He aquí el epitafio escrito por Góngora en la tumba del Greco:
Yace el Greco. Heredó Naturaleza arte, y el Arte estudio, Iris colores, Febo luces, si no sombras Morfeo.
Tanta urna a pesar de su dureza lágrimas beba y cuantos suda olores corteza funeral de árbol sabeo. Color, luz y penumbra, perfumes y llanto: ¿no es esto la paleta del Greco?
Domenico Theotocópuli nació en Creta. El gran pintor español es griego. Va de muy joven a Venecia, donde es discípulo de Tiziano. A los treinta y seis años llega a Castilla. Se establece en Toledo. Pero su violenta y tumultuosa pintura no es del agrado de Felipe. Un día, el rey le encarga el Martirio de San Mauricio para el monasterio de San Lorenzo del Escorial. Terminado el lienzo, Felipe II le echa una ojeada.
Frunce el entrecejo. Un lienzo extravagante de dibujo y de color no es adecuado para el altar de Dios. Y los honores del tabernáculo serán para la obra mediocre de un pintor florentino. Otra vez, el Greco tiene dificultades con la Inquisición, que le acusa de haber faltado en sus cuadros a ciertas reglas canónicas. Pues ¿no se ha permitido pintar a los ángeles unas alas cuyas excesivas dimensiones rayan en la herejía? Sus costumbres chocan a la población toledana. Gusta de que, mientras come, le canten melodías orientales, melancólicas y secas, como si brotaran del pedregoso suelo con el solo acompañamiento de una guitarra.
Pinta en música, ¡por qué no bailando! El Greco no será nunca el pintor oficial del Estado, pero tiene una magnífica clientela y se pasa muy bien sin encargos oficiales. Sus amigos son muchos. En el cigarral de Buena Vista, no lejos del Tajo, se reúne todas las noches con las mejores cabezas de Toledo y trata a Tirso de Molina, a Lope de Vega, a Ercilla, el conquistador poeta, a Góngora y hasta a Cervantes.
Se pasean por los jardines plantados de naranjos, entre estatuas de ninfas, junto a estanques donde beben los ciervos. El Greco se extingue suavemente a los setenta y seis años, sin dejar testamento. ¡Para qué! No tiene familia ni fortuna. Por toda riqueza, doscientos cuadros abocetados….
De la pintura del Greco se ha dicho todo. «Brasas incandescentes más que imitación de los cuerpos», observa René Schwob. «Su genio se hunde como un cuchillo en la dura altiplanicie toledana, donde reavivará las ramas de un árbol herido por el rayo», imagina Jean Cocteau. ¿Y la explicación? Maurice Barrès propone la suya. Empieza por decir que el cretense es quien mejor ha hecho comprender a los hombres del Siglo de Oro.
Los ha pintado por dentro. ¿Es por su primera educación bizantina o por su origen. helénico por lo que ha sabido percibir la luz semítica del alma española? En todo caso, es evidente que el Greco, como observa sutilmente Barrès, «desembarcado de Italia, pasa en poquísimo tiempo a ser el pintor más profundo de las almas castellanas. Es él, est ese cretense, quien mejor nos hace entender a los contemporáneos de Cervantes y de Santa Teresa». Sin embargo, pasó mucho tiempo por loco para sus contemporáneos españoles. Todo en él les chocaba.
En primer lugar los colores. Sólo cinco en su planeta: blanco, negro, bermellón, ocre amarillo y laca de granza. Pero los amalgama de tal modo que surgen colores nunca vistos: contrastes de los carmines y de los grises cenicientos, amarillos azufrados, blancos cadavéricos, rojos casi negros. Nubes fosforescentes que se estiran en cielos verdosos. Y qué raro el dibujo y la composición de los personajes! Unas veces Cristo crucificado solo, abandonado de todos, hasta por sus verdugos, que huyen bajo un cielo de Apocalipsis. Otras veces, la Virgen o San Juan se retuercen de dolor al pie de la cruz. O bien dos dignatarios arreglan sosegadamente el cuerpo dislocado.
Son los mismos esos veinticuatro toledanos de rostros largos y graves que recitan el Réquiem ante los restos mortales de don Gonzalo Ruiz, señor de Orgaz. El obispo mitrado ha apoyado su cabeza en la del difunto. «Una atmósfera de solemne tristeza penetra, sosiega ese bello oficio de los muertos.» Detrás de las marfileñas frentes se ve el pensamiento sobrenatural. Tan estiradas hacia el cielo están las siluetas, que parece que se van a alzar del suelo.
