Un año antes de que los Reyes Católicos entraran en Granada, nace en Azpeitia, en el castillo de Loyola, provincia de Guipúzcoa, Iñigo López de Recalde.
El castillo, de enormes muros perforados de troneras, situado en la ladera del monte Izarraits, domina el valle del Urola. Alterna la tierra seca y pobre, y la roca pelada con lozanos manzanares que recuerdan Normandía y maizales verdísimos que se pierden de vista. Contrastes del país vasco. Pero el clima, influido por el golfo de Gascuña, a cincuenta kilómetros de Loyola, es suave.
Los Loyolas son nobles, fieles a las tradiciones. En las veladas se suele hablar de los antepasados y, sobre todo, del famoso Juan Pérez, que llevó siete hijos a pelear contra navarros, franceses y moros. Desde entonces, las armas de los Loyolas llevan siete barras ensangrentadas.
Están en buena posición; poseen rebaños y alquerías. Pero la vida no siempre es fácil, pues Ignacio tiene cuatro hermanos él es el más pequeño y ocho hermanas. Son muchas bocas.
Ignacio se queda huérfano a los catorce años. Entra al servicio de Juan Velázquez de Cuéllar, en la corte de Fernando V. Aprende el oficio de las armas y le gusta. ¿Hemos de creer a algunos de sus biógrafos, que le pintan, ya como un soldado disipado y vano, ya como un hombre pérfido, brutal y vengativo?
En todo caso, tiene dos pasiones: la equitación y las novelas de caballerías. Ignacio es un gallardo jinete. Ese vasco pequeño, seco y musculoso se enorgullece de su cuna y también de ser vasco. ¡Desciende de los iberos! Le caen sobre los hombros los bucles de una abundante cabellera. Lleva una capa entreabierta sobre un jubón bordado y acuchillado de seda, una coraza reluciente y, en la cabeza, un birrete de satén.
En sus aterciopelados ojos trasciende la alegría de vivir y el deseo de agradar. Sueña con una vida heroica y galante, a la manera de un Amadís de Gaula. ¡Ah, si el mago Urganda quisiera protegerle, no le darían miedo los gigantes ni los tiranos con innúmeras tropas! Por lo pronto, une su suerte al virrey de Aragón y, haciendo alternativamente de diplomático y de soldado, se abre camino espada en mano.
Un día tiene que actuar contra los vecinos de Hernani, que se han rebelado contra el corregidor. Carece de tropas. Está solo o casi solo frente a un populacho exasperado. Pero encuentra las palabras adecuadas para convencer y apaciguar a los vecinos de Hernani. La rebelión queda dominada. Primer contacto de Ignacio de Loyola con las conciencias. Primer triunfo.
En 1521 Ignacio tiene treinta años, Juan de Albret, rey de Navarra, intenta, con ayuda de Francia, recuperar su capital, Pamplona, que le había quitado Fernando el Católico. En el ataque que dirige, por parte de los franceses, el conde André de Foix, Ignacio de Loyola resulta con una pierna herida y otra rota por una bala de cañón.
Los franceses toman la plaza y hacen prisionero a Ignacio. Pero le tratan bien y le mandan a Loyola en una litera. Llega casi moribundo al viejo castillo vasco. Los cirujanos mueven la cabeza y, sin decirlo, le desahucian. Pero, gracias a su energía fuera de lo común, sale adelante. Exige que le arreglen los huesos rotos, aguantando firme los terribles dolores. Quedará cojo, pero vivo.
La convalecencia dura meses. ¡Prueba fecunda y bien aprovechada! Apoyado en sus muletas, atraviesa las resonantes galerías hasta la biblioteca paterna en busca de novelas de caballerías. ¡También Amadís de Gaula vivió retirado en la Peña Pobre! Y ya que él se ve forzado a la inacción, al menos se consuela con su héroe favorito y con los otros: Palmerín de Inglaterra, Bernardo del Carpio y Renato de Montauban.
En los polvorientos anaqueles encuentra por casualidad una vida de Cristo y un libro de vidas de santos. Devora estos estropeados libros. Y así descubre una nueva forma de heroísmo que él no sospechaba. ¿De modo que se puede vencer sin espada? Medita. Va amaneciendo en él, como un día nuevo, el amor de Dios. El soldado inválido ha encontrado señor y ha elegido combate.
