La España Cristiana se va organizando

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No todos los cristianos españoles fueron santos. Los hubo bien es verdad que pocos que se entendieron con el Imperio. Como Basílides y Marcial, obispos, respectivamente, de León y de Emérita Augusta, que fueron «libeláticos».

Esto ocurría hacia el año 250, en tiempos de la persecución de Decio. A este emperador le repugnaban los procedimientos de violencia, más que por compasión a los cristianos, porque le parecía absurdo empobrecer el Imperio matándolos. El martirio no era buen negocio. Y a Decio le parecía más práctico recurrir a la apostasía. Los cristianos, para que no los molestaran, no tendrían más que solicitar de la administración romana unos certificados de sacrificios paganos, llamados libelli.

El número de los que se avinieron a esta hipócrita formalidad fue ínfimo. Los obispos que demostraron su flaqueza aceptando esta patente de paganismo fueron expulsados de la comunidad cristiana. Los fieles españoles, apoyados por San Cipriano, obispo de Cartago, consiguieron que el papa Esteban depusiera a Basílides y a Marcial, los prelados apóstatas.

Pero abdican Diocleciano y Maximiano, y con ellos termina la persecución. Galerio y Constancio se abrogan el título de Augusto. Maximiano Daia y Severo son proclamados Césares. España le toca al dulce Constancio. Es la paz de la Iglesia.

Para la Iglesia española ya no hay peligro exterior. En lo sucesivo es libre de practicar su culto como bien le parezca. Ya puede destaparse el rostro. Pero he aquí que, liberada del peligro romano, se apresta a dividirla otro peligro más sutil. La sociedad cristiana, perfectamente unida contra el enemigo común, sin la más leve señal de desacuerdo mientras vivió en la clandestinidad, apenas liberada de la persecución, cae sobre ella el águila negra de la herejía y no tarda en mancharse de sangre.

Sus enemigos estarán ahora en sus propias filas. Sin embargo, ayer mismo, en la arena de los circos, los mártires se ofrecían, abrazados, a las fieras. ¿Qué decir de esta fraternidad sellada en la tortura por mano del verdugo y que la paz rompió? El ardor de los prosélitos, su mutuo amor, su entusiasmo sombrío se alimentaba de dolor el peor, el del cuerpo.

En el potro, más que la doctrina, contaba el amor, Dios era la única urgencia. La admirable vitalidad de las comunidades primitivas, el secreto de su fuerza se explican por el acoso del poder. Nada parecía imposible a aquellos grupos de neófitos perseguidos por Roma: tan joven era la fe, tan fácil el sacrificio.

Pero con las religiones ocurre lo mismo que con los hombres. Primero es la edad de las improvisaciones heroicas; después viene la de la madurez constructiva. Entonces se plantean graves problemas que no tienen nada que ver con los impulsos del corazón.

La época de los concilios inicia esa larga y agotadora disputa dogmática que llegó a la pena del fuego y, hasta Felipe II, atormentó a la España cristiana. Pero había que instaurar la verdad, organizar y fortalecer aquella Iglesia frágil todavía.

El concilio de Elvira fue la primera asamblea eclesiástica española. En él estaba ampliamente representada cada provincia. Galicia delegó en el obispo de Legio, la Tarraconense en el de Zaragoza. A Lusitania la representaban tres obispos. Y la cartaginense envió ella sola a Elvira ocho prelados. La delegación bética estaba presidida por el obispo de Córdoba.

Las deliberaciones esenciales del concilio versaron sobre la liquidación de la idolatría. Poner fin a esta especie de complacencia con las prácticas paganas parece haber sido la principal preocupación de los legisladores de Elvira. Nos imaginamos aquella sociedad cristiana a punto de ser liberada del paganismo. No se atreve a creerlo.

Pero, de verdad, ¿no habrá más mártires? Sin embargo, el de Eulalia es de ayer mismo. ¿Es verdad que después de tanta sangre derramada, la religión de Cristo va a ser la religión del Imperio? Se comprende que la primera preocupación de esta Iglesia que lleva tanto tiempo padeciendo y está ahora en el umbral del triunfo sea extirpar de las nuevas costumbres cristianas todo lo que recuerde el culto a los ídolos y hasta la raíz misma del paganismo.

