negros simbolizaba la farsa de la no intervención.

En realidad, las potencias comprometidas en la guerra española no se proponían únicamente probar su material o hacer una demostración estratégica de la que sacarían una enseñanza para el porvenir. España era un lugar de choque de las respectivas ideologías. Algunas de esas potencias estaban interiormente divididas ante el problema español. Mientras el pueblo alemán y el pueblo italiano deseaban casi unánimemente al menos en sus manifestaciones exteriores el triunfo de Franco, y la URSS hacía fervorosos votos por su derrota, el gobierno francés, aunque oficialmente favorable a la tesis neutralista, no había convencido a la opinión pública.

Los medios de derechas eran adictos a Franco. Jacques Maritain y François Mauriac estaban por la República y lo declaraban abiertamente. Las divergencias, o más bien estos diferentes estados de conciencia, se reflejaban en los medios gubernamentales. Por ejemplo, Eduardo Herriot conminó a León Blum a no autorizar el envío de aviones, armamentos y aceite pesado a los republicanos españoles. El jefe socialista se dejó convencer y exclamó retorciéndose las manos: «¡Se me parte el alma!»>

En todo caso, a pesar del triple ataque de las fuerzas de Franco, Madrid no cae. Franco se desvía por algún tiempo de la capital y concentra sus fuerzas en el Norte. Antes se han hecho importantes modificaciones en el gobierno republicano y en el de Franco. Giral ha sido sustituido por Largo Caballero, que pasa a ser además jefe supremo del ejército.

Franco constituye el partido único, formado por los carlistas, los monárquicos, los requetés, la Falange Española Tradicionalista (FET), fundada por José Antonio, y las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS). Es la unificación del Movimiento. Adopta como símbolo las armas de los Reyes Católicos: el águila de San Juan; el yugo y el haz de flechas. A los pocos meses, Franco, confirmado jefe del Estado, establece su cuartel general en Salamanca, permaneciendo en Burgos la Junta de gobierno.

Bilbao, sitiado por las tropas del general Mola, cae en poder de los atacantes. La «Ciudad invicta», que, en el siglo anterior, había resistido por tres veces el sitio de las tropas carlistas, ha sucumbido ahora, a pesar de que sus fortificaciones se consideraban invulnerables.

Sus constructores se habían pasado al campo de Franco con los planos en el bolsillo. Mola, el héroe del Norte, no llega a ver la caída de Bilbao. Perece antes en un accidente de avión. Entre las primeras tropas que entran en la ciudad se encuentran los Flechas Negras italianos. Reparto de pan a la hambrienta población.

Las tropas republicanas se retiran hasta Santander, que también han de abandonar. Con el fin de retardar el avance adversario, emprenden algunas operaciones. En Brunete, cerca de Madrid, después de una encarnizada lucha de tres días, consiguen romper el frente, pero no avanzan.

En Aragón toman Belchite, camino de Zaragoza, pero no llegan a tomar esta ciudad. Las tropas de Franco consiguen dominar Asturias, a pesar de la furiosa defensa de los mineros. A la España republicana no le quedan ya más que quince provincias de las cincuenta que forman el territorio español, y once millones de habitantes de los veinticinco. Además de sus fuerzas en operaciones, Franco dispone de un ejército fresco de sesenta mil hombres que reserva para un ataque masivo cuyo objetivo es Barcelona. Los republicanos, derrotados en el Norte, no se dan por vencidos.

En efecto, a finales de 1937, se rehacen. Su gobierno se ha trasladado a Barcelona, con el fin de impulsar la producción de guerra de Cataluña y controlar las masas obreras, acechadas por la anarquía. Prieto asume el ministerio de la Guerra. Se propone obtener una gran victoria cueste lo que cueste, con el fin de levantar la moral de los combatientes y restablecer un relativo equilibrio militar que haga posible, si no una paz negociada, al menos un armisticio.

El 14 de octubre, el ejército republicano, en un esfuerzo desesperado, emprende una ofensiva contra Teruel. La posición es importante, pues constituye el saliente sudeste de las líneas enemigas. Los defensores de Teruel resisten dos semanas, pero acaban por capitular. Con esto queda parada la gran ofensiva que preparaba Franco para aislar a Cataluña y cortar la comunicación de Madrid con el mar. Los republicanos, exaltados por esta victoria, se dirigen hacia Zaragoza, meta final de sus planes. Pero se les agotan las municiones, están agotados ellos mismos marchan entre la nieve en alpargatas no pueden más. Un violento contraataque del general Aranda acaba de desmoralizarlos.

La iniciativa está otra vez en manos de Franco y sus jefes militares: el general Varela, anteriormente oficial en Marruecos y gran admirador de Lyautey, y el general Vigón, que había sido preceptor del hijo de Alfonso XIII y que, en el momento de la sublevación, estaba, retirado, en la Argentina. Después de sesenta días de una batalla sin tregua, y frente a un adversario que ha recuperado su fuerza, los republicanos se ven obligados a abandonar Teruel. Poco queda de la ciudad. Los republicanos han puesto dinamita en las cuevas que hay debajo de la ciudad y Teruel salta, enterrando bajo los escombros a millares de inocentes.