Ignacio de Loyola abandona el castillo con el propósito de dirigirse a Jerusalén. Se detiene algún tiempo en el santuario de la Virgen de Aránzazu, al pie del monte Aizgorri. Luego se dirige at Montserrat. En el camino se encuentra con un moro que la emprende con el tema de la virginidad de la Madre de Dios.
La incredulidad de su compañero de viaje exaspera a Ignacio de Loyola. Y deja al albedrío de su mula la decisión de si matará o no al infiel. Pues se trata de vengar el honor de su dama, como los caballeros errantes. Por fortuna para el moro, la mula, al llegar a un cruce, se pone a galope y deja atrás al blasfemo.
Ya tenemos a Ignacio de Loyola en Montserrat, en pleno corazón de Cataluña. Sobre el valle del Llobregat se levanta una rara montaña, poblada de leyendas. Rotundamente acampada sobre una base de rocas rojizas, labrada de surcos paralelos como tubos de órgano, termina en un encaje de piedra.
Forma una masa rosada y gris. A medio camino de la cumbre, en una terraza que domina el valle, está el monasterio. En este santuario, consagrado a Nuestra Señora de las Batallas, velan armas los futuros caballeros. Y asimismo lo hace Ignacio de Loyola, con el corazón lleno de Dios, pero con la imaginación vibrante aún de novelas de caballerías.
Pasa la noche en oración, posa su espada y su puñal a los pies de la Virgen negra y jura confundir a los enemigos de la Fe, no con la espada, sino con el apostolado. Se confiesa con el benedictino francés Jean Chanones, y cambia su jubón de caballero por los harapos de un mendigo.
Poco tiempo permanece en Montserrat, porque, en seguida, toda la nobleza de Navarra acude a contemplar la extraordinaria penitencia de aquel mozo de ilustre prosapia, como si fuera una especie de fenómeno. ¡No le van a dejar en paz! Y se ve obligado a huir. Se retira a Manresa, no lejos de Montserrat. Vive ya en el hospital, ya en una cueva a orillas del Cardoner. Ésta es su gran experiencia ascética.
Ayuna, se deja crecer la barba y duerme en el santo suelo, envuelto en un saco. Por eso le llaman «el pobre home del sac». Le tienen, si no por loco, al menos por estrafalario. A veces le asaltan dudas. Pero las supera. Un día le encuentran inanimado y enfermo en su gruta. Le llevan a casa de don Andrés de Amigant. Le cuidan, le curan.
Ahora se da cuenta de que no puede ser un eremita. Pero es en Manresa donde el vasco, como Juan de la Cruz en Beas del Segura, castiga su carne y acaba de romper las últimas amarras con el mundo de los cuerpos. Y es en Manresa donde tiene lugar el primer encuentro de Loyola con Dios. Extasis y visiones iluminaron la cueva de San Ignacio, y en aquella roca oscura y fría trazó Iñigo de Loyola el plan de sus Ejercicios Espirituales.
Ahora se siente ya lo bastante fuerte para afrontar la prueba de Tierra Santa. Embarca en Barcelona, desembarca en Gaeta, va a pie hasta Roma, después a Venecia, donde embarca para Jerusalén, a pesar de que ha vuelto a caer enfermo. Pero la travesía le cura, si hemos de creer a Rivadaneyra, testigo de su vida.
A las seis semanas de una penosa travesía, el peregrino de Loyola desembarca en Jafa. La hostilidad con que le reciben, tanto los franciscanos como los turcos, no le anima a prolongar su estancia en Tierra Santa. Decepcionado y descontento, se vuelve a Barcelona. ¡Cuántas idas y venidas, cuántas experiencias fracasadas! ¿Qué es lo que le falta a Ignacio de Loyola para triunfar? Seguramente instrucción religiosa. Y decide hacerse sacerdote.
Es decir, que, a los treinta años, tiene que comenzar los estudios teológicos. Se pone a aprender gramática en Barcelona y, después, entra en la universidad de Alcalá. A la vez que estudia, se ejercita en predicar. Pero sus sermones no son del gusto de sus maestros. Le censuran, le amonestan y hasta le encarcelan.