Por eso se prohíben las pinturas en los muros de las iglesias y la brujería se castiga con la excomunión, incluso en trance de muerte. En cambio, la Iglesia abre sus brazos a los paganos que manifiesten un sincero deseo de convertirse. Se les da para ello todas las facilidades. El concilio no descuida tampoco el aspecto práctico y social del cristianismo. Es una moral, rudimentaria aún, lo que propone a aquellas almas rudas.

Aquella Iglesia joven, audaz y segura de sí misma en el terreno de la teología, mide bien sus pasos en los caminos de la acción directa. Por el momento, está ensayando aún su sistema. Es demasiado pronto para derribar el orden antiguo y acabar de un solo golpe con todas las costumbres, por perniciosas y nefastas que sean.

Esta prudencia resulta natural si se considera hasta qué punto habían penetrado en España las costumbres romanas. Una inmoralidad tranquila y cruel, agravada por la corriente voluptuosa de la decadencia, regía las relaciones humanas.

La civilización del Imperio, admirable en el orden material, político e intelectual y orientada hacia la exaltación del Estado, no había hecho nada por el hombre. El cristianismo, para el que sólo cuentan el hombre y su destino, frente a Roma una actitud revolucionaria. ¡Qué trueno en el cielo romano!

Cuando el concilio de Elvira denuncia a la adúltera y estigmatiza a las matronas que hacían azotar a sus esclavos hasta la muerte, realiza un acto de gran valentía. Se levanta así solemnemente contra unas costumbres que a nadie extrañan.

Al decretar el celibato obligatorio de los sacerdotes, subraya el carácter sagrado del estado eclesiástico. Al establecer una jerarquía en el clero, al crear una primacía episcopal, pone los cimientos de la Iglesia española y la instaura en la Ciudad.

¡Qué singular temeridad proceder a tales reformas cuando la tiranía, aunque tocando ya a su fin, actúa en algunas provincias del bajo Imperio!

En definitiva, el concilio de Elvira marca exactamente la frontera entre el paganismo y el cristianismo. Más aún: marca el umbral del cristianismo, pues la fecha en que se reunió 306 es la misma en que subió al trono de Occidente Constantino, el futuro emperador cristiano.

Apenas puestos los cimientos de su autoridad, se le presentó a la Iglesia española la ocasión de probar su fuerza. Por el año 320, un sacerdote de Alejandría llamado Arrio se propuso reformar el cristianismo, ‚negando la divinidad de Cristo.

Su esencia es humana proclamaba y está subordinada a Dios. Esta afirmación satisfacía la tendencia de los bárbaros a las soluciones sencillas. El concepto de un dios hecho hombre no cabía en su entendimiento.

Es notable el hecho de que este pueblo curioso, sensible al derecho y a la ciencia, permaneciera impermeable a la metafísica. Estos pueblos conversos, que tan fácilmente admitieran la muchedumbre innúmera de divinidades paganas, aceptaban mal el misterio de la Trinidad.

Por loables que fueran las intenciones de Arrio, convenía atajar rápidamente el peligro que esta proposición herética representaba para la cristiandad en el alba de su formación. Pues si Cristo no era Dios, ¿dónde estaba el cristianismo? La cosa pareció tan grave que preocupó a Constantino, el cual mandó a Osio, obispo de Córdoba, a enterarse sobre el terreno y ejercer de árbitro en el conflicto.

Osio había tomado parte, quince años antes, en el concilio de Elvira. Estaba entonces en plena madurez intelectual y física. ¡Cuarenta años apenas! De origen oriental, probablemente egipcio, llevaba en todo su cuerpo los estigmas de la persecución. Su ascendiente sobre Constantino había inspirado a éste el edicto de Milán en el que se reconocía la libertad religiosa.

Ahora, Osio no anda ya lejos de los sesenta. La sevicia de los verdugos, los rigores de un apostolado a menudo difícil no han amenguado la prodigiosa vitalidad de este hombre de hierro. No. es un casuista. Su clara y recta mente no se anda con sutilezas. Hay una Verdad y no dos. Este presunto egipcio tiene muy poco de oriental.

