En un Escenario de «las Mil y una Noches»

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Ahora que ha terminado su tarea, Abd al-Rahman III, séptimo soberano de la dinastía de los Omeyas, puede soñar. Es decir, recapitular su vida.

Antes de asumir él el poder, Andalucía era como un manto hecho jirones. Abd al-Rahman cosió con sus manos ese rico manto que hoy es gala del Islam. ¡Crueles agujas, esas mil espadas que se clavan en Badajoz y en Sevilla! No contento con doblegar a la ley del profeta todo el sur de España, Abd al-Rahman lleva sus armas hasta Toledo.

Y más lejos aún, pues su flota se pasea por los puertos marroquíes. Toda la España musulmana es suya. Y también la otra la de los cristianos, porque ha hecho las paces con los reyes de Galicia, de León y de Aragón. Ha coronado su obra militar con una obra maestra de diplomacia: la alianza con Bizancio. Hace ya tiempo que Abd al-Rahman trata de igual a igual por encima del califato de Córdoba con la poderosa dinastía macedónica.

Pero el Omeya no piensa únicamente en sí mismo. En el caso de una vida bien cumplida, rememora sus obras más aún que sus batallas. A poca distancia de Córdoba edificó un palacio en torno al cual surgió pronto una ciudad: Medina Azahara, la ciudad de la flor. Allí trabajaron diez mil obreros durante veinticinco años.

Cada día se labraban seis mil sillares. Cuatro mil columnas de mármol y de ónice traídas de Roma, de Cartago, de Bizancio y hasta del país franco, mil cien puertas chapadas de cobre. La Sala de los Califas tenía dieciséis puertas, ocho a un lado y ocho a otro, con marcos de ébano y de marfil apoyados en pilares de cristal. transparente. En el centro de la estancia, un surtidor de mercurio derramaba plata viva en una pila de pórfido.

Baños para la corte y para el pueblo, un parque zoológico y vastas dependencias. Medina Azahara era, con todo esto, la residencia más lujosa del mundo. Por la misma época, Lotario, penúltimo rey carolignio de Francia, tenía por palacio una casa de madera, y Beauvais no contaba más de 53 vecinos.

Abd al-Rahman prefiere su residencia de Medina Azahara al Alcázar de Córdoba. La ciudad, con su millón de habitantes, es demasiado bulliciosa. Traslada, pues, la corte a Medina Azahara. El califa pasa las frescas veladas departiendo con sus familiares en lengua romance o riendo las gracias de su bufón ciego, mientras bebe a pequeños sorbos el té con menta.

En ocasiones, unas danzarinas apenas núbiles, con las piernas veladas por anchos pantalones de muselina transparente, revolean echarpes y bailan ligerísimas al ritmo de tambores y de flautas. O recita un poeta.

Y en su palacio de Medina Azahara da audiencia Abd al-Rahman a los embajadores. Un día, para impresionar a unos plenipotenciarios cristianos, mandó extender esteras desde la puerta de Córdoba hasta el de Medina Azahara y situar una doble fila de soldados que, con los sables desenvainados, formaran una bóveda de hierro.

Los embajadores pasaron, muy intimidados, bajo aquel túnel resplandeciente. Al llegar a la entrada de Medina Azahara vieron otra doble fila, ésta de grandes señores ricamente ataviados, sentados at una y otra orilla de un largo tapiz de brocado. Los cristianos hacían a cada uno una gran reverencia, creyendo hallarse ante el emir. Pero los sacaban de su error. Por fin llegaron a un patio cuyo suelo estaba cubierto simplemente de arena. En el medio, Abd al-Rahman, sentado en el suelo y con la cabeza inclinada.

Delante de él, un Corán, un sable y una lumbre. Cuando los embajadores se inclinaron ante él, el monarca alzó la cabeza hacia ellos y dijo estas palabras: «Alá nos ha mandado invitaros a que le obedezcáis y señaló al Corán. Si os negáis, os forzaremos con esto y señaló al sable. Si os matamos, iréis ahí», y señaló al fuego. Los embajadores, aterrados, aceptaron todas las condiciones impuestas por el califa y se volvieron sin haber podido pronunciar palabra.

El califa recurría así a la magnificencia o a la sencillez, según que quisiera deslumbrar o aterrorizar. De la misma manera, alternaba las lisonjas con las parábolas, para agradar o para convencer.

A veces conseguía también mucho con un presente ofrecido a tiempo. Estos regalos no le resultaban gravosos. Recibía él muchos. Por muy amable que fuera, no era invulnerable al baichich. Su amigo Ahmed ibn Sujaid deseaba desde hacía tiempo el cargo de visir.

Para ayudar a sus propósitos, envió al califa regalos cuya enumeración parece un sueño. 500.000 mitkales de oro amonedado y cuatrocientas libras de oro en bruto, o sea un peso total de 2.200 kilos de oro; 200 sacos de lingotes de plata; maderas preciosas para los sahumerios. Almizcle y alcanfor. Treinta piezas de seda brochada. Cinco túnicas de ceremonia. Diez pellizas, siete de ellas de zorro blanco.