Acaban por prohibirle la predicación. Se traslada a la universidad de Salamanca, rival de la de Alcalá. Pero tropieza con la misma desconfianza. Y lo más grave es que la Inquisición va a tomar cartas en el asunto. Ya es hora de que Ignacio de Loyola se aleje de esa España que no le comprende. Coge el palo y el morral de mendigo y se va a París.
Esta vez está decidido a empezar de nuevo. Y empieza por las humanidades. El héroe de Pamplona se sienta al mismo pupitre manchado de tinta que los escritorcillos de Montaigu, «colega de piojera», dice Rabelais. ¿Le perdonarán los varazos? Ni eso, como tampoco los sarcasmos de monitores y condiscípulos.
Ese español cojitranco y cuyo acento aspérrimo mueve a risa recibe sin pestañear humillaciones y burlas. Bachiller en poco tiempo, licenciado después, adquiere al fin la sólida cultura filosófica y teológica de que hasta entonces careciera.
¿Qué le falta ahora? Amigos. En torno al español se congrega un valioso equipo: Pedro le Fèvre, Francisco Javier, Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Simón Rodríguez, Nicolás de Bobadilla, Claudio le Jay, Pascal Broet y Juan Godure. Les llaman los inseparables. Ardiente y fecunda amistad, sueños que pronto cuajarán en realidades, maduración de un proyecto temerario.
El 15 de agosto de 1534 día de la Asunción, Ignacio de Loyola y sus compañeros dan un paso que los compromete de por vida. Se trasladan a la cripta de la abadía benedictina de Montmartre y se arrodillan en las losas. Pedro le Fèvre celebra misa. En el momento de la comunión, Ignacio y los suyos, prosternados ante la hostia, juran servir a Dios yendo a convertir a los infieles en Tierra Santa.
Prometen sumisión total al papa y pronuncian los votos que los liberan del oro, de la carne y de la voluntad propia. Esa hermosa mañana estival en Montmartre ¡qué azul la colina que domina París! nace la Compañía de Jesús. Los hermanos españoles y franceses irrumpen de la cripta y corren como niños por las cuestas.
Es un día de regocijo. Juegan a la barra, se empujan a las cunetas, recorren la colina cantando. Pero, de vez en cuando, uno de ellos echa una inquieta mirada a la ciudad, cubierta por una ligera bruma. Porque allá abajo, en el interior de las murallas de París, queman a los hugonotes en la explanada de Notre-Dame y hace estragos la peste.
Ignacio decide hacer un viaje a España. Pero se encuentra con lo mismo de antes. Le reciben mal, ponen celadas a su paso. Y su propia familia le suplica que renuncie a la pobreza. Nadie ni compatriotas ni parientes valora su gigantesco esfuerzo. Ignacio de Loyola abandona de nuevo la ingrata España, esta vez para no volver nunca.
En cambio, Italia le es propicia. El papa Paulo III le recibe; él le presenta a sus compañeros y le expone los fines que se propone alcanzar. El soberano pontífice el papa de la reconciliación adivina la valiosa ayuda que pueden aportarle contra la Reforma ese puñado de hombres resueltos.
Convence a Ignacio de que la lucha contra la amenaza luterana es más urgente que la conquista espiritual de Tierra Santa. Reconoce a la Compañía de Jesús y aprueba sus estatutos. Al cabo de un año, Ignacio de Loyola es elegido general de la Orden. Sus compañeros se dispersan por el mundo para. «ir a enseñar a todas las gentes». Francisco Javier se va a las Indias. Ignacio de Loyola se queda en Roma. Comienza la batalla.
Batalla difícil y sin fin. Pues la hostilidad contra la Compañía naciente no está sólo en los herejes, sino también en el seno mismo de la Iglesia. Más de diez años pasan antes de que queden terminadas las Constituciones. Los obstáculos con que tropieza Ignacio de Loyola son innúmeros. Pero la tenacidad del vasco es capaz de levantar el mundo. Es hombre de empresas fabulosas. ¿No pretendió, en los tiempos de su loca juventud, el amor de la reina Germana de Foix, viuda de Fernando el Católico?
