La geografía de España es pobre. El suelo español, recortado por grandes montañas, sólo es fértil en un tercio. Los otros dos tercios se han de trabajar afanosamente para que dejen de ser yermos. El problema de la agricultura en España estriba en una cuestión de riego. Caen unos 350 milímetros de agua al año, cuando harían falta 500 para obtener cosechas normales.
El enemigo irreductible del labrador es la sequía. Demasiado sol y poca agua. ¡Cuántas rogativas y romerías no habrán efectuado los campesinos de Castilla, de Extremadura, de Andalucía, de Aragón y de Levante en el transcurso de los siglos para impetrar un poco de lluvia! No obstante, ahora la técnica ha venido en ayuda de la fe. Se han realizado importantes obras hidráulicas a fin de mejor repartir y utilizar el agua, sin la cual resulta inútil toda reforma agrícola en la tres cuartas partes del campo español. Tercer país constructor de embalses, después de los Estados Unidos y el Japón, ha construido más de 300 obras de este tipo, de altura superior a los 15 metros.
Ocho tienen una capacidad que rebasa los 500 millones de metros cúbicos y 5 superarán los 1.000 millones. El embalse de Aldeadávila, en el Duero, es el primero de la Europa occidental. Su central dispone de seis turbinas con una potencia nominal de 1.020.000 CV. Y el de Alcántara, en construcción, que tendrá una capacidad de 3.300 millones de metros cúbicos, se convertirá en un auténtico lago artificial. ¿Se conseguirá vencer la sequía? Es una de las condiciones de éxito del «Plan Badajoz» para crear pueblos «colonizados».
Por encima de todo, la energía eléctrica se ha desarrollado de un modo espectacular: su consumo ha pasado de los 3.100 millones de kilovatios en 1939 a 25.750 en 1963 y 56.400 en 1971. Pero si el suelo de España es pobre, su industria es próspera. Precisamente es en la electrificación y en el crecimiento de la producción siderúrgica donde se demuestra la expansión industrial española. En 1940, España sólo produjo 804.000 toneladas de acero frente a los 7.390.000 de 1971.
Este desfase entre un desarrollo industrial sin precedentes y una especie de estancamiento agrícola no ha pasado inadvertido a los poderes públicos. De ahí la importante parte reservada al relanzamiento agrícola en el Plan cuatrienal de Desarrollo económico y social puesto en vigor desde 1964.
Por esto también, el excepcional y elevado importe de los préstamos concedidos por el Banco de Crédito Agrícola: en 1969, cerca de 19.000 millones de pesetas, parte de los cuales está destinado a financiar los trabajos de regadío, la plantación de frutales y la compra de ganado. Este esfuerzo del gobierno para mejorar la estructura agraria actual, en la que la falta de medios constituye un freno al desarrollo económico general, no es un caso aislado.
Se han estimulado de forma parecida otros sectores clave de la economía española. Por ejemplo, la industria del automóvil. En 1972 ha fabricado 600.000 turismos frente a los 156.000 de 1965. La red ferroviaria la actual RENFE, que a principios de siglo debía soportar los sarcasmos de los viajeros, es tan moderna como sus semejantes europeas. Y asimismo la red aérea: más de 20 millones de pasajeros han partido o llegado en 1970. Si bien es cierto que la prosperidad industrial de España se asienta en gran parte en las inversiones extranjeras la promoción industrial prevista para la primera fase del Plan de Desarrollo comprende de un 18 % a un 20 % de inversiones no españolas, así como en la ayuda americana.
Igualmente, para prevenir el peligro de contraer deudas, España se esfuerza, por todos los medios, en estimular su comercio exterior, con el fin de procurarse divisas fuertes. En cuanto a sus reservas en oro y divisas, en 1972 se elevaban a 5.000 millones de dólares, y entonces era el tercer país del mundo libre por la importancia de sus reservas monetarias y el segundo comprador de oro, después de Francia. El equilibrio de su balanza de pagos y también su adhesión al Fondo Monetario Internacional y al Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, contribuyeron a perfeccionar la economía española, condición esencial para su industria. Porque sin buenas finanzas y sin una moneda estable no hay expansión industrial duradera.
De ahí este afán de España por las divisas, de las cuales una gran parte se las proporciona el turismo: 24 millones de turistas en 1970. Y como corolario, la creación del Instituto Nacional de Industria, en el cual vastos proyectos tales como, por ejemplo, la construcción de centrales nucleares o manufacturas de obtención de uranio dependen en gran parte de la concurrencia de capitales y técnicos extranjeros.