En El entierro del conde de Orgaz se presiente quizá más que en cualquier otro cuadro del Greco el secreto de su arte: suscitar la presencia del espíritu por el procedimiento de alargar los cuerpos. Se ha querido atribuir esta manera de pintar a una anomalía de visión, como si el astigmatismo bastara para explicar el estilo de sus personajes. Poco importa que el Greco pintara personas y cosas tal como él las veía o que se complaciera en exagerar deliberadamente la deformación.
En todo caso, el efecto es sobrecogedor. Los héroes del Greco obedecen a la llamada de la altura, a una aspiración pareja a la del alma en «los abismos de Dios» de los que San Juan de la Cruz no quiere decir nada porque ve claramente que nada sabría decir y que ello parecería menor si lo dijese… Allí donde el poeta se declara incapaz de expresar lo inefable, el pintor es explícito. Sus brazos en alto, un rostro alargado, una línea huidiza, y ya es sensible el mundo de los místicos.
Se percibe en el desgarrón de una nube, en el pliegue de un manto, o bien reflejada su luz en la superficie pulimentada de una roca. La obra del Greco es una introducción a la vida metafísica. Pero este pintor de lo sobrenatural es también el retratista de su tiempo. El Sueño de Felipe II a mitad de camino entre el Cielo y el Infierno, el cardenal Tavera, el dominico del Prado, el Caballero de la mano en el pecho: tipos todos del siglo XVI español que resume el capitán Julián Romero, cuya capa ampliamente desplegada vuela hacia no se sabe qué fúnebre reino.
Pero menos fúnebre que el horizonte de Toledo: los palacios se miran lúgubremente en el Tajo color de tierra, las nubes fosforescentes corren por el cielo tenebroso que el rayo bíblico va a rasgar muy pronto. Paisaje sin esperanza. Pero, en El entierro del conde de Orgaz, las finas manos de los hidalgos, rodeadas de puños de encaje, ponen manchas blancas. Una de ellas, alzada sobre el muerto casi ala, en gesto de bendición, representa la paloma mística. Ya no es Toledo, que fascina al «Tintoreto alucinado», sino ese paraíso intelectual que él imaginó con su sangre.
Diego Rodríguez de Silva y Velázquez desempeñará dos carreras: aposentador de palacio en la corte de Felipe IV y pintor oficial del reino. También él ha aprendido en Italia. Pero, desde los treinta años, repudia las lecciones de sus maestros venecianos. Ahora, Velázquez es ya Velázquez. ¿Dónde va a tomar sus modelos? ¡Pues en torno de él! Durante treinta y siete años será el pintor del rey.
Fijará en el lienzo al propio rey, al infante don Carlos, al infante cardenal Fernando, a su hermana María, a su primera mujer, Isabel, a su hijo Baltasar Carlos. Sus modelos morirán. El rey se volverá a casar. Velázquez pintará a su segunda mujer, Mariana de Austria, y a su hija, la infanta Margarita. La pintura no hace abandonar a Velázquez sus cargos oficiales. Es él quien organiza el encuentro de las familias reales de Francia y de España, después del tratado de los Pirineos, para las bodas de Luis XIV con la infanta María Teresa. Frío, acompasado, distante, Velázquez es hombre de corte.
Asiste a todas las fiestas y su elegancia causa admiración a los príncipes. «Su vestido estaba todo adornado de encaje de Milán… Llevaba la cruz roja de la Orden, una bellísima espada corta, una placa de oro cincelada… Colgada al cuello, una pesada cadena de oro de la que pendía el pequeño blasón rodeado de varios diamantes con el hábito de Santiago en esmalte.» Así estaba Velázquez en la isla de los Faisanes junto a la regia pareja. Pero también atiende a más prosaicos menesteres: pagar el carbón y los fuelles de chimenea, velar por el cuidado de las lámparas, poner las mesas, preparar las habitaciones de invitados, sin olvidar los orinales.
