Francisco Pizarro estrangula al último Inca y construye la ciudad de los Reyes

0
28

Francisco Pizarro, hijo bastardo de un capitán de Extremadura, no empieza su carrera hasta pasada la cincuentena. Este gañán analfabeto es la antítesis de Cortés, pero le equipara con él. una prodigiosa energía.

Después de llevar a cabo varias operaciones de reconocimiento en la costa del Perú, en compañía de sus doce compañeros son los Trece de la Fama, Pizarro decide ir más lejos. Embarca en Panamá con un centenar de hombres cantando el Ave Maris Stella y desembarca en Túmbez.

El imperio que va a explorar del que no sabe más que lo que se cuenta es una formidable máquina administrativa y religiosa montada por los conquistadores incaicos, que han unificado los pueblos de casi toda América del Sur. Los conquistadores de las regiones de Panamá y de Colombia han oído hablar desde hace mucho tiempo de ese imperio fabulosamente rico, llamado «el imperio del Sol», pues el Sol es su dios supremo.

La religión incaica no es más dulce que la de los aztecas. Sacrifican niños, hombres, animales salvajes, observando sus corazones para deducir presagios, y, mientras hacen esto, invocan a grandes voces a los demonios y salpican de sangre el rostro de los dioses. El Inca, señor después de la divinidad y dios él mismo, ejerce una autoridad absoluta sobre su aterrorizado pueblo.

Cuando los españoles desembarcan en Túmbez, acaba de estallar un conflicto dinástico entre dos hermanos rivales: Huáscar y Atahualpa. Pizarro y su pequeña tropa pasan la cordillera de los Andes y entran en Cajamarca, residencia del inca Atahualpa. Los peruanos contemplan estupefactos el desfile de los jinetes españoles, que les parecen monstruos de cuatro patas, porque nunca han visto caballos.

Aprovechando la sorpresa, Pizarro trama la captura del inca. Le manda un emisario pidiéndole una cita. El-peruano acepta. El día fijado, el padre Valverde, limosnero de la expedición, se acerca a Atahualpa. Lleva en la mano la cruz y la Biblia y empieza el discurso acostumbrado para requerir al pagano. Con ayuda de un intérprete intenta hacerle comprender el derecho de Carlos V sobre el Perú y las virtudes del bautismo cristiano. Pero el indio no entiende nada de lo que dice el padre Valverde. ¿Qué tiene que ver él con la bula del papa Alejandro VI y con el catecismo católico?

El dominico le presta la Biblia. Atahualpa, muy pasmado, conserva un momento el libro en la mano y en seguida lo deja caer. «¡Sacrilegio!», clama el sacerdote. «¡Santiago!», replican los soldados españoles, emboscados en torno al palacio. Se libra una terrible batalla. Los guerreros indios, mal preparados para ese asalto repentino, son dispersados rápidamente. Pizarro toma preso a Atahualpa. Unos minutos han bastado para que se derrumbe un edificio político varias veces centenario.

Pero Pizarro no está todavía satisfecho. ¿De qué sirve reinar, si las arcas están vacías? Atahualpa las llenará, si quiere recobrar su libertad. Que colmen de oro y plata piezas, vasijas, joyas la habitación en que el monarca está cautivo, y quedará libre. En dos meses se cumple la fantástica proposición.

Pizarro es dueño de una suma ingente de metales preciosos. Mas la fortuna no mueve a piedad al capitán español. Después de expoliarle, deshonra al inca ante sus súbditos. Acusado de alta traición, de poligamia y de idolatría, Atahualpa es condenado a morir en la hoguera. Acepta el bautismo y, en gracia a esto, se le conmuta la pena del fuego por la estrangulación.

En la plaza mayor de Cajamarca, el viento de los Andes dispersa las cenizas del hijo del Sol. El imperio de los incas ha dejado de existir. Pasados unos meses, los conquistadores se apoderan del Cuzco. Después fundan en el valle del Rimac la Ciudad de los Reyes, que pasado el tiempo será Lima, capital del Perú.