En el Tiempo de las Luces

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Felipe II deja intacta o casi intacta a sus sucesores la herencia de Carlos V. Es verdad que se han perdido los Países Bajos protestantes, pero al rey de España le queda Nápoles, Sicilia, el Milanesado, el Franco Condado, Artois, Flandes y Portugal, de reciente adquisición, sin olvidar el «imperio de las Indias».

Fiel a su destino oscilante, que la balancea entre la grandeza y la decadencia, España va a caer lentamente desde las prodigiosas alturas a que la elevaran los primeros Habsburgos. Ahora ya no se trata de adquirir, sino de conservar. Y, dentro de poco, de salvar lo principal.

Felipe III, Felipe IV, Carlos II… O, más bien, Lerma, Olivares, Nithard, pues son éstos, los favoritos o validos, quienes, en lo sucesivo, gobernarán a España. Mas, para acabar este tríptico, hay que incluir también a tres franceses: Richelieu, Mazarino y Luis XIV, ya que la primera mitad del siglo XVII se caracteriza por el intento francés de quitar a España la hegemonía que conservará en Europa por algún tiempo aún.

Poco, pues la decadencia política de España, siguiendo en esto la ley inexorable de la caída de los cuerpos, obedece a un movimiento uniformemente acelerado la separa poco a poco del campo de las grandes potencias. Empieza por perder Portugal. Cataluña se rebela y la monarquía la domina a duras penas. La alianza austríaca no da los resultados esperados. El tratado de Westfalia reconoce la independencia de las Provincias Unidas y priva a España de Artois y de las posesiones flamencas.

Por el tratado de los Pirineos, pierde Cerdaña y Rosellón. El tratado de Utrecht le quita, para dárselos a Austria, los Países Bajos llamados católicos, o sea el Flandes alemán, Hainaut, el Brabante meridional, Limburgo, Luxemburgo, Namur, Amberes y Malinas. Franco Condado, las posesiones italianas, Menorca y Gibraltar se separan de la orgullosa España.

Ya no es una gran potencia. Todo esto, en menos de un siglo.

Mientras, entre la muerte de Felipe III y el advenimiento de Felipe V, el Gran Siglo francés va sustituyendo progresivamente al Siglo de Oro español y la dirección de los asuntos europeos se escapa de las manos de los últimos Habsburgos, éstos no han abandonado la lucha secular contra los enemigos de la Fe. España, aunque acosada en sus fronteras, empobrecida y desangrada por las guerras continuas, no renuncia a su soberanía espiritual, o al menos, a la que ella se atribuye.

Es conmovedor ver como esos reyes pálidos y linfáticos se sustraen a la influencia de las camarillas de los validos para reanudar la lucha de sus padres contra moros y protestantes. Hay algo de Don Quijote en esos príncipes cansados. Felipe III «el Piadoso» gana contra los protestantes alemanes la famosa batalla de la Montaña Blanca. Vencedor de los hugonotes, se lanza al asalto de las últimas posiciones moriscas.

Aunque dispersos por España y estrechamente vigilados desde la rebelión de las Alpujarras y el edicto de Felipe II, los moriscos prosiguen una lucha sorda contra España. Intrigan con el sultán, conspiran con Francia. Felipe III resuelve completar las disposiciones tomadas por su padre ordenando una medida radical: la expulsión en masa de los últimos moriscos. Unos doscientos mil.

Felipe IV tiene dieciséis años cuando hereda el trono. Nombra primer ministro a su gentilhombre de cámara, don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, que reinará de hecho en España durante veinte años. Este ambicioso proclama, aun antes de morir Felipe III: «Todo es mío.» Y en efecto, todo será suyo, pero hará de ello un pobre uso. Y sólo después de amargas derrotas se decidirá Felipe IV a desprenderse de su genio malo.

El tercer Habsburgo es un taciturno dicen que sólo rió tres veces en su vida, pero muy amigo del placer y de las mujeres, aunque lo disfrute tristemente. Aprecia el arte, y su gran mérito tal vez el único es haber descubierto a Velázquez, su solo amigo. Cuentan que, cuando el pintor acabó Las Meninas, el rey cogió el pincel y él mismo trazó sobre la chupa de Velázquez la cruz de Santiago, que después le otorgó.

El reinado de Felipe II está jalonado de reveses, por culpa de Olivares y del genio de Richelieu. El cardenal francés sigue la política tradicional de los reyes de Francia: abatir a la Casa de Austria y recuperar los territorios geográficamente franceses: Artois, Flandes, Franco Condado, Alsacia y Rosellón. Olivares no sigue ninguna política, sólo la que le dicta su, vanidad del momento. Los comienzos del conflicto franco-español son favorables a las armas de Felipe IV. Los españoles llegan hasta Compiègne, amenazan a París. La vigorosa reacción de Richelieu los para a unas leguas de la capital.

