La armada invencible

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El Concilio de Trento y la Inquisición cumplieron en España sus propósitos. Los protestantes han sido en ella aplastados. Pero Felipe II los perseguirá en Francia, en Inglaterra, en los Países Bajos.

Las costosas guerras que emprende contra Enrique IV, Guillermo el Taciturno e Isabel de Inglaterra no son, en suma, sino diferentes fases de una misma guerra – guerra religiosa contra la herejía.

La victoria de San Quintín no confirmó las esperanzas de Felipe II. Los franceses se han rehecho. El avance español ha sido detenido. El tratado de Cateau-Cambrésis pone fin a la guerra franco-española y sanciona la boda del Hubsburgo con Isabel de Francia. La princesa tiene catorce anos cuando casa con Felipe II.

Es una niña al lado de su esposo, enjuto, severo y ya con canas. La niña se le muestra sumisa, pero no le ama. La olvida durante semanas, hasta que una noche, cuando ella está sumida en un profundo sueño, el rey atraviesa los pasillos de palacio, rodeado de sus camaristas y seguido de su guardia. La puerta se abre tan bruscamente que la llama de las antorchas vacila. Isabel se despierta aterrada. Felipe la contempla pensativo.

Isabel, por haber reconciliado a españoles y franceses, quiere que la llamen «Princesa de la Paz». Pero, pasados unos años, cuando Enrique de Navarra pone sitio a París, se rompen de nuevo las hostilidades. Buena ocasión para Felipe II de reafirmar su posición de Defensor de la Fe acudiendo en socorro de la Liga con su dinero y sus armas.

La conversión del bearnés al catolicismo consagra la derrota del protestantismo francés, al mismo tiempo que echa por tierra las esperanzas políticas de Felipe II. El Habsburgo ha de renunciar al exorbitante sueño de ver a su hija en el trono de los Valois. Pero, al menos, se debe a su intervención el fin de la crisis religiosa francesa con la victoria del catolicismo.

En los Países Bajos, la lucha será más dura. Porque se desarrolla en el doble terreno de la fe y de la unidad política. Los flamencos pretenden, a la vez, seguir siendo luteranos y conservar su soberanía. Felipe II, por su parte, no puede admitir que una parte de su imperio la más importante en el aspecto económico y militar escape a la tutela española y católica. De aquí un tremendo conflicto, que dura más de veinte años.

En esta atroz y monótona sucesión de intrigas, complots e insurrecciones se destacan fuertemente algunas siluetas. Por el lado flamenco, el conde de Egmont, pletórico y satisfecho de sí mismo; Guillermo de Nassau, llamado el Taciturno, gran bebedor de cerveza y compañero hosco. Por el lado español, el duque de Alba, don Luís de Requeséns y don Juan de Austria. Algunos episodios famosos rompen la monotonía de los hechos.

La nobleza de los Países Bajos, con Egmont a la cabeza, va a presentar a Margarita de Parma hermana de Felipe II y representante suya en el gobierno de Flandes la petición de que se suavice la campaña contra los herejes. Cada noble lleva una escudilla y un zurrón. Es la rebelión de los pordioseros. La regente, primero, y después el duque de Alba ponen todo su empeño en liquidarla. Un tribunal especial la Junta de sangre condena a la pena capital a 1.800 protestantes.

El propio conde de Egmont es decapitado. Felipe II es implacable. Bien claro se lo escribe al papa: antes que hacer la menor concesión en detrimento de la religión, preferiría perder cien vidas, si cien vidas tuviera, pues no quiere reinar sobre herejes. El duque de Alba, duro ejecutor del rey, habla en parecidos términos. No hay que esperar una sombra de caridad de tales hombres. Sólo la fuerza puede ya dirimir el conflicto.

Flamencos y españoles rivalizan en heroísmo y en ingeniosidad, como Guillermo el Taciturno, que no vacila en romper los diques holandeses para obligar a las tropas españolas a levantar el sitio de Leiden. Por último, Felipe II, ya a las puertas de la muerte, renuncia a continuar la lucha. Las siete provincias del Norte de los Países Bajos se constituyen en Estado protestante independiente, bajo la protección simbólica de España. Únicamente Bélgica sigue siendo católica y española. La guerra de Flandes ha sido, a fin de cuentas, un fracaso para Felipe II.

El fanatismo anglicano de Isabel de Inglaterra y el fanatismo católico de Felipe II se van a enfrentar en plena mar. Tomando como pretexto el insolente desembarco del pirata inglés Drake en la costa andaluza, Felipe II decide invadir Inglaterra. Se realizan minuciosamente los preparativos de la operación.

Se construye en Lisboa una importante flota: ciento treinta barcos de guerra armados con más de dos mil quinientas piezas de artillería y tripulados por veinte mil hombres especialmente entrenados en operaciones de desembarco. Es la Armada Invencible, «la más poderosa flota que jamás se viera en el océano desde la creación del mundo», afirmaba un embajador. Una mañana, se hace a la mar bajo el mando del duque de Medina Sidonia, más administrador que marinero.

Apenas ha doblado el Finisterre, estalla una terrible tempestad. ¿Es un presagio? La flota se refugia en los puertos asturianos y vascos, se hace de nuevo a la mar y vuelve a encontrar la tempestad en las costas holandesas. En ese momento le salen al encuentro simultáneamente la flota inglesa y la holandesa, cuyos navíos, más ligeros, son más veloces.

La Invencible, maltrecha por los cañones enemigos, zarandeada por el huracán, se abre paso al mar del Norte, dobla a duras penas el extremo septentrional de Escocia y torna penosamente a puerto, reducida a la mitad. Lo que el rey de España esperaba que fuera un segundo Lepanto resultaba una de las derrotas marítimas más grandes de la historia.

Por otra parte, el catolicismo, con el cual se identificaba Felipe II, sufría una segunda derrota. El poderío naval inglés estaba intacto; la ciudadela del protestantismo, más fuerte que nunca. Sin embargo, el rey recibió con gran calma la noticia de la pérdida de sus navíos. «Yo los mandé a luchar contra los ingleses, no contra los elementos», se limitó a decir. Pero la pobre María Estuardo no quedaba vengada.