El Emperador de las tres Religiones

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Murió humildemente. Sintiendo que se acercaba el fin, reunió a los suyos, les hizo las últimas recomendaciones y los alentó a seguir la cruzada.

Hecho esto, se quitó las insignias reales, hizo que le echaran una cuerda al cuello y le pusieran una vela bendita en la mano, pidió perdón a todos por sus faltas y entró en la eternidad, a los acordes del Te Deum laudamus que le había acompañado en sus victorias.

La muerte de Fernando conmovió a toda la Cristiandad. Hasta sus adversarios la sintieron. El emir de Granada, sucesivamente enemigo, vasallo y aliado del gran rey católico, ordenó un luto público. Cien caballeros moros fueron a pie, de Granada a Sevilla, llevando cada uno un cirio de cera blanca, para rendir el último homenaje al monarca difunto. Esta piadosa peregrinación se repitió cada año hasta la caída de Granada.

En la capilla real de la catedral de Granada duerme Fernando su último sueño. Sobre el arca de bronce y plata cubierta con el manto regio, un cuádruple epitafio en latín, en hebreo, en árabe y en español recuerda que Fernando reinó, con pareja mansedumbre, sobre judíos, musulmanes y cristianos.

Cierto que tuvo que librar dura pelea su mano era de hierro para quebrar la resistencia e instaurar en su reino la paz tal como él la entendía: la paz cristiana. Cierto que hubo quema de herejes, ciudades saqueadas, poblaciones sometidas al hambre. Medios terribles, pero que él estimaba necesarios. ¿Qué habría sido de aquella España impúber, o aún en la infancia política, bajo la constante amenaza del africano, si los reyes no hubieran impuesto por las armas su ley?

El singular mérito de Fernando y su principal título de gloria es haber incoporado a sus reinos, una vez liberados de enemigos interiores y exteriores, a sus súbditos judíos y musulmanes y haber permitido que conservasen sus costumbres, sus leyes y su religión. Esta generosidad, esta comprensión honran a Fernando, «servidor y caballero de Cristo, abanderado del Señor Santiago», y a su madre, la enérgica y prudentísima doña Berenguela.