Guerrilla por el Pan

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Pocos españoles lamentaron la marcha de Isabel II. En muchas plazas públicas queman su retrato, y, cuando la reina destronada pasa la frontera de Irún, los carabineros le presentan armas de mala gana y con mal humor. En cambio, Madrid recibe con entusiasmo al triunvirato Serrano-Prim-Topete.

A los pocos días de asumir el poder, se constituyen en gobierno provisional y dirigen un manifiesto al país. Preciso en cuanto a los principios proscripción de los Borbones, sufragio universal, libertad de cultos, de enseñanza y de prensa, no lo es tanto cuando se trata de definir la forma constitucional del nuevo régimen. Pone al pueblo severamente en guardia contra toda acción revolucionaria. Le da a entender claramente que el sistema republicano, análogo al de los Estados Unidos, sólo es posible en los pueblos jóvenes, y no en los que tienen antiguas e indestructibles tradiciones. Se nota que al gobierno provisional le interesa ante todo calmar los ánimos.

La verdad es que la opinión pública está muy excitada y se producen desórdenes en diversos lugares del país. En Jerez y en Málaga, los jornaleros ocupan las fincas. En Valladolid, republicanos y anarquistas pelean en las calles. El gobernador de Badajoz dispersa con su sable una manifestación. En Cádiz, los campesinos asaltan el parque de artillería y disparan contra las tropas. Se convocan elecciones y la campaña política toma un carácter muy violento. Mientras muchos grandes propietarios, creyendo ir a favor del viento, sostienen a los partidos avanzados, el tradicionalista Cabrera logra un éxito triunfal y los carlistas, reanudando la guerra civil, hacen la propaganda a tiros.

En definitiva, las Cortes constituyentes de 1869 optan por la monarquía. Serrano es nombrado regente y Prim presidente del Consejo. Los dos hombres se ponen a buscar un rey. ¿Cuál? Primero piensan en el príncipe Leopoldo de Hohenzollern. Francia se alarma. Se abandona esta candidatura. Entonces piensan en el hijo del rey de Italia, Amadeo de Saboya. Su aceptación coincide con los graves días en que las armas francesas y las alemanas libran la batalla de Sedán. Amadeo está en Florencia.

Embarca para Cartagena, donde ha de recibirle Prim. Este se dirige rápidamente del palacio de las Cortes a su casa para preparar el viaje. Su coche apenas puede abrirse camino entre la multitud. Una berlina atravesada en la calle le cierra el paso. De una taberna de la calle del Turco sale corriendo un grupo de individuos. Se adelanta uno de ellos, pequeño y barbudo, se acerca a la portezuela y dispara cinco tiros contra el presidente.

El coche se pone en marcha. A pesar de sus heridas, Prim sube heroicamente las escaleras del Ministerio de la Guerra. Se derrumba en el rellano. A los tres días, expira. Pasados otros dos, en medio de una gran nevada, llega a Madrid Amadeo de Saboya. Presta juramento ante las alborotadas Cortes. A continuación, se dirige a la capilla donde reposa el cadáver del que le hizo rey de España. Es su primera visita. El primer acto público de un reinado que será corto.

No fue, pues, el año 1868 el año de la República, aunque quizá la coyuntura del momento se prestaba a que lo fuera. El triunvirato tuvo miedo de que lo desbordaran las exigencias populares. Pero ni las elecciones fallidas de 1869 ni le operación monárquica urdida por la alianza circunstancial de progresistas y moderados pueden enmascarar el hecho esencial de ese año 1868, que es la promoción en España de una nueva categoría social: la «clase obrera». Se le aplica también el antiguo nombre que los romanos daban a los pobres, considerados únicamente desde el punto de vista genitor: el proletariado.

Proletariado campesino en primer lugar. A finales del siglo XIX, el régimen agrario no había evolucionado apenas desde la Edad Media. En el Sur, los latifundios o contratos de trabajo colectivos. En el Norte, los fueros supervivencia señorial oprimían duramente al trabajador agrícola a beneficio del propietario. Una y otra fórmula perpetuaban un estado de cosas antiguo. Inmensas extensiones de tierra pertenecían, por vía de herencia, a latifundistas cuyos privilegios eran muy semejantes a los de los señores feudales.