En el fondo de este apóstol queda todavía un poco del espadachín y del caballero andante. Sin que se atreva a confesárselo a sí mismo, Amadís de Gaula sigue siendo su modelo. Le gusta pelear. Adora la disciplina y su corolario, la obediencia. Sus constituciones se titularán Regimini Ecclesiae militantis. El espíritu militar al servicio de Dios. En la Societas Iesus sólo pueden entrar los individuos escogidos. Tienen que pasar por un noviciado de quince años. Durante este período de formación se pone especial cuidado en quebrantarles la propia voluntad, al mismo tiempo que en formar firmemente su carácter.
Tienen que abrir sin reservas su conciencia a su superior, que ha de leer en ellos como en un libro abierto. Ni un secreto, ni un misterio en esos corazones que pertenecen por entero a Dios. Ignacio de Loyola prescribe a sus novicios una meditación metódica, un constante y minucioso análisis de sus pecados. «El primer punto escribe es el proceso de los pecados.» Sus Ejercicios Espirituales son un manual de técnica contemplativa a la vez que ascética. A fuerza de atención y de empeño, el espíritu debe llegar a la humanidad de Cristo y darse temas de meditación religiosa. Llegará incluso a imaginar, a encontrar altas moradas de las verdades eternas.
El objeto intensamente meditado se tornará representación sensible. De esta suerte, la idea del infierno acabará por imponerse al espíritu con tal fuerza que llegará a percibirla. «Se ven las llamas, se oyen los gritos, se sienten las lágrimas y las amarguras.» Aquí Loyola coincide con Santa Teresa. Es también el recuerdo de los deliquios y las visiones de Manresa.
Después de pasar por esta dura escuela, el jesuita es lanzado al mundo. Predicará, enseñará, militará. Aunque es enteramente libre para elegir sus medios de acción, ha de rendir cuentas a sus superiores.
En la cima de la jerarquía, el general, elegido por la Congregación, tiene un poder absoluto. Por encima de él no hay más que el papa, «servidor de los servidores de Dios». Entrega total al pontífice, consagración absoluta a la causa católica, obediencia ciega a sus jefes, disciplina y fervor: éstas son las normas impositivas del jesuita.
Este programa terrible, este concepto crudo y militar del apostolado alarmaron a la España individualista del siglo XVI. Los jesuitas tropezaron en España con numerosas resistencias, abiertas o encubiertas. El dominico Melchor Cano, sucesor del padre Vitoria en la Cátedra de Prima de Salamanca, y el arzobispo de Toledo Siliceo se opusieron por todos los medios a la Compañía de Jesús. Pero Ignacio de Loyola encontró protectores poderosos que combatieron aquella influencia: el infante don Felipe, el Gran Inquisidor Talavera, el nuncio Poggio.
Después, un noble valenciano, don Francisco de Borja, duque de Gandía, impresionado a la vista del cadáver de la emperatriz Isabel, se retirará del mundo, tomará el hábito de Loyola y será fogoso apóstol de la Compañía de Jesús en Castilla y en Guipúzcoa. Aconsejará a Teresa de Avila y será el tercer general de la Orden.
Cuando murió Ignacio de Loyola (1556), dejaba en España su patria infiel. dieciséis colegios y trescientos jesuitas. ¿Presentiría el fundador el extraordinario esplendor y la influencia internacional que iba a tener en los siglos futuros la Compañía de Jesús? Murió demasiado pronto para asistir a las conclusiones del Concilio de Trento, que marcó el triunfo de la Contrarreforma y renovó el catolicismo.
Aquí fue decisiva la intervención de los jesuitas Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Arias Montano, Pedro de Soto y Diego de Covarrubias. Apenas pudo entrever lo que iba a ser, pasado el tiempo, la acción de los jesuitas en el Nuevo Mundo. El primer jesuita no recogió en vida la recompensa de su enorme esfuerzo. Murió casi solo, sin haber recibido ni el viático ni la extremaunción ni la bendición papal, ni siquiera un gesto de despedida de los suyos.
Soledad de jefe y de santo. Unos meses antes, su amigo el navarro Francisco Javier, uno de los peregrinos de Montmartre, moría solo también, cerca de las costas de China. Loyola, Pamplona, Manresa, Roma, Cantón… Primeras etapas de la Compañía de Jesús ¡no cuenta todavía quince años! hacia la conquista espiritual y, poco después, política del mundo.