Administrador y mayordomo. Velázquez tenía que aprovechar esta suerte, única para un pintor, de vivir con sus modelos. En los pasillos del Buen Retiro, que recorren a pasos cortos y solemnes los cortesanos y los embajadores, el aposentador de palacio se cruza varias veces al día con don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, protector suyo. Bromea con el bufón Pablo de Valladolid, juega con el perro del infante cardenal y le tira de la oreja al príncipe-niño Baltasar. Cuando entra en su taller, no tiene más que trasladar al lienzo los rasgos y las actitudes de los huéspedes de palacio.
La familiaridad con sus personajes explica su gran facilidad, Pinta del primer trazo. Con pocos colores y una extraordinaria simplicidad de medios. Si el Greco pinta al hombre sobrenatural, Velásquez pinta al hombre al natural. Le devuelve la vida. Se ha podido decir que es un «psicoanalista».
Se ve muy bien que la infanta Margarita de Austria está cansada de sostener su ramo de flores, que el infante don Baltasar tiene miedo de caerse del caballo, que doña Margarita no está a gusto sobre su hacanea castaña y blanca. En esa corte medio borgoñona, medio española, que está comiéndose vorazmente la herencia de Carlos V, entre Quevedo, «secretario sin secreto», y el capellán Góngora, junto a esos Habsburgos declinantes, es él, Velázquez, quien parece el rey.
No hay más que verle, autorretratado en las Meninas. Parece que sus modelos doña Agustina Sarmiento tendiendo un jarro de agua a la infanta, Nicolás de Pertusato jugando con el perro, la dueña y su escudero y, al fondo, el aposentador de la reina son sus súbditos.
Pero Velázquez no se limitó a los personajes de la corte. Seguramente, a la larga, debió de aborrecer a los infantes, a los bufones y a las reinas, sin contar a aquellos grandes de España, tan soberbios, para los que Velázquez no era más que un empleado subalterno de palacio y que debían de hacérselo notar.
Para muchos de ellos, Velázquez estaba en el mismo pie que el Niño de Vallecas el melancólico hidrocéfalo, llamado sucesivamente Resuello Corto, Calabaza, Cristóbal el Ciego, el enano favorito del infante Baltasar. Pero la amistad de Felipe IV compensaba el desprecio de los cortesano.
El Habsburgo no era feliz. Otro que no era él mandaba en el pueblo español. Y todo el mundo lo sabía. A veces llegaba a colarse, por pasillos secretos, en el taller de Velázquez, más que por hablar con él, por ver, maravillado, el fulgurante estallido de los colores de la vida, en el lienzo.
El pueblo también atrae al genio de Velázquez. Borrachos y herreros, mendigos e hilanderas son tan reales como los príncipes, más humanos quizá, pues no han posado. El aguador, Los borrachos, La fragua de Vulcano y El bufón de Valladolid son otras tantas obras maestras que expresan el coloquio brutal del hombre con sus monstruos familiares la envidia, la lujuria, el orgullo, la intemperancia, mas también sus miserias.
Con un manto negro sobre los hombros, Menipo, «loco por la libertad absoluta», sonríe cínicamente. Y he aquí que Velázquez, pintor de la corte y del pueblo, se va a revelar como pintor maravilloso del Amor. Desafiando a la Inquisición, que castiga a los autores de cuadros «deshonestos» con la excomunión, multa de quinientos ducados y un año de destierro, Velázquez es el primero que pinta un desnudo de mujer.
Es la admirable Venus a la que Cupido presenta un espejo. Ese cuerpo de andaluza de líneas puras, si bien recuerda por el estilo ciertas composiciones de Tiziano, se distingue de ellas en un punto: la Venus de Velázquez es morena y las curvas de esa belleza nerviosa, lo mismo que su carne, es audazmente sombreada, exasperan al amante más que satisfacen al esteta. Sensualidad de Velázquez, equívoca a veces en Los borrachos, donde el borracho, desnudo el torso, contempla tiernamente el busto afeminado de Baco coronado de pámpanos. ¿Tocará ese lindo hombro?
Zurbarán es el pintor de Dios. Ese hijo de campesino que, a los quince años, llegó a Sevilla desde su pueblo extremeño, conquista la fama a los treinta. Da a sus santos y a sus frailes el honrado rostro de los labriegos de su pueblo, pero los rodea, en cambio, de una luz regia. En la Visión de San Pedro Nolasco, el blanco marfileño del sayal y el verde de la túnica angélica son colores celestiales.
