La Iglesia de España, persiguiendo el vicio, estaba sin duda en su papel y hacía obra saludable.
Pero no así cuando identificó con el delito de derecho común el pecado contra la fe, confundiéndolos en una misma reprobación. «El rey decreta el VI Concilio de Toledo no tolerará en su reino a nadie que no sea católico.»
Como los arrianos ya no eran de temer, esta exclusión se refería sobre todo a los judíos. Ya trescientos años antes, el Concilio de Elvira había puesto en guardia a los cristianos contra el peligro de frecuentarlos. Pero ni la ley civil ni el derecho canónico habían prescrito medidas contra ellos.
«Por el contrario declara San Gregorio, conviene convencerlos con dulzura, con exhortaciones bondadosas, para que se incorporen a la unidad de la fe, y no apartarlos con la amenaza y el terror.» El rey Sisebuto inició la política del antisemitismo que figurará, durante siglos, en el programa de los reyes católicos de España, con muy breves períodos de atenuación o de acomodo.
Por más que Isidoro lanzara ya en el siglo vi un grito de alarma, proclamando que la conversión es cosa de libre voluntad, y por más que censurase abiertamente al monarca godo acusándole de «haber forzado por la violencia a aquellos a quienes hubiera debido atraer con las razones de la fe», el obispo sevillano no pudo impedir que Sisebuto inaugurara la persecución contra los judíos.
Les quitan los hijos «para que no caigan en el error de los padres». No se admitirá en justicia el testimonio de los judíos relapsos. Se les prohíbe tener esclavos cristianos. Quedan excluidos de las funciones reales. Se les bautizará a la fuerza. En la coronación de los reyes, se exige a éstos que no toleren el judaísmo.
Un edicto del rey Suintila vino a agravar estas medidas; en él se disponía la expulsión de España de todos los judíos que hubieran permanecido fieles a su religión. Ante tal disyuntiva, numerosos hebreos prefirieron declararse cristianos antes que desterrarse. Pero fueron inútiles sus protestas de sinceridad: ¿qué valor podían tener unas conversiones impuestas por el miedo?
Aumentaron los rigores. El XVII Concilio de Toledo (702) ordenó que fueran confiscados los bienes de los judíos, que éstos pasaran a la condición de esclavos en beneficio del fisco y que se les prohibiera el matrimonio.
¿Se dejaron aquí desbordar los concilios por las exigencias de los reyes, o fueron ellos quienes las provocaron? El caso es que el clero, a medida que iba aumentando en número y en importancia, iba adueñándose más y más del poder. Los concilios nacionales llegaron a arrogarse las atribuciones de un parlamento o de un Consejo de Estado.
En cuanto a los concilios provinciales, extendían su jurisdicción a todos los asuntos que les sometieran. El obispo controlaba la función pública. Hasta los jueces y los recaudadores de impuestos estaban vigilados por las jerarquías diocesanas. Y era el concilio quien formaba e instruía en sus deberes a los agentes del fisco y de la policía.
Es decir, que la Iglesia fue pasando insensiblemente del poder legislativo al judicial y, por último, al ejecutivo. Esta tendencia al despotismo la llevó a favorecer, voluntariamente o no, el apetito de lucro y el espíritu de venganza. Este es el grave inconveniente de una alianza demasiado estrecha entre la Iglesia y el Estado.
La mayor parte de los judíos habían adquirido, a la sombra del arrianismo, posiciones envidiables. Casi todos se habían enriquecido. Excluirlos de la comunidad, confiscarles sus bienes era una manera cómoda de llenar las arcas del tesoro, so capa de la necesidad nacional. No se puede negar que muchos obispos tenían interés en suprimir a unos adversarios molestos. ¡Y qué mina para los dineros del culto!
Se desencadena en España el viento feroz del racismo. Los judíos agachan la cabeza bajo la tempestad. Cuando no pueden o no quieren huir, hacen una y otra vez profesión de fe cristiana. Se dejan despojar, humillar, encarcelar. Los separar violentamente de sus familias ¡a ellos, descendientes de los primeros patriarcas!, Les quitan los hijos y hasta los medios de subsistencia. ¡No importa! El caso es quedarse en España. Y doblan el espinazo.
Sonríen a sus perseguidores. Prodigan las palabras lisonjeras. Hasta balbucean expresiones de gratitud. No hay nada que quebrante su atávica paciencia. Saben muy bien que el tiempo no cuenta, que hay que saber esperar. En la frente, aun humillada, de ese hebreo cuitado brilla la estrella de la raza elegida.
Pero en el fondo de su corazón ruge una ira tremenda hacia los amos visigodos. Unos años más está expirando el siglo VII y les llegará el desquite. Pues el judío acepta las ofensas, pero no las perdona. «Ojo por ojo y diente por diente.» La fulminante victoria de Gibraltar será una victoria judía.