Teruel es el trágico equivalente de Guernica. Ahora ya puede el gobierno de Franco dirigir su ofensiva hacia el mar. Ent abril de 1938, Cataluña queda cortada de Valencia en el delta del Ebro y el territorio republicano separado en dos partes. Las tropas de Franco avanzan hacia Valencia. Rebasan Castellón de la Plana. Ya están a las puertas de Valencia. Pero se encuentran con una línea de fortificaciones y con una fuerte defensa republicana mandada por los generales Sarabia y Meléndez. ¿Se volverán las tornas a favor de la República? Los de Franco no andan lejos de pensarlo.

En efecto, el gobierno republicano, jugándose el todo por el todo, planea una maniobra audaz, inspirada por el general Rojo, jefe del Estado Mayor. El 24 de julio, las tropas republicanas pasan el Ebro y atacan por sorpresa a las fuerzas enemigas. Avanzan hasta Gandesa, pero no pueden seguir más lejos. La batalla del Ebro una de las más terribles de la guerra dura cuatro meses. Los historiadores militares recordarán con relación a esta batalla la guerra del 14.

Así como algunas operaciones de la contienda española prefiguran las batallas que han de tener lugar dos años más tarde, la batalla del Ebro recuerda las del Marne y Verdún. Los soldados, agazapados en las trincheras, saltan de ellas para enzarzarse furiosamente en feroces luchas cuerpo a cuerpo. La intervención de la artillería y de la aviación es, si no nula, por lo menos simbólica.

En uno y otro campo falta o escasea el material. El enemigo es el fango. Ambas partes se baten con un valor sobrehumano. Pero la moral de los republicanos sufre el efecto de una mala noticia. Negrín, que ha sucedido a Largo Caballero, acaba de anunciar en la Sociedad de Naciones que acepta la retirada de las Brigadas Internacionales. Por otra parte, una semana después, los acuerdos de Munich consagran el triunfo diplomático de los «fascistas».

Hitler y Mussolini han impuesto su ley a las democracias. Un vendaval de miedo sacude a Europa. Y llega a la huerta valenciana. Metro a metro, los republicanos son rechazados hasta el Ebro. El 15 de noviembre vuelven a pasar el río, dejando tras ellos diez mil muertos. El camino de Cataluña queda abierto.

La víspera de Navidad, las tropas de Franco atacan en el Segre y en el Ebro. Después, iniciando una táctica nueva penetraciones en «puntas» motorizadas y cerco de «bolsas», llegan en diez días hasta las últimas defensas de Barcelona. Los republicanos tienen que hacer frente simultáneamente a las tropas del coronel Moscardó, ascendido a general, procedentes del Norte, y a las del general Varela, que atacan por el Sur. Intentan restablecer el frente en Igualada y en Vendrell.

Últimas e inútiles tentativas. El 26 de enero, las tropas de Franco y sus aliados entran en Barcelona. Mientras Negrín reúne en Figueras lo que queda de las Cortes, Azaña y Companys pasan la frontera por La Junquera. Las tropas republicanas, seguidas de civiles fugitivos, atraviesan los Pirineos. En la otra vertiente, los gendarmes franceses canalizan el triste éxodo más de cuatrocientos mil entre militares y paisanos. Negrín y su gobierno han vuelto a Valencia, donde sigue la lucha.

El 27 de febrero, la Cámara francesa acuerda por 323 votos contra 261 reconocer a Franco. Lo mismo hacen Inglaterra y la mayor parte de los países, con excepción de la Rusia soviética y de Méjico. Pero muchos de los exiliados españoles encuentran en Francia una acogida fraternal, para pasar al derecho de residencia y después algunos a la naturalización, que sus hijos no tendrán que lamentar. Pues esos hijos de españoles, nacidos a orillas del Garona o en cualquier pueblo de Ariège, sabrán ser excelentes franceses, sin renunciar a sus características originales sin duda en recuerdo de las bodas dinásticas de otros tiempos.

¿Qué pasa en Madrid? Azaña ha dimitido. Está en Francia. Una Junta de Defensa, presidida por el coronel Casado y dispuesta a negociar con Franco una rendición bajo el signo del anticomunismo, ha sustituido a Negrín, al que se considera extremista. Negrín, cuyo programa resistencia hasta el final se han adherido comunistas y anarquistas, hace de Valencia el último bastión de la guerra.

Mientras «negrinistas» y partidarios de la Junta se baten en las calles de Valencia, de Madrid, de Cartagena, se entablan conversaciones que fracasan. Al amanecer del 30 de marzo, toda España está en manos de Franco, menos Alicante. Pero la tarde de este último día de guerra desembarca en Alicante, bajo una lluvia fina, la división italiana Littorio. Casi todo el territorio español, menos algunos reductos de las sierras pirenaicas, en Asturias y en Andalucía, ha sido «reconquistado» por el ejército del Movimiento. Y el 1.° de abril de 1939, a los 986 días de lucha sin tregua, el general vencedor publica el último comunicado: «En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, las tropas nacionales han alcanzado sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. Burgos, 1.° de abril de 1939, año de la Victoria. El Generalísimo Franco.»

La guerra ha terminado. Pero ja qué precio! Un millón doscientos mil muertos casi tantos como las pérdidas francesas en la guerra de 1914-1918: 450.000 soldados (150.000 de las filas de Franco y el doble de las republicanas) y 750.000 civiles.