En cuanto a lo de débil, parece que Carlos III lo fue en el asunto de los jesuitas. Fue el conde de Aranda, primer ministro y capitán general de Castilla, quien le aconsejó esta audaz idea. Esprit fort y «filósofo» así llamaban a los adeptos de la filosofía francesa, el aragonés tiene puesto hace tiempo el sitio a su señor a propósito de los jesuitas. Consigue convencerle de que conspiran contra él.
Los acusa de haber fomentado el «motín de las capas» cuando cae en desgracia el marqués de Esquilache por haber querido obligar a los madrileños a llevar tricornio en lugar de sombrero de ala ancha. Aranda exhuma viejos agravios: los jesuitas persiguen a los indios y a los chinos, aspiran a la monarquía universal, aterrorizan las conciencias. Carlos III no está del todo convencido. Pero sus consejeros guardan en reserva un último argumento.
Enseñan al monarca una carta apócrifa del padre Lorenzi Ricci, general de los jesuitas, en la que dice que el rey no es hijo de Felipe V, sino de Isabel de Farnesio y del cardenal Alberoni. Este documento calumnioso decide al rey. Sin previo proceso, manda detener a todos los jesuitas del reino. A las veinticuatro horas de haberles notificado la sentencia de expulsión, son conducidos, bien custodiados, a los puertos españoles. Cerca de cinco mil jesuitas van a parar así a las costas italianas.
A pesar de la enérgica protesta del papa Clemente XIII, el rey de España mantiene su decisión e invita a su hijo, el rey de Nápoles, a proceder igual. Seis años después, Clemente XIV, a petición del embajador español Moñino y Redondo, publica el breve Dominus ac Redemptor noster, que suprime la Compañía de Jesús en toda la Cristiandad. En recompensa de este éxito diplomático, Carlos III otorga a Moñino el título de conde de Floridablanca.
Durante cuarenta años hasta que Pio VII la restablece, la Compañía de Jesús sufre su gran prueba. Los padres, expulsados también de Francia, de Portugal y de Rusia, no cesan de protestar contra el trato que se les inflige. Pero lo que más les duele es su expulsión de España. ¿Cómo iban a esperar semejante medida de la nación más católica del mundo? Muy torpemente tuvieron que actuar algunos jesuitas en su ministerio para justificar el odio entusiasta de los ministros españoles, uno de los cuales el de Justicia escribía a Choiseul: «Ya hemos matado al hijo, ahora ya no nos falta más que hacer lo mismo con la madre, nuestra Santa Iglesia romana.»
La introducción en España del pensamiento enciclopedista y de las obras de Voltaire, el estrecho contacto de los ministros franceses de la regencia con los de Carlos III y el nacimiento de una nueva ideología fundada en la libertad engendraron esa reacción brutal contra los jesuitas. Pero la Iglesia española no iba a tardar en medir sus fuerzas con un enemigo temible, aunque casi incoercible: la francmasonería.
La francmasonería, de origen muy antiguo quizá se remonte a los Misterios de Eleusis, tenía ya importancia en Inglaterra cuando penetró en Francia, por el canal de los jacobitas, en los primeros años del reinado de Luis XV. Desde aquí pasó a España. La primera logia peninsular fue fundada en Gibraltar ya inglés en 1726. Se crearon otras en Madrid, Cádiz, Barcelona y Valladolid.
Como una de las actividades de la masonería iba dirigida contra la Iglesia católica no contra la idea divina, no tardó la Iglesia en tomar todas las medidas útiles para defenderse. Mientras el papa Clemente XII, en su bula In Eminenti del 28 de abril de 1738, excomulga a los francmasones, Felipe V, dos años después, promulga una severa ordenanza contra ellos. Once años después, el papa Benedicto XIV promulga otra bula, la Romanorum Pontificum, renovando las condenaciones anteriores.
Hasta el advenimiento de Carlos III, el papel de la masonería española, que está bajo la obediencia de las logias inglesas, es insignificante. El acceso a la presidencia del Consejo del conde de Aranda, amigo de los filósofos, da un fuerte impulso a las sociedades secretas de la Península. Al conde de Aranda le había sido encomendada la misión de reorganizar la masonería española con arreglo al modelo francés. Aranda, nombrado gran comendador de la orden, se propuso hispanizar la institución masónica. Pero, al emanciparla de la tutela inglesa, la acerca a la Gran Logia de Francia, que por entonces contaba entre sus iniciados los más grandes nombres de la Enciclopedia.
No es cosa probada que Carlos III simpatizara con la masonería, aunque conociera las vinculaciones masónicas de su primer ministro. Por otra parte, un rey católico no podía contravenir abiertamente las directivas que los papas Clemente XII y Benedicto XIV habían manifestado explícitamente y por dos veces. Por tanto, Carlos III se limitó a cerrar los ojos sobre la creciente actividad de las logias españolas, que llegaba al seno mismo de la corte. En todo caso, la masonería fue una activa auxiliar de los filósofos.