Seis vestidos de seda del Irak. Cuarenta y ocho trajes de día y cien de noche. Cien pieles de marta y de cibelina. Seis tiendas de lujo. Cuarenta y ocho lorigas de seda y de oro. Cuatro mil libras de seda hilada. Treinta tapices de lana. Cien alfombras de oración. Quince tapices de seda. Cien armaduras de gala, mil escudos y cien mil flechas. Cien caballos, de ellos quince de raza árabe y cinco enjaezados con sillas de brocado. Cinco mulas. Sesenta esclavos.

Gran cantidad de piedras preciosas y de maderas de construcción. ¿Qué de extraño que tan espléndido donante consiguiera el cargo de visir, con gajes de 80.000 dinares anuales?

Quiere decirse que Abd al-Rahman era fabulosamente rico. Pero sabía emplear su fortuna. Aquel amante de la ciencia y de la belleza quería que su pueblo tuviera acceso a la cultura y al arte. De la India, de Persia y de Asia Menor hizo traer, sin reparar en el costo, no sólo libros, sino también sabios, poetas, artistas. Los andaluces aprendieron a servir una comida, a degustar manjares refinados, empezando por los entremeses y acabando por el postre, a limpiarse los dientes después de comer: a conocer, en fin, los delicados goces del confort y del gusto.

Gracias a sus relaciones con Bizancio, el emir introdujo en España los manuscritos de Dioscórides, de Platón y de Aristóteles. Al mismo tiempo se infiltraba el pensamiento judío, drenando con él el precioso limo de las ciencias. exactas. La astronomía, las matemáticas, la botánica y la medicina abrieron horizontes nuevos a las inteligencias españolas, limitadas hasta entonces por los imperativos teológicos.

En suma, el genio de Abd al-Rahman fue sobre todo favorecer la transmisión a España de las enseñanzas de Grecia y de la Escuela de Alejandría. El emir de Córdoba no fue como no lo fueron sus antecesores ni sus sucesores un inventor, sino un sutil adaptador. Pero algo le falta todavía a la gloria de Abd al-Rahman. En la cálida noche de Medina Azahara se eleva una ambición, revolotea como el humo bajo los artesonados de cedro, envuelve las columnas de mármol, vela los alicatados de alabastro y las lacerías de ónice. A la madrugada, cuando el ruiseñor canta en la rama de un tamarindo, del vuelo aquel no queda nada. Pero volverá, con la noche, a visitar al emir pensativo.

Durante mucho tiempo rechaza la tentación. Pero al fin y al cabo, ¿por qué no? ¿No ostenta la primacía indiscutible en el Occidente musulmán? Y acaba por arrogarse el título de Comendador de los Creyentes Emir al Mumenin que ningún otro príncipe de su dinastía había osado ostentar. Así consagra oficialmente la ruptura con los abasíes de Bagdad.

Y para dar más relieve a su gesto, el califa de Córdoba toma un sobrenombre religioso: Al Nasser in dine Allah el que combate por Alá. Así venga a su lejano antepasado aquel infortunado Abd al-Rahman que, dos siglos antes, fuera vencido en Poitiers por un rey franco.

En el año 961, sucede a Abd al-Rahman III su hijo Al-Hakam II, que sube al trono la misma noche en que el califa exhala en Medina Azahara el último suspiro. Inmediatamente recibe el homenaje de los dignatarios de palacio y luego el juramento de obediencia de sus ocho hermanos. Hecho esto, se abren de par en par las puertas de la Sala de los Califas.

Los altos funcionarios de la corte se colocan a derecha e izquierda de la galería donde está Al-Hakam. Visten túnicas blancas en señal de duelo y ciñen espadas. Más allá, en la terraza, montan guardia los esclavos, que llevan cota de malla y sables con incrustaciones de piedras preciosas. Bajo los pórticos de los vestíbulos se alinean los jefes de los eunucos eslavos, vestidos de blanco, espada en mano, y detrás, los eunucos, distribuidos por orden de precedencia; por último, los arqueros eslavos, con las aljabas al hombro.

Detrás de los eunucos forman, inmóviles, jóvenes esclavas de abigarrado atuendo. Desde el final de los vestíbulos hasta el cuerpo de guardia del palacio, doble fila de soldados con coraza, mantelete blanco y reluciente casco. A la entrada de palacio, los porteros y sus ayudantes. Y entre Medina Azahara y Córdoba se pierden de vista los jinetes mercenarios y los arqueros.

Amanece. Los pájaros inician su gorjeo. Pero un rumor enorme apaga su canto. Es el pueblo entero de Córdoba, que va a saludar a su nuevo señor. Durante dos días y dos noches no se oirá más que el roce de esos miles de pies sobre el camino.