Se comprenderá por lo citado que el renacimiento, y después la mejora progresiva de la economía española, en particular en el sector industrial, han estado estrechamente unidos al «despegue» diplomático de España. Es posible fijar las etapas; 1953: acuerdos de ayuda americana y firma del primer acuerdo económico franco-español desde 1936, consistente en la apertura de un crédito de 15.000 millones de francos; 1955: elección de España para el Comité para la Agricultura y la Alimentación; 1955: ingreso en la Organización de last Naciones Unidas; admisión al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial; 1959: ingreso en la Organización Europea de Cooperación Económica; 1960: ingreso en el Banco de Pagos Internacionales y en el Fondo de Desarrollo Económico y Social. Falta una fecha en esta cronología ascendente, la de la firma, en 1957, del tratado de la Comunidad Económica Europea, por el que se creaba el Mercado Común Europeo, donde, por el momento, España sigue ausente, a pesar de que desde hace mucho tiempo la mitad de las exportaciones españolas van destinadas a países del Mercado Común.
España, después de haber pertenecido algún tiempo a un «eje» económico Roma-Madrid, para prevenirse contra la competencia de los países del Mercado Común, alarmada con razón al suponer que, en el año 1962, la puesta en marcha del Mercado Común agrícola entrañaba una amenaza para sus exportaciones agrícolas a Francia y Alemania, presentó, aquel mismo año, su candidatura a la Organización de los Seis. Unos dos años después, en junio de 1964, el Consejo de Ministros de la Comunidad Económica Europea acordó iniciar con versaciones con España, con vistas a su futura incorporación al Mercado Común. Un paso más hacia Europa.
En junio de 1970, el ministro español de Asuntos Exteriores firmó, en Luxemburgo, un acuerdo preferente entre España y el Mercado Común, basado en el libre cambio de varios productos industriales y agrícolas. Pero España desea todavía más: la pura y simple integración a la Europa de los Nueve. El obstáculo que lo impide es de naturaleza política: las autoridades españolas creen que nada impide la entrada de España con sus actuales estructuras en el Mercado Común, pero algunos miembros de éste ponen como condición previa que las instituciones españolas evolucionen en sentido democrático más de acuerdo con el de las otras comunidades europeas.
Una voz autorizada, la del presidente Pompidou, salió en su defensa en la conferencia de prensa celebrada en París el día 21 de noviembre de 1972: «Soy partidario del ingreso de España en el Mercado Común, y deseo que ella haga todo lo posible para conseguirlo, aunque no ignoro que para algunos todavía existen dificultades económicas y objeciones políticas.» ¿Desaparecerán pronto estas salvedades?
El año 1964 también es el del despertar económico… El instrumento esencial del gobierno español hito y barómetro al mismo tiempo es el Plan Cuatrienal de Desarrollo Económico y Social. Se trata «fundamentalmente de una acción coordinada, previamente definida por el Estado y concebida en una óptica global y no por sectores, a fin de estimular de la manera más eficaz el desarrollo económico y social». El I Plan, redactado desde 1962, abarcaba el período 1964 a 1967. Su objeto estribaba en aproximar la economía española a la de los demás países occidentales. ¿Cómo? Mediante una producción y productividad crecientes y una acentuada modernización de las técnicas. Los resultados fueron positivos: incremento del nivel de vida, así como de los salarios, aumento de la renta nacional, de las exportaciones y de las importaciones y expansión industrial principalmente en el sector de los bienes de consumo En contrapartida, el desfase entre el crecimiento de la industria y el estancamiento de la agricultura, el déficit del comercio exterior y el alza de precios con las consiguientes restricciones de créditos comprometieron el progreso general. Al respecto, el profesor Ives Bravard dirá: «Ocurre de forma tal como si España, atacada de un frenesí de consumir, después de tantos años de privaciones, estuviera amenazada de perder el control de su evolución económica.» La consecuencia natural será la devaluación en 1/7 de la peseta.
Después de un año de madurarlo, el gobierno publicará su II Plan para el período de 1968 a 1971. Los objetivos y la estrategia han variado. Se propone mejorar la estructura de los procedimientos de producción para aumentar su valor competitivo, mantener la estabilidad interior y exterior y asegurar la conservación del pleno empleo. Se intensificará la ayuda a la agricultura. Un tercer Plan será objeto de una ley, aprobada por las Cortes en marzo de 1972. En esta ocasión, el ministro-comisario del Plan, López Rodó, reafirmará la intención del gobierno de que España ingrese en la Comunidad Económica Europea, pero sin efectuar la menor concesión política: «El desarrollo económico y social es el mejor camino para la integración.» Después de señalar que en 1971 las exportaciones se remontaban a 3.000 millones de dólares, las importaciones a 5.000 millones de dólares, y que los turistas habían afluido en número de 27 millones, precisó que más de la mitad de los intercambios comerciales se habían realizado con la Comunidad Económica Europea. Como colofón añadirá: «Si renunciamos a nuestra personalidad, nuestra incorporación corresponderá a la de un cadáver. ¿Qué vale un pueblo que ha perdido su alma?»