Pero la revolución catalana exige toda la atención del monarca español. En antiguo principado de Cataluña no ha renunciado a su independencia. Las torpezas de la administración castellana suscitan la cólera del pueblo contra el gobierno de Madrid. Es la revolución de los Segadors, que se hace a los sones del canto así llamado, la Marsellesa de los catalanes: Bon cop de falç, defensors de la Terra, bon cop de falç…

Los mosquetes franceses acuden en ayuda de las hoces catalanas. Sigue una guerra confusa entre franceses, catalanes y castellanos, y cuya prenda es Rosellón. Su epílogo es dramático: el marqués Flores de Ávila, después de varios meses de un sitio cruel, rinde a los franceses la plaza de Perpiñán. Al abandonar la ciudad, saluda a las armas esculpidas en la puerta y traza con el brazo levantado una gran señal de la cruz sobre la ciudad mártir, traduciendo así el adiós de España a Perpiñán.

El año en que Olivares cae en desgracia es el año en que los españoles sufren su más grave derrota. Aprovechando la consternación causada en Francia por la muerte de Richelieu y por la grave enfermedad de Luis XIII, don Francisco de Melo, gobernador de los Países Bajos, cree llegado el momento de invadir el norte de Francia. Los medios que pone en juego son poderosos y muy resuelta su determinación. Pero se encuentra enfrente al gran Condé. Se libra la famosa batalla de Rocroi.

La descripción que de ella hace Bossuet en su Oración fúnebre es impresionante. «El ejército enemigo está compuesto por esas viejas bandas valonas, italianas y españolas que, hasta entonces, nadie consiguiera derrotar.» Es mucho más fuerte que el ejército francés, pero éste lo manda «un joven príncipe que lleva la victoria en los ojos.» Se le ve galopar de extremo a extremo del campo de batalla, asombrando «con sus miradas chispeantes a los que se libraban de sus golpes».

Se lanza en masa «esa. temible infantería del ejército de España cuyos grandes batallones compactos como torres, pero torres que supieran reparar sus brechas, permanecían impávidos en medio de todas las demás tropas desbandadas y lanzaban fuego desde todas partes». Entre tanto, muere Luis XIII, pero Condé ha ganado.

La revolución catalana no ha quedado dominada sino temporalmente, Portugal se sacude la tutela española y elige un rey, el duque de Braganza, que toma el nombre de Juan IV. Francia ha firmado la paz con Austria. A España, arruinada, cansada de guerrear en vano, ya no le queda más remedio que negociar con Francia. Y así se hará en la isla de los Faisanes, en mitad del Bidasoa.

España cede a Francia: Cerdaña, Rosellón, una parte de Artois y algunas ciudades flamencas. Por otra parte, el joven rey de Francia, Luis XIV, casa, en San Juan de Luz, con la infanta española María Teresa. En cuanto a Felipe IV, al que Olivares había tenido la impudicia o la ironía de llamar «Felipe el Grande», acaba sus días entregado a la devoción, bajo el consejo de una monja, sor María de Agreda.

El sucesor, Carlos II, a pesar de sus taras físicas, está penetrado de su papel y de la grandeza del destino español. Ama a su pueblo y su pueblo le ama. En torno a su trono y después en torno a la cabecera de su lecho se traman intrigas y más intrigas con vistas a la sucesión. No tiene descendiente directo. ¿A quién va a dejar la corona? Toda Europa está a la espera del último suspiro del monarca español, y más aún a la espera de su decisión. Los agentes de las grandes potencias le acosan.

Se llega hasta el extremo de afirmar que está poseído del demonio de aquí su sobrenombre: el Hechizado. No es más que un epiléptico. El desdichado hace a veces cosas extravagantes que hacen dudar que esté en su sano juicio. Heredero de los gustos macabros de su bisabuelo Felipe II, manda que le lleven al Escorial y exige que le abran los féretros de su familia. Se emociona ante los restos petrificados de su primera esposa, María Luisa de Orleáns. Quiere besarlos. Le sujetan.

Al cabo, Carlos II nombra un sucesor: será su sobrino nieto, Felipe de Borbón, duque de Anjou. En realidad, esta elección se la sopla su camarilla, consciente de que sólo Luis XIV tiene talla para mantener la integridad de la monarquía española.

Cuando le releen su testamento, solloza. «Es Dios quien da y quita los imperios.» Muere y nadie le llora. Dos siglos justos antes, nacía, en Gante, Carlos V. 1500-1700. Y he aquí que se alejan y desaparecen en la oscura avenida de la historia los cinco Habsburgos que hicieron el Siglo de Oro.

«Ya no hay Pirineos»

Jesuitas y Francmasones