Asistimos, pues, con expectación a la llegada de Osio desde el remoto Occidente a los barrios de Alejandría. Este viejo hosco, gruñón, traba conocimiento con la ciudad más refinada, más elegante del mundo. ¡Y qué ambiente tan nuevo para él!

Muchos snobs, diríamos hoy. Allí se sueña, se diserta, se sutiliza hasta el infinito. Se intenta renovar los torneos intelectuales de Platón. Todas aquellas dilectas gentes hablan griego. Y Osio no entiende más que el latín. ¡No importa! El viejo luchador sabrá cantar las verdades a aquella frívola sociedad.

La pone en guardia contra las disquisiciones vanas y le predica, en términos no pocas veces rudos, la vuelta pura y simple a la fe primitiva. Pocas semanas le bastan para formar su opinión: hay que condenar el arrianismo y dar de nuevo al dogma su rigor y su virtud originales. Y en este sentido informa Osio a Constantino, instándole a reunir un concilio.

El emperador convoca el primer concilio ecuménico, que se celebra en Nicea el año 325. Lo preside Osio en calidad de representante imperial. El prelado español produce gran impresión a los prelados orientales. Ese cordobés apasionado por la verdad, brutal a veces, comienza por sorprender y acaba por convencer a la asamblea eclesiástica.

Los partidarios del arrianismo, de veinte obispos, se quedan en dos. Y el arrianismo es condenado. Pero Osio no se conforma con esto. A fin de acabar con la herejía y evitar que vuelva a la ofensiva, imagina condensar en una fórmula clara y sucinta lo esencial de la fe cristiana.

Fueron los labios de un obispo español los primeros que murmuraron el símbolo de Nicea: «Credo in unum Deum, Patrem omnipotentem…» A la voz cascada del anciano de Córdoba responderá el clamor infinito de la humanidad creyente.

En el concilio de Nicea, Osio conoció al patriarca de Alejandría, Atanasio. Este Padre de la Iglesia, famoso por su lucha contra el arrianismo, encontró en Osio mucho más que un compañero de armas: un amigo. «A Osio le iba bien su nombre (en griego, Osio significa santo).

Su vida era irreprochable, a menos que se le reproche su odio furibundo a la herejía.» Pues este héroe, cosido de cicatrices recuerdos de Maximiano, indulgente para las faltas ajenas, siempre dispuesto a absolver y a consolar, era intratable cuando había que defender la ortodoxia.

Acaso se reunió otro concilio en Córdoba después del de Nicea. Los textos de esta época son raros. Bajo el impulso de Osio, la Iglesia española acaba de imponerse. Se crean nuevas sedes episcopales. Se organiza la jerarquía eclesiástica. El arrianismo languidece, no se rehace del golpe recibido. Sí, es sin duda la paz de la Iglesia. Pero este período ha dejado pocas huellas.

Lienzos de muros, cementerios muchos cementerios, pinturas medio borradas, capillas varias veces derruidas y reconstruidas, iglesias dedicadas a otra cosa o reemplazadas por los visigodos. ¡La España cristiana es todavía muy débil! Los cuadros son insuficientes o ineficaces. El culto es rudimentario.

Pero lo que le falta sobre todo a la Iglesia es verdaderos caracteres. Un solo gran hombre: Osio de Córdoba. Su fuerte personalidad domina a los que le rodean. Buenas voluntades, muchas; voluntades, pocas. Como si la Iglesia, a medida que se alejaba del martirio, se funcionarizara.

Por primera vez apunta contra ella esa amenaza de letargia que ha de acecharla en cada fase de facilidad. Los años pacíficos no le son propicios. Parece dormitar. Pero estos sopores son breves. A la primera señal de herejía, se despierta de un salto.

En ese momento, la Iglesia española tiene conciencia de su penuria de valores humanos. Conoce sus puntos flacos. Se comprende, pues, que cierre filas en torno a Osio, esa robusta encina ya casi centenaria. El, por su parte, sigue su camino con optimismo inquebrantable. ¿Embellecer las ceremonias? Eso ya se verá más adelante. ¿Vocaciones? Se suscitarán. ¿Hombres? Se formarán. Lo que importa, más que la liturgia y el clero, es la doctrina.

