La Desconfianza de los Papas

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De no ser por Lutero, el nieto de Maximiliano no hubiera tenido que pelear con sus hermanos alemanes y el catolicismo hubiera sido la base espiritual del imperio. De aquí el odio de Carlos V a la herejía, hasta el punto de que cabe preguntarse si era más por la fe ofendida o por despecho del poder menguado.

En Mühlberg se creyó el amo del mundo y en Innsbrück se rompió su sueño. De todos modos, nunca dejará de ser fiel sostén de la Iglesia, ya que no hijo sumiso.

Durante el reinado de Carlos V se suceden siete papas en el trono de San Pedro. Ninguno de ellos acepta sin reservas la colaboración del emperador en el orden católico. Algunos hasta le consideran un rival, hasta un enemigo. El papa no olvida que él es príncipe italiano y que Italia es un campo cerrado en el que se enfrentan Carlos V y Francisco I, «reyes cristianísimos» ambos.

El imperio constituye una amenaza permanente para el poder temporal del pontificado. Y la Iglesia romana conserva mal recuerdo de las protecciones imperiales. Se explica, pues, que los Habsburgos y los papas, a lo largo de los cuarenta años que duraron sus relaciones, peleándose unas veces, abrazándose otras, no llegaran jamás a esa unión sincera y total de la que se hubiera beneficiado la catolicidad de España.

Y, sin embargo, en los comienzos del reinado de Carlos V todo tendía a la máxima aproximación entre el emperador y el papado. El papa electo con el nombre de Adriano VI es… el preceptor de Carlos de Gante. Y debe su trono pontifical a su antiguo discípulo. Pero Adriano VI es poco hábil y no tiene carácter. Le sucede Clemente VII. Al nuevo papa le inquietan los triunfos de Carlos V y procura preservarse de ellos.

En esto, estalla la furia de Lutero contra el papado, «fundado en Roma por el diablo». Circulan libelos en los que se presenta al «hermafrodita romano y a sus partidarios» viviendo y muriendo «como vacas y cerdos»; en los que Lutero propone prender al papa y a los cardenales y «arrancarles a todos la lengua del gaznate, clavar en fila en la picota esas lenguas de impostura, de la misma manera que cuelgan ellos en fila las cajas de sus sagradas bulas». Corren caricaturas pintando al papa con orejas de asno y rodeado de diablos que, desde arriba, le coronan de basura y le empujan a los infiernos.

Este torrente de violencias verbales importa menos al papa que el auge de Carlos V. Clemente VII concluye una alianza militar con Francisco I y los príncipes italianos. Y viene el saqueo de Roma. El condestable de Borbón, al frente de sus lansquenetes, no vacila en poner sitio a la ciudad santa. Españoles y alemanes rivalizan en crueldad. Saquean las iglesias. Fuerzan a las hijas de los notables. Arrastran y patean a los cardenales…

Reitres luteranos e infantes españoles, de barbas pelirrojas y jubones chamuscados por la pólvora, danzan con parejo frenesí el «carnaval de la muerte». Bacanales, orgías, borracheras. Nada ni siquiera «el mal francés» detiene esa furia de matar y de gozar….

El condestable de Borbón, herido de un disparo de culebrina, muere de la herida. Clemente VII pudo escapar por un pelo y refugiarse en el castillo de Santángelo. Pasan seis meses. Durante este tiempo, Carlos V está en Valladolid, esperando tranquilamente el alumbramiento de su mujer, Isabel de Portugal. ¡Con tal que sea varón! Es varón: el futuro Felipe II. Se celebra el bautizo con grandes festejos, hasta una corrida en la que el propio Carlos V prueba a torear. ¿Piensa en lo que está pasando en Roma? Los grandes de España el duque de Alba, el arzobispo de Toledo no disimulan su indignación.

Mientras el emperador le hace fiestas al nene y el incienso se eleva en el altar mayor de la iglesia de San Pablo, el papa está «enterrado vivo» en una celda del castillo de Santángelo y los prelados romanos son vendidos en el mercado. «¡Que liberen al Papa!», ordena por fin Carlos V. Pero a condición de que prometa no volver a enfrentarse con él. El papa se aviene de mala gana a esta condición. Para no caer en manos de los alemanes, huye del castillo de Santángelo disfrazado de lacayo.

Al poco tiempo, Carlos V y Francisco I firman el tratado de Cambray, por el que el rey de Francia conserva Borgoña y el emperador se queda con Nápoles y el Milanesado. Clemente VII ratifica el tratado y se compromete a ceñir a Carlos V la corona imperial.

El emperador y el papa se reúnen en Bolonia. Carlos V caracolea con su caballo árabe. Lleva un manto de brocado de oro y un cetro en la mano. Mil caballeros le rodean, lanza baja. Sus pajes, vestidos de terciopelo amarillo, gris y violeta, están atentos a su mirada. Al llegar ante Clemente VII, con su tiara, Carlos V se apea y se arrodilla. Es la primera vez que están juntos el emperador católico y el jefe de la Iglesia.

Carlos se disculpa por lo de Roma. El papa le da el beso de paz. Le perdona. ¡El santo hombre no tiene rencor! A los tres meses, Carlos V recibe de manos del papa la corona de oro del Sacro Imperio romano y la corona de hierro de los reyes lombardos. Al salir de la iglesia de San Petronio y cuando el pontífice va a montar, Carlos V insiste en sujetarle el estribo. Así manifiesta su obediencia espiritual al pontificado.

Con motivo de la muerte sin heredero del duque de Milán, se rompen de nuevo las hostilidades entre Francia y el imperio. La mano de Francisco I y de Carlos V se tienden a la vez hacia el ducado. «¡Para mí!» Ha sucedido a Clemente VII el papa Paulo III. Era hermano de la hermosa Giulia Farnesio, favorita de Alejandro VI Borgia, y le debía la púrpura. Le llamaban por eso «el cardenal de las enaguas», Paulo III, que tiene un profundo sentido político, es tan «difícil de coger como un raposo».

Ofrece su mediación a los dos soberanos, que se encuentran en Aguas Muertas, y acuerdan una tregua de diez años. Posteriormente, el papa demuestra varias veces su ardiente deseo de reconciliar a los dos soberanos. Sin embargo, no quiere a Carlos V, no sólo porque ha heredado de su antecesor la tradicional desconfianza de Roma hacia el imperio, sino porque el emperador le es personalmente antipático. Y si, después de la victoria de Mühlberg, Paulo III otorga a Carlos V el título de Maximus Fortissimus, lo hace pensando en un jefe militar y no en un rey catolicísimo.

Pues que el emperador hubiera castigado a los luteranos estaba bien, pero vencer a Lutero era cosa de la Iglesia y no de Carlos V.