Estos propietarios, antaño capitanes o conquistadores, se habían hecho políticos, «caciques». Utilizaban a sus obreros como masa electoral para mandar a las Cortes diputados de su elección. ¿Qué de extraño tiene que el proletariado campesino acabara por irritarle ver figurar en el programa político de sus amos la defensa del trono y la del altar en íntima unión con la defensa de su propiedad? La venta de los bienes eclesiásticos la «desamortización» bajo los gobiernos liberales y progresistas habla suscitado esperanzas en el corazón de los trabajadores del campo.

Esperanzas muy pronto defraudadas. Los adquirentes de las tierras de la Iglesia eran mercaderes de bienes, cuya primordial preocupación consistía en realizar un buen negocio revendiendo pronto y bien. Especulación y no aprovechamiento de las tierras. Estaba muy lejos aún la concentración de grandes extensiones de terreno en beneficio común, y más lejos aún este espejismo: reparto de tierras. Por otra parte, los grandes propietarios no hacían nada por aumentar el rendimiento de sus dominios.

De 16.000 hectáreas, la poderosa familia de los Medinaceli no dedicaba más que mil a la agricultura: el resto lo reservaban para la caza. Además, resultaba más barato explotar la tierra por procedimientos arcaicos y una mano de obra barata que intentar el gran cultivo con medios perfeccionados pero onerosos. Claro que esto era calcular a corto plazo, pero a aquellos grandes propietarios de padre a hijo habría que haberles enseñado las ventajas de la inversión y haberles convencido de que el egoísmo resultaba a la larga desventajoso. Pero era como querer mover montañas.

Mientras tanto, el proletariado agrícola veía cada vez más clara la situación. Confinados en poblaciones de diez a quince mil habitantes, no trabajando más que la temporada, míseramente pagados, los braceros andaluces eran de los más infortunados. Les decían que eran pasivos. Es que estaban resignados. Hasta que, un día, se enfurecieron. Hubo marchas de campesinos a las ciudades dirigidos por el anarquista Fermín Salvochea. Una organización campesina, la Federal, suscitó la rebelión de los trabajadores agrícolas. Algunos equipos decididos llegaron incluso a ocupar las tierras y a roturar los latifundios. Manifestaciones aisladas y sin consecuencias.

Proletariado obrero. Acababa de nacer, como consecuencia de la creación y del desarrollo de la industria. Las minas triplicaban su producción. Se iba extendiendo la red ferroviaria. En Cataluña proliferaban las industrias: dos millones de husos de hilar algodón, cincuenta mil telares, fábricas de tejidos de punto, industrias de cueros y de pieles, de papel, de mecánica ligera. Barcelona habla quintuplicado su población. Pero este desarrollo industrial no beneficiaba más que a unos cuantos.

La industria había parido al proletariado, pero no hacía nada por criarlo. Mientras los obreros trabajaban en empresas pequeñas o medianas, pertenecientes a corporaciones, podían defender sus intereses profesionales. Pero la supresión de las corporaciones o gremios, lejos de mejorar la situación del proletariado industrial, acentuó su aislamiento ante el patrono. El liberalismo económico favoreció, sin duda alguna, la prosperidad económica de España. Los que fueron sus humildes artesanos no sacaron ninguna ventaja de esa prosperidad. Y tuvieron que organizar, penosamente, su propia defensa. Así, el obrero catalán Muntz fundó una asociación de obreros textiles que fue después la «Unión de Clases».

Mientras el proletariado probaba sus fuerzas e intentaba que los patronos aceptaran sus legítimas reivindicaciones, los patronos endurecían su posición. En diversas ocasiones apelaron torpemente a la fuerza pública para aplastar movimientos populares. Y el poder respondía con un apoyo disimulado o con una neutralidad simpatizante. A falta de ayuda gubernamental, los patronos recurrían a los buenos oficios de la «Partida de la Porra», que se había arrogado la misión de reprimir por la fuerza los actos antigubernamentales.

Lo mismo había hecho Fernando VII por intermedio de su sociedad secreta «El Angel Exterminador». Huelgas, sublevaciones, incendios y sabotajes cortaban las vías de ferrocarril, arrancaban los postes telegráficos subrayaron el profundo desacuerdo entre la clase obrera y la clase patronal, al mismo tiempo que inauguraban un largo período de disturbios sociales. Después de las guerras nacionales y religiosas, una nueva guerra civil larvada, móvil y sorda iba a comprometer la reconstrucción de España.

Por entonces, se trataba, más que de ideas, de necesidades; más que de principios, de realidades. El proletariado comenzaba a luchar por vivir mejor. Pero después, el hecho social adquiere categoría de mística. Y, por una desviación típicamente española, aquella guerrilla por el pan pasa a ser una batalla de ideas.