Y su especial combatividad frente a la Iglesia se explica porque ésta detentaba el monopolio de la enseñanza y, por consiguiente, las llaves de la cultura. Los Amigos de las Luces» combatían, más que los privilegios temporales del clero, la omnipotencia que el clero ejercía sobre los espíritus desde la Edad Media.
En el Paraguay el imperio de los jesuitas por excelencia un puñado de guaraníes tomó las armas junto a los misioneros para oponerse por la fuerza a la aplicación del real decreto, pero fue breve su resistencia a los intendentes especialmente nombrados, con amplios poderes, por Carlos III. Estos nuevos funcionarios, a la vez que tendían a sustituir con su autoridad en el Nuevo Mundo la de los virreyes, iban restringiendo progresivamente el campo de acción del clero y difundiendo en la América española el pensamiento de los filósofos franceses.
Eran ya las corrientes de la Revolución francesa que penetraban en aquellos pueblos diversos, acostumbrados hasta entonces a identificar el gobierno con la religión. Tan hábil fue la propaganda de los ministros de Carlos III, que el nuevo gobernador de Buenos Aires podía escribir al conde de Aranda su propósito de conquistar los pueblos de las Misiones y sacar a los indios de la esclavitud y de la ignorancia en que vivían. La campaña, tenaz y hábil, de la corte de Madrid daba sus frutos.
Se difundía la Enciclopedia por el vasto imperio de ultramar. Se ponían las primeras piedras de las futuras universidades. Al mismo tiempo, la masonería se iba infiltrando e iba creando sus logias en las principales ciudades de la América española. Las «ideas nuevas» avanzaban rápidamente.
El conflicto que, en tiempos de Carlos III, enfrentó a los «afrancesados» de la Enciclopedia y a los herederos de Loyola era inevitable. A comienzos del siglo XVIII, en la enseñanza de los jesuitas había grandes lagunas. El imperativo de la Fe dominaba hasta tal punto la pedagogía de los religiosos, que habían llegado a eliminar de sus programas todas las disciplinas que ellos juzgaban peligrosas.
El estudio de las matemáticas y de las ciencias naturales se limitaba a rudimentos. No les faltaba, ciertamente, erudición a los jesuitas, pero su método de enseñanza dogmático, incluso pueril a veces dejaba mucho que desear. El más católico de los historiadores españoles, Menéndez y Pelayo, confiesa que fue una gran desgracia que el Renacimiento cayera en manos de los jesuitas para degenerar en retórica de colegio. De hecho, los jesuitas parecían considerar a sus alumnos aunque estuviesen en vísperas de calarse el birrete doctoral como eternos niños.
El éxito que tuvieron en España las ideas francesas se explica por las nuevas luces que proyectaban en el campo de la ciencia, de la economía, del derecho y de la sociología. Surgen en profusión las sociedades literarias. España quiere ser tan ilustrada como la Francia prerrevolucionaria. Amor propio más que mimetismo. De esa época datan las funciones de la Biblioteca Real, de la Academia de la Lengua, de la Academia de la Historia. Carlos III no se limita, pues, a amar a Francia y a admirarla: se inspira en sus modos de gobernar y de pensar. Se precia de gobernar como un «déspota ilustrado».
No sin dificultad, ha conseguido realizar la centralización del poder real, a la manera de la monarquía francesa, restringiendo los privilegios locales, aboliendo los virreinatos, sustituyendo a los favoritos del antiguo régimen por ministros responsables. Claro que el espíritu del siglo sólo es permeable para una fracción de la sociedad una minoría En realidad, únicamente las clases dirigentes ministros, grandes señores, cortesanos, altos funcionarios y algunos letrados y juristas se entusiasman con El contrato social y con El espíritu de las leyes.
Hay mucho de moda en ese entusiasmo literario por la «sensibilidad», puramente intelectual por lo demás, de Juan Jacobo Rousseau, y son muchos los que, sin haber leído una línea de Montesquieu, defienden su filosofía. Para un Cabarrús, que quiere «borrar en veinte años los errores de veinte siglos», hay muchos clérigos Fernando de Ceballos, Diego de Cádiz, Forner que siguen fieles a la filosofía tradicional. Por otra parte, los campesinos, el bajo clero y los hidalgos de provincias, obstinadamente «cristianos viejos», no quieren saber nada de esos escritores cuya «ilustración» les parece sospechosa.
El «afrancesamiento» destaca y enfrenta dos estados de espíritu: uno es liberal y revolucionarrio; el otro, intransigentemente católico y nacionalista. En otros términos: progresismo y conservadurismo. Toda la historia de la España contemporánea está dominada por el conflicto entre estas dos tendencias.
