Hernán Cortes da Muerte a la Serpiente con Plumas y funda nueva España

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Mientras Cristóbal Colón muere en Valladolid sin que nadie le haga caso, desembarca en Haití Hernán Cortés.

Joven, brillante, apuesto, tan ducho en el manejo de la espada como en el de los cumplidos, sentimental y práctico, amante del oro, de las mujeres y de su patria muy sagaz será quien determine el orden de sus preferencias, Cortés es el prototipo del conquistador, aunque supera a todos los demás por su cultura, su sentido político y su arte de manejar a los hombres.

Nacido en Extremadura, de buena casa, pronto le toma el gusto a la aventura. Gracias a Diego Velázquez, gobernador de Cuba, logra un empleo en las Antillas, y allí, mordiendo el freno, espera la ocasión propicia.

Que no tarda en presentarse. Unos exploradores audaces han ido a reconocer la costa de Yucatán, frente a Cuba, y vuelven con noticias extraordinarias. Dicen que hay por allá riquezas fabulosas. Diego Velázquez encomienda a Cortés una misión de reconocimiento. El joven extremeño no cabe en sí de gozo.

Allega a toda prisa una pequeña armada y se embarca sin rumbo fijo. Ha mandado bordar en su estandarte la divisa de Constantino. «Con este signo venceremos.» Le acompaña un limosnero: el padre Olmedo.

En San Juan de Ullúa, costas del golfo de Méjico, el joven capitán se encuentra por primera vez con los aztecas. Vienen en embajada de parte de Moctezuma, soberano de un inmenso imperio cuya capital se llama Méjico. Sin preocuparse de las advertencias que le hacen los emisarios aztecas, Cortés decide llegar hasta el mismo emperador. ¡Vamos a ver el temple del monarca rojo!

Recluta gente entre la población costeña los totonacas y se pone en marcha hacia la altiplanicie mejicana, por el camino de Jalapa. Atraviesa la ciudad de Tlaxcala y, en un duro combate, dispersa a los tlaxcaltecas y, tomándolos de aliados, refuerza con ellos sus tropas. Ha decidido pasar entre los dos volcanes: el Ixtaccihuatl y el Popocatepetl. Dos enormes picos nevados de más de 5.000 metros de altitud.

Un alto en Cholula, la ciudad santa de los aztecas. Después, los conquistadores llegan al valle del Anahuac… Paisaje sensual y plácido. A lo lejos reluce el lago de Tezcuco. Es el 8 de noviembre de 1519, fiesta de las Cuatro Santas Coronas para la Iglesia católica, fiesta del Amor entre los aztecas.

Cortés, con su estado mayor y con su ejército, se interna en el camino de Iztapalapa. En el sentido inverso avanza un magnifico cortejo: Moctezuma en su silla de manos rematada por un dosel de plumas verdes. Escoltando a la majestad india, los príncipes de su estirpe y los sacerdotes de Huitzilopochtli. Las dos tropas se paran. Cortés y Moctezuma se apean. Se saludan, intercambian regalos. Es el encuentro de dos mundos.

Pero los actos de cortesía no tardan en dar paso a las acciones de guerra. Hernán Cortés, deslumbrado por la riqueza de Méjico, toma posesión de la ciudad en nombre del rey de España y pone preso a Moctezuma. En su «residencia vigilada», el padre Olmedo intenta convertirle. Pero el emperador cautivo no es fácil de catequizar. «Nosotros tenemos aquí nuestros dioses, a los que adoramos desde hace mucho tiempo, teniéndolos por buenos. Los vuestros también lo serán.» Esta es la prudente respuesta de Moctezuma a las homilías del religioso español.

Es verdad que no faltan dioses en el panteón azteca: unos maléficos y temidos, como Mictlantecuhtli, el dios de la muerte, y Tezcatlipoca, el «Espejo Humeante», dios del Sol; otros benéficos, como Tlaloc, el dios de la lluvia; Coatlicue, diosa de la tierra y madre de los dioses. Existe también Quetzalcoatl, la «Serpiente con plumas», sacerdote, taumaturgo y profeta. Pero los ritos son de una ferocidad atroz.

Un día, Cortés se llega al templo de Tenochtitlán. En lo alto de los ciento catorce escalones del teocali, los dioses de piedra presiden sacrificios humanos. Mientras suena el tantán y asciende el humo del copal en nauseabundas volutas, unos sacerdotes abren el pecho de los efebos sacrificados, les arrancan el corazón y empujan a las víctimas, cálidas aún, a las gradas del templo. Cortés, loco de ira, destruye la pirámide y da muerte a los sacerdotes.

Si Moctezuma acepta la soberanía de España que le impone Cortés, no hacen lo mismo ciertas tribus combativas. Aprovechando una ausencia momentánea del conquistador, un ejército azteca cerca el palacio de Axayacatl donde están acantonados los soldados españoles. Alvarado, lugarteniente de Cortés, logra contener el alud amenazador. Pero los aztecas no se dan por vencidos.

Organizan el sitio de Méjico. La presión se va tornando de día en día más temible. Cortés intenta valerse de Moctezuma. Pero el soberano ya no tiene ninguna influencia sobre su pueblo. Los abucheos ahogan su débil voz. Y muere lapidado. Los españoles tratan de romper el cerco. Lo consiguen. ¡Menguada tropa esta que, a las puertas de Méjico reconquistada por los aztecas, acampa en la colina de Los Remedios! Cortés llora debajo de un ciprés… El árbol de «la noche triste».

Pasan semanas. Cortés ha reorganizado su ejército. Lanza contra Méjico una formidable ofensiva. A pesar del heroísmo del último jefe indio, Cuauhtémoc, Méjico capitula, después de una batalla de setenta y cinco días. Es la última página del imperio azteca. Y es la hora de España. Carlos V nombra a Cortés gobernador y capitán general de «Nueva España de la Mar Océana». Y empieza para el reino azteca la era de la construcción y de la colonización.

Mientras Cortés edifica una nueva ciudad sobre las ruinas de la antigua Tenochtitlán, envía a sus lugartenientes a las costas del golfo de Méjico desde el río Panuco hasta Yucatán a las del Pacífico. El mismo llega hasta la Baja California y asciende en su reconocimiento aproximadamente hasta el grado 30 de latitud Norte. Hacia el sur, llega hasta Honduras.

Pero su prodigioso triunfo irrita a la corte de España. Nombran en su lugar un virrey. Le asignan una residencia: el dominio de Oaxaca, más grande que un departamento francés, pero muy estrecho para el ánimo del conquistador. Ya no es más que el marqués del Valle. Se vuelve a España y en ella muere, casi pobre, después de haber enriquecido el Tesoro real y haber dado a Carlos V, según sus propias palabras, más provincias que villas heredara de sus padres y abuelos.