El Desafío de Lutero

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La escena tiene lugar en el primer piso del palacio archiepiscopal de Worms. Son las cuatro de la tarde. Lutero comparece ante el emperador. Esa cara grande, carnosa, nariz recta, boca sensual, ¿es el rostro de Satanás o es el rostro de un santo?

Se alza una voz grave: «¿Pueden equivocarse los concilios de la Iglesia?» «Sí», contesta firmemente el hereje. Carlos V, sin decir palabra, se quita el guante y se retira. A los pocos días, el soberano firma el edicto de proscripción.

Lutero es conducido a la frontera bajo la protección del heraldo imperial. Pero, en el camino, unos amigos le liberan y le llevan al castillo de Warbourg, del elector de Sajonia. El breve encuentro de Carlos V con el fraile rebelde será decisivo.

En la declaración que redacta él solo y que se lee al día siguiente ante la Dieta, recuerda que todos sus antepasados emperadores alemanes, reyes de España, archiduques de Austria, duques de Borgoña fueron fieles a la Iglesia romana. Y añade: «Es claro que un hermano aislado está en el error cuando contradice la opinión de toda la Cristiandad; de otro modo, resultaría que la Cristiandad se había equivocado durante más de mil años.

Por tanto, estoy determinado a empeñar mis reinos, mis posesiones, mis amigos, mi cuerpo, mi sangre, mi vida y mi alma. Pues sería una vergüenza para vosotros y para nosotros que, en nuestro tiempo y por nuestra negligencia, penetrase en el corazón de los hombres ni siquiera la apariencia de la herejía.»

No se podía declarar más explícitamente la guerra a la Reforma. Así lo interpretan los príncipes luteranos de Alemania. Pero Carlos, nada más pronunciar la condena de Worms, regresa a España. Y en España permanece siete años. Durante esta larga ausencia, ni su hermano ni el Consejo de Regencia atacaron resueltamente a la herejía.

La toma de posición de Carlos V era tanto más valiente cuanto que la Reforma, predicada por Lutero, iba ganando rápidamente terreno y subía desde Sajonia a los países bálticos. El mensaje luterano, influido por el intelectualismo del Renacimiento y que encontraba un poderoso medio de difusión en el reciente descubrimiento de la imprenta, fue bien recibido por la nobleza alemana.

Las almas piadosas, justamente disgustadas por las debilidades de la Iglesia romana, no podían menos de mostrarse favorables a una doctrina que publicaba el retorno a la pureza primitiva del cristianismo, la referencia a las Sagradas Escrituras, la salvación eterna y, sobre todo, la reforma del clero. Por otra parte, en este santo entusiasmo se filtraba una segunda intención más realista. El desmantelamiento de la jerarquía eclesiástica traería como consecuencia fatal la secularización de los bienes de la Iglesia. Los príncipes no perderían nada con esto.

Mientras Carlos V suplicaba al papa Clemente VII que reuniera un concilio para evitar la guerra civil, los campesinos se batían en la Selva Negra y los príncipes se organizaban. Se había constituido una liga llamada liga de Smalkalde, que agrupaba a los nobles, a los burgueses y al pueblo alemán, «para la defensa del Evangelio».

Los príncipes católicos respondieron creando la liga de Nuremberg, a la que el papa negó su apoyo. Se empieza con una liga y se sigue con un ejército. Así hicieron los protestantes, que, en previsión de cualquier eventualidad, pusieron en pie de guerra fuerzas importantes, bajo el mando de Juan Federico, elector de Sajonia, y del landgrave Felipe de Hesse.

Pero Carlos V preferiría no llegar a las armas. No está tan seguro de ganar la partida. El confesor Loaysa lo confiesa ingenuamente: «Hay que conformarse con la fidelidad de los herejes dice, aunque a los ojos de Dios sean peores que el diablo. Por perros que sean, Su Majestad cerrará los ojos, puesto que no está en condiciones de vencerlos.» Sin embargo, el concilio, reunido por fin en Trento el año 1545, no da al emperador la paz que él esperaba.

La guerra es inevitable. Y comienza en Ingolstadt, donde Carlos V recibe un insolente cartel de los príncipes protestantes que le entrega un mozo escoltado por un trompeta. La batalla decisiva se libra en Mühlberg, en el paso del Elba. La dirige Carlos V. A pesar de una crisis de gota que no le da tregua, aguanta veintiuna horas montado en su gran caballo negro y al frente de sus tropas. Gana la batalla. Felipe de Hesse se rinde, el elector de Sajonia cae prisionero. Su esposa se arroja a los pies del emperador. Los rebeldes han perdido.

Carlos V puede permitirse el lujo de la clemencia. Otorga a los protestantes el «Interim de Augsburgo», admitiendo el casamiento de los sacerdotes y la comunión con dos especies; a cambio de esto, los protestantes aceptan casi todo el ceremonial católico. Pero este acto de tolerancia no fue del agrado de los católicos y descontentó al papa. Poco faltó para que el vencedor fuera, a su vez, tachado de hereje.

Carlos V está, al parecer, en su apogeo. Los príncipes alemanes han sido derrotados. Lutero acaba de morir pronunciando palabras pesimistas: «Nada bueno le espera al mundo. Alemania ha sido lo que ha sido.» Francisco I ha muerto. Carlos queda libre de enemigos, al menos de los más temibles. Pero los protestantes no se dan por vencidos. Su actitud intransigente en el concilio, reunido nuevamente en Trento por el papa Julio III, confirma la imposibilidad de toda reconciliación con los católicos. Se reconstituye la liga, con el apoyo del rey de Francia Enrique II.

Mauricio de Sajonia, el vencido de Mühlberg, reúne a los rebeldes luteranos: treinta mil hombres, que él conduce a Innsbrück. Arde «la santa guerra evangélica». Danza por doquier, alegremente, «el fuego, hijo favorito de la guerra». Carlos V se ve en gran peligro y huye de Innsbrück disfrazado y con la barba teñida de negro. Se entablan negociaciones en Passau entre el emperador católico y el príncipe protestante.

Dan por resultado la paz de Augsburgo, en la que Carlos V se compromete a renunciar a toda expedición punitiva y reconoce igualdad de derechos en Alemania a católicos y a protestantes. Queda anulado el Interim. Ejus regio, ejus religio… El compromiso es prudente, desde luego. Pero, ¿dónde queda el gran sueño de unidad religiosa del imperio, acariciado por Carlos V? Ahora ya sabe bien que, por culpa de Lutero, no será nunca Carlomagno.