A los noventa años, Osio preside el concilio de Sárdica. Casi todos los cánones llevan su nombre. «Osio, obispo de la ciudad de Córdoba… Una vez más, se erige en defensor de la verdad. El concilio delibera principalmente sobre la independencia, exagerada a veces, de algunos obispos. «Una mala costumbre y una costumbre perniciosa deben ser abolidas.

Por tanto, deje un obispo de tener facultad para cambiar de iglesia. La razón que le mueve a ello es demasiado clara. Nunca se vio a un obispo preferir una ciudad pequeña a una grande. De modo que obra movido por la avaricia, la ambición y el orgullo.» Nada más leer este primer canon, reconocemos el estilo a la vez firme y malicioso de Osio.

¿Conque era necesario reunir un concilio para retener en su residencia a aquellos prelados del siglo IV que, reclamados por negocios privados, querían, con frecuencia excesiva, cambiar de sede? Bajo la corrección de las palabras, se adivina el escándalo.

Osio regresa a Córdoba. Constancio II sucede a Constantino. El arrianismo, que no había renunciado a la lucha, encuentra un poderoso aliado en la persona del emperador. Dos partidos se enfrentan: los ortodoxos, que siguen a Atanasio, a Osio y al papa.

Liberio, y los obispos arrianos, protegidos por Constancio. Éstos, enardecidos por tan poderoso patronazgo y exultantes de rencorosa alegría, creen llegada la hora del desquite. ¡Bastante les dolió la humillación de Nicea! Y henos aquí de nuevo en sutilezas teológicas, complicadas con intrigas de corte y disputas de intereses. «¿Vamos por fin a vernos libres de Atanasio, ese espíritu subversivo, y de Osio, cuyas prédicas suenan a chochez?»

Atanasio planea por encima de esa humanidad reptilesca. A Osio, clavado en su puesto de mando, nada puede alcanzarle. Su mano, temblona, se agarra al timón. «Pero ¿no se va a morir nunca?», suspiran sus enemigos, cuyo número aumenta a medida que él envejece. Constancio destierra al Papa, que se niega a condenar a Atanasio.

Convoca a Osio en Milán, esperando obtener de él lo que no concedió Liberio. El obispo acude a la llamada del emperador, pero no cede y se vuelve a Córdoba sin haber firmado la deposición de Atanasio. A las epístolas llenas de hiel que le dirige Constancio pues, de lejos, el monarca, trabajado por los arrianos, se enardece hasta amenazar a Osio, el obispo de Córdoba contesta:

«Osio a Constancio, emperador, ¡salve en el Señor!»

La primera vez que confesé a Jesucristo fue cuando la persecución de Maximiano, tu abuelo. Si tú quieres perseguirme también, estoy dispuesto a sufrirlo todo antes que permitir que corra sangre inocente y traicionar a la verdad.

Si persistes en tus cartas y en tus amenazas, renuncio a tu comunión… Créeme, Constancio, soy viejo, podría ser tu abuelo… Cambia, pues, de conducta y piensa en la muerte… Dios te ha dado a ti el Imperio y a nosotros la Iglesia. Te escribo así para que te salves. En cuanto a lo que me comunicas, he aquí lo que pienso.

Yo no puedo avenirme con los arrianos, a los que anatematizo, ni firmar contra Atanasio, autorizado por la Iglesia de Roma, por el concilio y por mí… Te escribo como creo que debo hacerlo. No menosprecies mis palabras. »

Constancio, insensible a este alegato de nobleza ultrajada, manda llamar a Osio a Sirmio, en Panonia. Del Guadalquivir al Danubio, el camino es largo. Y Osio tiene cien años. Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, aprieta los puños y se va a librar su última batalla.

A lo largo de un año y por todos los medios hasta los golpes intentan arrancarle una declaración de arrianismo. Especulan con su memoria vacilante, persiguen a los suyos. ¡Cuándo van a dejar en paz a ese anciano caduco esos torturadores, algunos de los cuales llevan mitra!

Si, sorprendiendo su buena fe, llegan a hacerle aceptar los argumentos de Ursacio y de Valencio, obispos arrianos, jamás conseguirán que el inventor del Credo condene at Atanasio y repudie el catolicismo. El viejo arcángel morirá de pie.

