Gonzalo Jiménez de Cisneros nació en Torrelaguna, al pie del Guadarrama, cuarenta kilómetros al norte de Madrid. Su padre es maestro.
El niño manifiesta tales disposiciones para el estudio que mándanle a Alcalá de Henares y, después, a la Universidad de Salamanca. Empieza muy pronto la carrera eclesiástica; recibe las órdenes y, apenas cumplidos los veintitrés años, va a Roma, donde obtiene un empleo de abogado consistorial del Vaticano.
Después de pasar catorce años en la Ciudad Eterna, Cisneros vuelve a España y decide hacer penitencia. Ha cumplido ya sus deberes terrenales y se retira del mundo. Toma el hábito de franciscano y se encierra en el convento del Castañar, a poca distancia de Toledo.
Se construye con sus propias manos una cabaña de varas perdida entre las colinas. Pasa el tiempo leyendo la Biblia y orando. Ya no es más que un humildísimo monje. Y sólo busca una cosa: una buena muerte. Su vida ha terminado.
En esto muere el cardenal Mendoza. ¿Quién va a sustituirle? Isabel está perpleja. «Apartad del arzobispado de Toledo a los grandes personajes», recomendó Mendoza a la reina en su agonía. Ese franciscano de sesenta años que, en la cuaresma de 1495, dirige los ejercicios espirituales de la corte parece muy indicado para el consejo del difunto.
Pero ¿aceptará? A la primera insinuación, Cisneros pone el grito en el cielo. «¡Sólo a una mujer se le ocurren ideas tan disparatadas!», masculla entre sus barbas. Pero Roma le ordena que acepte. Y Cisneros es arzobispo. Aparentemente, su vida ha cambiado mucho: vive en un palacio y se viste de púrpura y de armiño. Pero duerme en una tabla, se disciplina, lleva bajo las ricas telas su sayal de franciscano y no toca los manjares raros que se ve obligado a ofrecer a sus invitados.
El pueblo de Toledo no olvidará la llegada del nuevo arzobispo a su diócesis. El rutilante cortejo de dignatarios y de grandes señores que le espera a las puertas de la ciudad se queda petrificado de asombro. ¿Es posible que el nuevo prelado sea ese fraile vestido de sayal, con los pies desnudos dentro de sus sandalias, caminando a tropezones montado en una mula?
Cisneros no quería dignidad episcopal. Mas desde el momento en que se ha encargado de ella, piensa ejercerla plenamente. Empieza por meter en cintura al clero. ¡Ya era hora! El estado eclesiástico se había ido envileciendo y, para la mayoría de sus miembros, era un cómodo medio de librarse de los impuestos y, a la vez, gozar de una situación muy descansada una sinecura.
Demasiados sacerdotes ignaros o aburguesados. Cisneros manda construir conventos y seminarios para acuartelar e instruir a ese clero frívolo e iletrado. Pero, sin olvidar que la morada de Dios debe sugerir, con su magnificencia, la gloria divina, pone gran empeño en crear una arquitectura sagrada, a la que impone su huella personal. Asociando hábilmente la catedral y la mezquita, inventa un estilo gótico-árabe que concilia perfectamente la pureza de las líneas y el esplendor de la materia.
Cisneros, cardenal y jefe de la Iglesia española, es también Gran Inquisidor. Acompaña a Granada a los Reyes Católicos, asperja con agua bautismal a las multitudes para destruir todo brote de herejía, quema los manuscritos árabes excepto los libros de medicina. Y a este hombre de Iglesia no le repugna la tenemos en Mazalquivir frente a la línea de fuego árabe que va de guerra.
Ahí le Orán a Tremecén, con sus hábitos pontificales y precedido de un franciscano gigantesco que enarbola la cruz del primado de España. Clama la voz tronitonante del anciano que ha llegado la hora tan deseada, que ya están en la tierra maldita, frente al enemigo execrado y audaz, sediento de la sangre cristiana. ¡Quién le hubiera dicho, en su cabaña del Castañar, que iba a lanzar un día arengas militares!
No es fácil identificar al anacoreta de San Francisco con esa larga silueta roja que avanza entre soldados y se inclina a mirar con interés los cañones y los trabucos. A veces, con su brazo vigoroso aún, coge un arcabuz y pide que le expliquen su funcionamiento.
A los setenta años, el fraile convertido de pronto en cardenal descubre que tiene disposiciones especiales para el arte de la guerra. Verdaderamente es el hombre de las vocaciones tardías y fulgurantes. «El olor de la pólvora me gusta tanto como el del incienso», confiesa con alegre ingenuidad.