La figura más representativa del siglo xvIII es la de Gaspar Melchor de Jovellanos. Nacido en Gijón y destinado primeramente al estado eclesiástico, mostró desde muy joven notables disposiciones para el gobierno. Adquirió rápidamente gran notoriedad como economista y jurista. Era tal su fama de hombre competente y probo, que Carlos IV recurrió a él, en una situación internacional muy grave, para encomendarle la cartera de Asuntos Exteriores y la de Justicia.
Pero desagradó a Godoy, el favorito. Y esto fue fatal para su carrera política. Durante los diez años últimos de su vida estuvo de cárcel en cárcel, acusado de imaginarios complots por sus enemigos, a los que hacía sombra su gran personalidad. Murió en el puerto de Vega, cuando huía de los franceses.
Liberal a la inglesa, innovador pero respetuoso con las tradiciones, defensor de la dignidad humana y de la verdadera emancipación del espíritu, pero dentro de los límites de la fe y del respeto a los dogmas de la Iglesia. Así le define uno de sus exegetas. Jovellanos representa un nexo entre la tradición cristiana en lo mejor de ésta y el mensaje revolucionario. No deja de disparar dardos a la Iglesia, y a ella apunta cuando alude a las «épocas de superstición y de ignorancia».
Tampoco es blando con la revolución cuando dice que una secta feroz y tenebrosa ha pretendido en aquellos días retrotraer a los hombres a la barbarie primitiva, desatar como ilegítimos los lazos de la sociedad y envolver en un caos de absurdos y de blasfemias todos los principios de la moral civil, natural y religiosa. En su Tratado teórico-práctico de la enseñanza sostiene contra la Declaración de los Derechos del Hombre que la desigualdad es no sólo necesaria, sino esencial en la sociedad civil.
Por último, en su Consulta sobre las Cortes, no vacila en calificar de herejía política el principio de la soberanía nacional. De suerte que Jovellanos, al mismo tiempo que reconoce el interés de las «ideas nuevas» y el provecho que España puede sacar de ellas, no se aparta por completo de la tradición cristiana. Es creyente, va a misa, comulga y llama su viejo amigo al autor de la Imitación de Cristo. Al salir de la iglesia va a la logia. Este buen católico es masón.
Resulta, pues, que Jovellanos está situado en un punto equidistante entre el pasado y el futuro. Pero este espíritu honrado y sincero, entre una España petrificada y una España «afrancesada», no sabe por cuál optar. Y muere en esa incertidumbre, amando a Francia pero no queriendo deber nada a los franceses y profesando a su país a pesar de cárceles y destierros un amor verdaderamente meritorio.
La incertidumbre de Jovellanos es la característica del final del siglo XVIII. ¿«Ideas nuevas» o tradición? Tampoco España sabe elegir. Mientras la Universidad de Salamanca permanece fiel a la enseñanza tradicional, las de Valencia, Granada y Alcalá no se niegan a recibir las ideas nuevas. El teísmo intenta entenderse con el racionalismo. Gracias a Newton y a los adelantos matemáticos, la técnica y la mecánica se imponen a la filosofía y los viejos escolásticos se lamentan: ¡Qué tiempos vivimos! La revisión de las tablas cronológicas y el estudio objetivo de los archivos abren nuevas perspectivas a la historia. Se tambalean los ídolos. Lo económico le pisa el terreno a lo teológico y la higiene rivaliza con la moral.
¿Qué consecuencias tuvo la «ilustración» francesa en la política española? Es todavía demasiado pronto para hablar de una «derecha» y de una «izquierda», pero no para distinguir, frente a la mayoría hispano-católica, una minoría liberal y librepensadora. Los adversarios toman ya posiciones. El enfrentamiento es todavía pacífico, pero prepara los duros conflictos del siglo XIX y anuncia, desde lejos, el sangriento drama de 1936. ¿Quiere decirse que la unidad española está en peligro?
Seguramente Robespierre, y después Napoleón, estaban seguros de ello. Sin embargo, pasados pocos años, se hará, contra Robespierre y contra Napoleón, la unanimidad del pueblo español. Ante la invasión francesa, los españoles de todos los matices se unen en un frente común. Bastó que asomara en el horizonte de Zaragoza el sombrero del emperador y los bicornios empenachados de sus jóvenes mariscales, para que catalanes, vascos, andaluces y castellanos ayer aún divididos formaran un solo pueblo en armas.
Aquel mismo pueblo del que Voltaire escribía en su Ensayo sobre las costumbres: «Todo el mundo tocaba la guitarra y no por eso era menor la tristeza sobre la faz de España.» Pero los rasgueadores de malagueñas sabían también entonar el canto de Els segadors.