A los nuevos guerrilleros les hace falta un dogma y una fe. Fanelli les transmite uno y otra. Es el profeta de la nueva religión. Los primeros diarios sociales La Atracción, de Fernando Garrigó, y La Fraternidad, de Terrades difunden las doctrinas colectivistas. En una reunión que celebra en la Bolsa de Madrid la inofensiva «Asociación pro reforma de los derechos de registro y de Aduana», toma de pronto la palabra uno de los fundadores de la Internacional para decir que la reforma de los derechos de aduana es asunto que sólo interesa a los burgueses y que son otras reformas las que los obreros necesitan. Se lanza un manifiesto preconizando la emancipación de la clase obrera mediante la unión de todos los trabajadores.

Al poco tiempo aparece el semanario La Solidaridad. uno de cuyos redactores, Anselmo Lorenzo, después de haber adoptado las directivas de Carlos Marx, interpretándolas a su manera, es el padre del anarquismo español. Aparece en Barcelona otro periódico La Federación y se celebra el primer congreso obrero, al que asiste un centenar de delegados castellanos, andaluces, valencianos, catalanes y aragoneses.

En este congreso se toman importantes resoluciones, pero no se llega a un acuerdo entre marxistas y bakuninistas, partidarios del estatismo los primeros y enemigos de la autoridad los segundos. Desde entonces, la clase obrera española tendrá a su vez un ala derecha y un ala izquierda; será autoritaria o antiautoritaria, socialista o anarquista. Pero lo importante es que constituya ya una clase social, con la que los gobiernos tendrán que contar en lo sucesivo.

A partir de entonces, bien en Madrid en la Escuela de Arquitectura, bien en Cataluña en algunos edificios que habían sido iglesias, se oyen los domingos por la mañana, a la hora en que la gente va a misa, sermones de un estilo desacostumbrado. Socialistas y anarquistas suben alternativamente al púlpito a predicar la lucha de clases y el anticapitalismo.

A veces toman parte en los debates y suscitan controversias algunos intelectuales liberales que no quieren quedarse atrás. Una de las figuras más destacadas del socialismo es por entonces el gallego Pablo Iglesias, que publica en Madrid El Socialista y colabora en La Emancipación. Tenaz, desinteresado, representante de la tendencia autoritaria del socialismo, Pablo Iglesias preconiza desde luego la socialización, a beneficio de la colectividad, de todos los medios de producción, pero bajo la dirección y el estrecho control del Estado. Es el principio de la nacionalización.

La tendencia anarquista su órgano, Tierra y Libertad, se publica en Madrid niega la noción de autoridad. Exalta la acción individual y rechaza toda coerción, sobre todo la de la religión. Las dos tendencias socialistas una de las cuales domina en Castilla y la otra en Cataluña y en Andalucía cristalizan más tarde en dos organizaciones importantes: la Unión General de Trabajadores y la Confederación Nacional del Trabajo. La segunda, llamada también Central Anarquista y a la que está afiliada la Federación Anarquista Ibérica, propugna la «acción directa» y no vacila en recurrir, si es necesario, a los métodos terroristas.

¿Qué piensa del movimiento revolucionario el gobierno de Amadeo? Al principio, le da poca importancia. Después, el ejemplo de la Commune, que en aquellos momentos ensangrienta las calles de París, le asusta. Sagasta, ministro de Gobernación, prohíbe las reuniones de la Internacional y la policía persigue a los militantes. Se abre un debate en las Cortes. Pi y Margall, Garrigó y Salmerón toman la defensa de los obreros.

Castelar, aunque republicano, se pronuncia violentamente contra el socialismo, en nombre de l libertad. Y las Cortes, sin llegar a tomar ninguna decisión, se limitan a condenar simbólicamente a la Internacional de los Trabajadores, que la fracción de derechas califica de «utopía filosófica del crimen». Mientras los diputados se insultan en las Cortes y socialistas y anarquistas, en sus reuniones públicas, alaban respectivamente su sistema, un tercero se introduce sigilosamente en la disputa. Llega a Madrid Paul Lafargue, yerno de Marx. Su llegada pasa inadvertida. Sin embargo, lleva a España el Manifiesto Comunista.

La Primera República Española

«¡Oh tierra triste y noble!»

Un rey demasiado indeciso: Alfonso XII. un general demasiado resuelto: Primo de Rivera

La Segunda República Española