Durante la primera mitad del siglo IV, la Iglesia de España, que gracias a Osio ha entrado ya en la Historia, vive un período fecundo, ya que no brillante. Durante más de sesenta años, aquel terrible defensor del dogma no había cesado de estimular a los tímidos, de castigar la indisciplina, de llevar alto y firme el estandarte de la Fe.

Sostuvo con sus hombros las columnas del templo. Su muerte ¡cuántos debieron de suspirar de alivio! puso fin a aquella fase tumultuosa pero fecunda. El mundo apartó por algún tiempo su atención de la España cristiana. Y no volvió a ocurrir nada importante hasta finales del siglo IV. Nada más que algunos sucesos.

Gregorio de Elvira funda el partido luciferiano. Se agitan algunos personajes de segundo orden. Circulan bajo capa escritos subversivos sobre religión. Se cruzan invectivas entre una y otra capilla. Se insinúan discusiones teológicas, que se ahogan en la indiferencia. Los acontecimientos son menudos y los hombres grises.

Sólo se destaca, por su originalidad, una mujer: Egeria, de la que se ha encontrado un «Diario de viaje a los Santos Lugares», curioso reportaje que da fe de una resistencia física poco común.

Esta monja, pasmosamente culta para su tiempo, recorrió durante cuatro años Palestina y la Mesopotamia, llegando hasta Persia. Su principal finalidad parece haber sido describir los lugares con exactitud. Lo que escribe sobre el culto y la historia de la Iglesia de Jerusalén es interesante, pero revela sobre todo un empeño de objetividad más propio de un periodista que de una monja.

Topógrafa excelente, observadora sagaz, la mística parece no importarle mucho. Por más que ella declare que redactó estas notas con el único fin de distraer a sus compañeras de convento, resulta extraño que esa monja recorra Oriente en plena libertad y que sólo de tarde en tarde aparezca, viajera apresurada, en su convento.

Al parecer, la regla era suave y la clausura muy poco rigurosa. Esa abadesa peregrina, fuera del monasterio y más amiga del turismo que de la oración, debe de ser doce siglos antes que Santa Teresa la primera mujer de letras española.

La sangre de la virgen Eulalia, derramada en el foro de Mérida, da fe de las virtudes de la Iglesia mártir. La resistencia de Osio al arrianismo promueve la Iglesia militante. Ahora sabe lo ha probado sufrir y combatir. La rueda y la espada.

Pero al cristianismo español, doloroso y militante, le falta todavía el pensamiento. El estilo de Prudencio y la ciencia de Prisciliano van a iluminar el heroísmo y la acción cristiana con las luces de la inteligencia.

Se ignora si Prudencio nació en Zaragoza, en Calahorra o en Tarragona. Pero se tiene la seguridad de que es español. Fue al final de una vida bien vivida cuando este abogado decidió consagrarse a Dios. «¡Quiero, oh Roma, anatematizar a tus ídolos, consagrar un poema a los mártires y cantar la gloria de los apóstoles!»

Prudencio es el primer escritor cristiano. Su inspiración no es muy nueva, pero tiene el sentido de la imagen poética y del ritmo.

«El rayo de sol rasgando la sombra que envuelve a la tierra y el reflejo del astro reluciente proyecta el color sobre las cosas.» Historiador y lírico, exalta con entusiasmo fervoroso a los primeros mártires de la Iglesia. Realista anticipado, describe por extenso, casi con complacencia, sus suplicios.

Leyéndolo, nos enteramos de todos los horribles detalles: la carne humea bajo el hierro al rojo, los vientres abiertos echan fuera sus vísceras. Pero Prudencio sabe también hallar tiernos acentos cuando canta a la infancia torturada. Su himno sobre la inmolación de los Inocentes es una obra maestra de musical frescura… Salvete flores martyrum! Y he aquí tres versos traducidos por Malherbe:

Que je porte d’envie à la troupe innocente de ceux qui, massacrés d’une main violente, virent, dès, le maten, leur beau jour accourci! (1)

  • Con cuánta envidia miro a la inocente grey de los que, derribados por la fuerza sin ley, Vivieron sólo el alba de su hermosa Jornada…