En esto, a Fernando el Católico se le presentan los síntomas de la extraña enfermedad que le va a llevar al otro mundo. Cae en una melancolía con manifestaciones de gran excitación: piensa que sus enemigos le envenenan los alimentos, consulta a hechiceros. Pero no pierde el juicio.
El mismo día de su muerte escribe una carta de despedida a su nieto Carlos en la que le dice que su estado es tal que ha de proceder más como hombre muerto que como hombre vivo. Desaparecido Fernando el Católico, reina de hecho en España el cardenal Cisneros, puesto que asume la regencia en tanto llega a la mayoría de edad el futuro Carlos V.
Pero Cisneros no olvidó nunca que él era, ante todo, hombre de Dios. Su deslumbrante carrera no le apartó nunca de su vida, inflexible al servicio de su fe. Después de traer a mandamiento al clero, funda la universidad de Alcalá de Henares, rival de la de Salamanca. Doce mil estudiantes lo más selecto de la futura España aprenden en ella las ciencias y las letras, desde el hebreo hasta la anatomía.
Todas las disciplinas menos el derecho civil. Cisneros les tiene tirria a los abogados, que son para él unos charlatanes y unos parásitos. En Alcalá se trabaja de firme, pero se come bien. Vientre vacío, cabeza hueca. Y en Alcalá hace imprimir Cisneros la famosa Biblia poliglota en seis volúmenes: la Complutense. Por primera vez en la historia religiosa se publica la Biblia simultáneamente en hebreo, caldeo, griego y latín.
Y ello se explica para que comience por fin a renacer el estudio de las Sagradas Escrituras, muerto o dormido hasta entonces. Cierto que esta obra monumental, en la que colaboraron los hombres más eminentes de la época entre ellos Erasmo y el célebre Nebrija, no se lleva a cabo sin apasionadas discordias. Un día, Nebrija se marcha de la universidad de Alcalá dando portazos y se vuelve furioso a Salamanca.
Nadie puede impedirle dice irse con los carpinteros y con los herreros, con los sastres y con los zapateros, para reírse con ellos de lo que pasa entre los hombres que visten toga y que, por profesar el oficio de las letras, piensan, cuando leen algo, que lo que leen no puede ser sino como ellos lo entienden y proclaman…
Si no le escucha nadie prosigue, no le quedará más que retirarse a un rincón o hacerse un agujero en el campo desierto… Pues no conoce placer más sabroso que ver a hombres honorables e hinchados de importancia decir simplezas y hacer reír a los niños y aun a los tontos…
Este tipo de universitario quisquilloso vive aún. Cisneros tiene ya ochenta años. Le instan a que descanse. León X le ordena comer carne y obedecer a los médicos. Pero el venerable prelado no hace caso ninguno de tales consejos.
Nunca su actividad fue tan múltiple y tan intensa. Francia intenta reconquistar Navarra proporcionando armas a los reyes eliminados. Cisneros los aniquila y manda destruir las fortalezas navarras. Crea un ejército profesional, arma una flota y la manda contra los Barbarrojas sin éxito por cierto. Está en todo.
Lo mismo da su opinión sobre la fundición de los cañones y la fabricación de la pólvora que redacta un cuerpo de leyes para el Nuevo Mundo o coge el presupuesto del Estado y borra de un plumazo los gastos inútiles. «Yo hago como el diablo: cojo y no doy.»
Pero a Cisneros le corre ya prisa dar fin a su regencia. ¡A ver cuándo llega esa mayoría de edad del príncipe! Cuando no puede más, se refugia en el monasterio de la Aguilera. ¿Vivirá aún lo suficiente para entregar a Carlos el depósito que le confiaron los Reyes Católicos? ¿Le llegará el aliento para dar sus últimos consejos al rey mozo? Por fin, el flamenco desembarca en el puerto asturiano de Villaviciosa.
Cisneros, medio moribundo, se pone en camino para recibirle. Pero muere en él. Y no habrá diálogo entre el eremita que acabó en cardenal y el emperador que acabará en eremita.
Alejandro VI el papa español de la familia Borja otorgó a Isabel y a Fernando el título de «Reyes Católicos», equiparándolos así al «rey cristianísimo» de Francia. Pero junto a la pareja legendaria hay que contar a un «tercer rey»: Jiménez de Cisneros, el Richelieu español.
Mendoza y Cisneros. Magnificencia y pobreza. Púrpura y sayal. Cabalgaduras bajo las murallas de Granada y frente en el polvo. Imperio terrestre y reino de Dios. El siglo XV acaba y el XVI comienza bajo los signos respectivos y opuestos del orgullo y de la humildad.