Santo Tomás de Aquino en su oratorio, San Buenaventura recibiendo a los emisarios del emperador Paleólogo, San Bruno visitando al papa Urbano II, todos llevan en la faz el reflejo de lo sobrenatural, mientras que los pliegues de sus ropajes recogen los resplandores de la tierra y «cantan en variados tonos la gloria del sol y de la nieve, las irisaciones de los glaciares».
Zurbarán, pintor de conventos, dejó en el monasterio de Guadalupe unos cuadros La tentación, La flagelación, La apoteosis que exaltan la fe y la oración. Grandes frailes blancos que parecen deslizarse en el silencio por las losas de las iglesias, cardenales en oración y hasta el arrogante conquistador de la Adoración de los Magos están todos transidos de divino fervor.
Los últimos años de la vida de Zurbarán estuvieron ensombrecidos por la gloria de Murillo. También Murillo es de origen modesto. Pero es un «trepador». Ha inventado un género que viene a ser la síntesis de la técnica flamenca y de la italiana fundidas en el misticismo español. Las Bodas místicas de Santa Catalina, la Muerte de Santa Clara, La Sagrada Familia, La Adoración de los pastores y Los niños de la concha traducen el sentimiento religioso en lo que tiene de dulce.
En los cuadros de Murillo no se encuentra ni el éxtasis y la exaltación del Greco ni el grave recogimiento de Zurbarán, sino una tranquila devoción. Pero la celebridad estropea a ese pintor minucioso. Le llueven los pedidos. Y no puede evitar el escollo de la repetición. Cae en la imaginería devota. Tan virginales son las sevillanas que toma de modelos, que «parecen pintadas en el Paraíso», dice un crítico. Demasiado rosa claro, azul pálido, oro tenue. Pero también sabe Murillo pintar la vida en su crudo realismo. El mendigo que se rasca los piojos es quizá la obra maestra de Murillo.
También Ribera forzó las puertas de lo sobrenatural con su extraordinario Martirio de San Bartolomé. Mientras los verdugos encaraman en el patíbulo al desdichado mártir, su rostro cerúleo, que contrasta con el cielo casi verde, expresa a la vez el terror y la decisión. Inventor del tenebrismo, proyecta en los primeros planos una luz cegadora, mientras, en los horizontes lejanos, desciende la sombra. Ribera no es sólo el pintor del Sueño de Jacob, de San Antonio, de San Jerónimo y de la Magdalena en el desierto. Ahí tenemos a Diógenes con su farol en la mano, a Catón de Utica señalando sus llagas, a Arquímedes blandiendo su compás, a Prometeo con el águila de Júpiter devorándole el hígado.
¿Dónde despedirse de los maestros del Siglo de Oro, si no en Sevilla, un Jueves Santo? Largas teorías de penitentes caminan hacia la catedral. Unos llevan una cogulla roja sobre una túnica violeta. Otros van vestidos de raso como para ir a un baile de máscaras, algunos llevan una vela de cera. He aquí las hermandades, cada una de las cuales honra como patrona a la Virgen de su devoción: Virgen de los Dolores, Virgen de la Amargura, Virgen de las Angustias. Sólidamente apoyados en los hombros de los devotos, van desfilando los pasos que representan los episodios de la Pasión: la Cena, el Huerto de los Olivos, la Subida al Calvario.
Las calles son estrechas y numerosas las plazuelas, atestadas de una multitud fanatizada. A veces tropieza uno de los hombres que llevan el paso, y vacilan las imágenes de madera que los imagineros, los escultores, los encarnadores y los doradores tallaron, doraron, vistieron y pintaron. Están animadas de movimiento, hasta de vida. El centelleo de las velas se refleja en los grandes espejos barrocos colgados en los miradores. La audacia de los escultores policromos completa la de los pintores.
El Cristo de Montañés sangra a grandes regueros. Sangra el corazón de la Virgen gloriosa tallada por Cano. Sangra el torso de madera de los mártires y el torso lacerado de los flagelantes. La sangre bermeja de la Semana Santa confluye con la sangre negra que el Greco hace brotar del costado de Cristo y con la de los soldados españoles derramada en los campos de batalla desde Metz a Cajamarca. ¡Oro y sangre! Es el color de la bandera española, es también el del Siglo de Oro, salpicado de una sangre triunfal.