El principe de Dios

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El recién nacido de Valladolid, el caballero de San Quintín, el huérfano de Bruselas, el joven recién casado de Guadarrama… Estas diversas siluetas de Felipe II desfilan como esas amarillentas reproducciones de cuadros de maestros que se pasan rápidamente. Al fin y al cabo, no son más que retratos. Al verdadero Felipe II le encontramos en El Escorial.

En el paisaje reseco, mineral, de Castilla la Nueva, en pleno corazón de la sierra, ha querido vivir, trabajar y morir el monarca. Ha dispuesto que el plano del Escorial recordara la parrilla donde San Lorenzo sufrió el martirio, en recuerdo de la batalla de San Quintín, que tuvo lugar el 10 de agosto, día de San Lorenzo.

La arquitectura y la situación del edificio monasterio más bien que palacio simbolizan el reinado de Felipe II: materiales nobles granito, pórfido, bronce y mármol de oro, líneas rectas, paisaje de una desnudez grandiosa. Las largas fachadas escuetas, las galerías sin florituras, las sillas del coro apenas esculpidas están en perfecto acuerdo con esa altiplanicie solitaria circundada de montañas arriscadas que parecen desgastadas por milenios. Hasta la piedra dura y parda arrancada de las canteras de Guadarrama evoca el corazón y el rostro del rey.

El Escorial, residencia regia, monumento de acción de gracias, es además una necrópolis. El altar mayor de la basílica está situado en el crucero de la bóveda de la cripta donde yacen los reyes de España. Así lo quiso Felipe II. Ese obseso de la muerte gusta de departir con sus difuntos. Son diecisiete, superpuestos de cuatro en cuatro. Aquí, su padre, Carlos V; allí, su hermano, Juan de Austria, el bastardo; debajo, don Carlos, su hijo. Bien alineadas, sus esposas: María de Portugal, Isabel de Francia y Ana de Austria.

Falta la cuarta María Tudor de Inglaterra, que descansa en Londres. Felipe II, impasible ante el sepulcro de su padre y de sus esposas, no puede contener las lágrimas ante la tumba gigantesca donde duermen, colocados en redondo, los infantes los párvulos Una mirada complaciente a un féretro todavía vacío el suyo, y Felipe torna a sus habitaciones, que, en realidad, no son más alegres que el panteón de reyes. Una sala de paredes desnudas y encaladas la Sala de Embajadores precede al oratorio y al dormitorio del rey.

Una ventanilla abierta en la pared le permite seguir, sin que le vean, los oficios de la basílica. Por la ventana, puede posar la mirada en la altiplanicie castellana, seguir una manada de ciervos pastando entre los azulados brezos. Postrera visión de la Naturaleza, mientras le llegan las sordas salmodias de unos setenta frailes que, antes de que haya muerto, rezan día y noche por el descanso de su alma. Le place oír ese incesante De profundis.

Mientras Felipe II, con la pierna gotosa extendida sobre un taburete y apovado el codo en la esquina de una mesa de roble, va ennegreciendo las resmas de papel, que el criado espolvorea de arenilla, una multitud silenciosa se mueve en la penumbra de la antecámara.

Lacayos que andan con paso sordo, hidalgos largos v enjutos con perilla de chivo, comisarios de la Santa Hermandad, conquistadores que están de permiso, legados y postulantes, hablan en voz baja. De vez en cuando, una luz opaca se posa en una frente pálida, en una gorguera blanca, en una insignia militar. Olor a cera, a terciopelo pasado y a un ungüento medicinal. Están esperando la merced del monarca.

Hay allí, estoque bajo el brazo, valientes capitanes que vuelven del Perú. Tiemblan de tener que afrontar los veredictos balbucidos se diría un zumbido de insectos, tocar la helada mano de esa majestad de mármol. ¡Antes mil veces las fieras de la selva que ese entrecejo fruncido y est mirada penetrante!

¿Demonio del Mediodía, o Rey Prudente? Ni lo uno ni lo otro. Las cualidades de Felipe aplicación al trabajo, austeridad, puntualidad le venían probablemente de su ascendencia – germánica. Carlos V era borgoñón; Felipe II, un Habsburgo, y su genio soplaba del Norte. En cuanto a su intransigencia religiosa, le llevó a cometer imprudencias políticas de las que España no iba a rehacerse.

Un retrato moral de Felipe II no será nunca más que una aproximación: tantas contradicciones se acumulan en est extraño príncipe. Humilde ante Dios, orgulloso ante los hombres. Despiadado y escrupuloso. Fanático y astuto. Aunque se casara varias veces, es casto. Nadie le ama, salvo, quizá, su hija, la infanta Clara Eugenia.

Dos dramas emponzoñaron su vida sentimental. Su hijo, don Carlos, un pobre degenerado, conspira con los enemigos de Felipe II. Desenmascarado a tiempo por su padre, se deja morir de desesperación. Antonio Pérez, secretario del rey y uno de los hombres en quienes más confianza tenía, traiciona a su señor. Huye a Francia. Felipe II, abandonado por sus familiares, cuatro veces viudo, amenazado de muerte por uno de sus hijos, no tiene ni confidentes, ni amigos, ni siquiera verdaderos colaboradores, sino únicamente simples empleados. Está solo con su imperio y con Dios.

Su imperio lo ha conservado, con excepción de una parte de los Países Bajos. Pero, en compensación, na adquirido Portugal, a costa de una guerra ganada por el duque de Alba. En cambio, sus armas y su diplomacia fracasaron contra las Provincias Unidas, Francia e Inglaterra.

A Dios le ha servido con todas sus fuerzas, pero el protestante y el mahometano permanecen invictos. ¡Qué amargura para este príncipe cristiano que libró todas sus batallas contra Lutero, contra el sultán, contra Enrique IV, contra el Taciturno, contra Isabel en nombre y por el triunfo de la religión católica! Seguramente ese hombre de gabinete apuntaba demasiado lejos. Encerrado en su idea fija de extender indefinidamente el campo de la Cristiandad, de pulverizar a los enemigos de la Fe, se desentendía de su pueblo español.

Antonio Pérez decía que si los hombres no se moderaban y seguían creyéndose Dios en la tierra, Dios se iba a cansar de las monarquías… Designios demasiado vastos a plazos demasiado largos impedían a Felipe II darse cuenta de que estaba arruinando a España a fuerza de quererla poderosa, de que la empobrecía queriendo enriquecerla. El servicio de Dios cuesta caro.

Felipe II tiene setenta años. Hace ya mucho tiempo que no sale del Escorial. Tampoco se muestra al pueblo, como antes, desde la galería que va de su habitación a la capilla. Los grandes de España no le ven más que de refilón, y sólo una o dos veces al año. Únicamente la candela que arde por la noche tras los vidrios del cuarto indica que el rey no ha muerto.

Todavía hace unos meses se veía un viejecito encorvado, vestido de terciopelo negro, calvo el cráneo y blanca la barba, recorriendo despacio la Sala de Embajadores, parándose ante el globo terrestre montado en pie de plata o acariciando el miniado de un misal. Una muchacha joven guiaba sus pasos. Ahora, Felipe II está clavado en el lecho, y la infanta Clara Eugenia le refresca la frente.

Su cuerpo lleno de úlceras, mojado de pus, se pudre vivo. Los alaridos del regio moribundo llenan la nave de la iglesia conventual. ¿Sus últimas palabras? «No os canséis de la queja de los pobres.» ¿Su último gesto? Se abraza al cirio bendito, como su lejano antepasado San Fernando. Después, expira sobre el crucifijo de Carlos V.