Felipe II, ni Demonio ni Prudente

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En el 1577, día de San Lorenzo… Un caballero español sale del bosque en cuesta al llano soleado, bordea el Somme y sube al galope a la colina donde se alza San Quintín. La plaza, a pesar de la heroica defensa del almirante protestante Gaspar de Coligny, acaba de caer en poder de Filiberto de Saboya, apodado Cabeza de Hierro.

Enrique II de Francia ha sido derrotado. El caballero atraviesa el campamento español, atropella al pasar a los prisioneros franceses guardados por perros mastines y a los mercenarios alemanes destinados a galeras. «¡Vete al demonio, Anticristo!», gruñe el mariscal de Montmorency, gravemente herido.

Ese caballero que cabalga a rienda suelta entre las tiendas multicolores, mientras los rayos de sol se enganchan a las gemas de su armadura, a los cuchillos de raso rojo de su pantalón, al oro de su cimera, es Felipe II. Ausente en la batalla, quiere estar pre sente en la victoria. A veces, los cascos de su caballo tropiezan con el asta de una bandera francesa olvidada en el polvo. Felipe II es joven y casi guapo. Primera visión del príncipe en el alba de su reinado.

El año siguiente, en Bruselas. Carlos V ha muerto. Tres mil frailes, vela en mano y salmodiando fúnebres letanías, preceden al convoy mortuorio, que siguen los príncipes de la Iglesia y los grandes señores de España y de los Países Bajos. Veinticuatro caballos con los estribos colgando llevan sobre las corazas las armas de los reinos del emperador. Se abren de par en par las puertas de Santa Gúdula.

Sobre el sarcófago tapizado de negro, la corona, el cetro, la espada y el globo terrestre. Guillermo de Orange blande la pesada espada, la deja caer sobre el féretro y, con voz potente que sube hasta la cúpula, exclama: «Ha muerto.» Un monje que está junto al Taciturno se cala la capucha. Esa faz pálida es la de Felipe II, vencedor ayer, enlutado hoy. Segunda visión, que prefigura al rey asceta, sombrío e intransigente servidor del catolicismo.

Otro año más Felipe II tiene treinta y dos y es la paz de Cateau-Cambrésis, que deja Italia, los Países Bajos, Artois y Franco Condado a España, pero asigna a Francia los tres obispados loreneses de Metz, Toul y Verdún. Paz de compromiso sancionada por una boda. Felipe II, viudo de María Tudor, casa con Isabel de Francia, hija de Catalina de Médicis y de Enrique II.

De San Quintín a Cateau-Cambrésis, y ¡cuánto camino recorrido en menos de dos años! Es que un peligro mucho peor que la rivalidad francesa amenaza a la monarquía española: los crecientes progresos del protestantismo. Apenas llegado al trono, Felipe II tiene que habérselas con el problema religioso, con esa confusión de lo espiritual con lo temporal que le hará considerar enemigos principales a los que lo son de la fe católica: musulmanes, judíos y protestantes. Pondrá en juego, para destruirlos, un empeño metódico y todos los recursos de un genio poderoso y misterioso.

 

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